José K, torturado

 

Acudí expectante el lunes 11 de abril a la Sociedad General de Autores y Editores para asistir al concurrido estreno de la primera pieza teatral escrita por Javier Ortiz, “José K, torturado”, en versión ligeramente abreviada. Se trata de un monólogo brillante, denso y contundente, de espeluznante contenido, claramente sugerido en el título de la obra. La responsabilidad de la lectura dramatizada fue del actor Ramón Langa, cuyas sólida voz y excelente interpretación colaboraron en gran medida a llenar de emoción lo que el autor pretende, y consigue transmitir con este turbador escrito.

Sandra Toral se encargó de la dirección artística, discreta y comprensiva de las debilidades musicales del autor, que se hicieron evidentes desde el principio: la representación se abrió con un tema del cantante bereber Idir -uno de los pioneros de la música argelina contemporánea-, una composición tan dulce que el espectador cándido se arriesgó a pensar que tal vez no fuera tan duro lo que iba a escuchar más tarde. Ilusión que desapareció de inmediato cuando la voz de Langa, en off en el comienzo, rompió el silencio con la presentación del personaje que iba a narrar la historia insoportable del cautiverio de un hombre implacablemente endurecido, preso de otros hombres atrapados en la sórdida degradación propia del profesional del asesinato, la represión y la tortura.

Este José K, un terrorista de larga trayectoria que se confiesa autor de múltiples asesinatos y mutilaciones, nos explica desde su confinamiento que ha sido atrapado por la policía tras colocar una bomba en una concurrida plaza, con la cual pretendía atentar contra la vida de los dirigentes políticos más importantes del país, que iban a acudir allí a participar en un acto público. Es un país cualquiera, en cualesquiera circunstancias políticas. Un país inmerso en un sistema contra cuyos cimientos José K ha conspirado desde el inicio de su actividad política.

Sus captores, que no son para José K más que despreciables lacayos de un Estado empozoñado, tienen que obtener del terrorista (“como sea”) la confesión del lugar exacto en el que ha colocado el explosivo, antes de que estalle. La premura de tiempo obliga a los policías a discutir, incluso en presencia del detenido, qué métodos de tortura serían los que obligarían a un hombre tan curtido en este tipo de experiencias a “cantar” la información. A partir de ese momento, la narración adquiere tintes macabros, casi insoportables, y el oyente asiste a ratos a las reflexiones políticas y personales del terrorista y a ratos a la descripción -con lúgubre detalle- de las prácticas torturadoras tan comunes en la mayor parte del mundo, y de las que el protagonista está siendo víctima en el momento de la acción, para horror del espectador.

La declaración de principios que, en un momento de íntima superioridad de José K sobre sus captores, el protagonista culmina expresando cuánto asco siente, se ilustró adecuadamente con una canción de Lluís Llach (“quanta ràbia que tinc, bramaba su voz), que a los asistentes al acto nos previno de lo peor. Y lo peor, lo que nadie quiere oír, lo que la mayor parte de la gente no soporta, se mostró sin pudor al público, que guardaba un silencio sólo roto en una ocasión a lo largo de toda la representación: se oyeron algunas tímidas risas al escuchar al inicio, narrada por José K, la imposible estulticia de unos burdos torturadores de poca monta, cuya ignorancia no les permitía saber que Caracas es una ciudad.

La suave música de Pete Seeger puso algo de linimento sobre la impactada sensibilidad de la audiencia al final de la representación, pero ni aún con la voz del estadounidense pude rescatar mi ánimo del dolor de haber asistido a la inmisericorde descripción de la perversidad humana, cuando ciertas circunstancias avivan la crueldad más despiadada, la fomentan y la recompensan.

Ortiz consigue con este magnífico texto remover conciencias predispuestas a la reflexión, y también provocar un pesimista desánimo ante la parte más oscura y más amenazadora de las personas. No es fácil analizar la realidad con sagacidad y profundidad, sin escatimar tétricos pedazos de verdad que no nos gustan, aunque existan: en mi opinión, Javier Ortiz logra con su “José K, torturado” ese raro éxito.

Espero fervientemente que muchos más espectadores de los que acudimos a la coqueta sala de la SGAE, tengan la oportunidad de reflexionar con el autor sobre la tortura. Porque creo, con José Saramago, que este texto es necesario. Y le deseo el triunfo, porque estoy convencida de que lo merece.

 

 

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