La soledad del crítico

 

            Un buen día me levanté triste. No, no era la tristeza de siempre. Llevaba tiempo sin escribir, sin reunir en un papel mis penas, sin dar rienda suelta a mis propias controversias, a los asuntos que me preocupaban o a los que me hacían gozar. Mi pluma favorita se estaba oxidando. Agonizaba más bien, lejos de la mirada ajena, extasiada en su singular degeneración e inutilidad. Un papel blanco es la constatación máxima del fracaso, un monumento gigante al silencio del ánimo incomprendido.

Aquel  día le dije a Javier Ortiz que me gustaría colaborar semanalmente en su página web. No sé si Javier había sentido antes lo que yo sentía en esos momentos, pero sé que él me comprendió. Abrió la puerta, encendió la luz, me invitó a sentarme y me prestó papel. No nos conocíamos demasiado, pero habíamos compartido una larga travesía en una singular patera con otros inconformistas. Total, un resentido social se encontraba con otro resentido social.

Se me ocurrió entonces lo de la crítica televisiva porque siempre había considerado que la televisión  era el  mejor exponente del mundo de las superficialidades y las sombras chinescas de la vida, el recoveco donde se escondía estirada y presuntuosa la dama de  la doble moral, el escenario donde fluían los perversos poderes que se empeñaban en coartar nuestra libertad para soñar. La televisión era y es, ciertamente,  ese escenario en el que se representa el drama de la vida, el precipicio infinito al que se asoman los hombres desorientados.

Muchos hombres lloran cada noche, tratando de pasar desapercibidos, intentando que sus hijos no se despierten, que no escuchen sus sollozos en el silencio de la noche. Ese día en el que las lágrimas imponen su tiranía,  todos esos hombres saben que han perdido una nueva batalla, se dan cuenta de que el enemigo avanza irremisiblemente hasta la propia conciencia, hasta el corazón mismo. Las lágrimas crean un río por el que fluyen las esperanzas, los sueños incumplidos, los objetivos de la adolescencia, los deseos de juventud y  la misma voluntad vital. El río se vuelve salvaje y las corrientes terminan por llevar a los hombres en largas alucinaciones hasta una catarata donde se hacen añicos los años de esfuerzo, las verdades, los desengaños, las promesas, las conquistas. Cuando lloro en medio de la noche no espero que nadie venga a secar mis lágrimas, sólo espero que aún  no haya llegado el día en  que daré el gran salto precipitado por el agua   rugiente.  Mantenerme a flote me parece  ya bastante. La vida, en fin,  fluye como un río, a veces de lava.

Resulta insultante que hoy alguien se gaste 6 millones de euros en celebrar su boda mientras sólo han de transcurrir 70 días para que 6 millones de personas mueran a causa del hambre. Es toda una paradoja del fracaso de nuestro sistema. El capitalismo es el hijo único, el niño consentido, maleducado, impertinente y caprichoso que nos da una patada en la pantorrilla sin que podamos regañarle. Nos ahoga, nos empuja hacia un estilo de vida en el que pensar distinto es peligroso, un riesgo. La televisión es un medio ideal para el control de las mentes. En la televisión tienen su butaca preferente los mandamases del capital y los embusteros del escaño, fieles servidores, sosegados escuderos prestos siempre para acompañar al hidalgo señor de los graves y oscuros intereses.

Enciendo el televisor y soy absorbido de inmediato irremediablemente por un sistema que me ciega. Uno puede luchar contra sus miedos; quizá logre aliviar su desasosiego, pero es inútil luchar contra el sistema. Nada puede contra una fuente absoluta de energía centrípeta. El sistema es un dogma impuesto a fuego, cimentado sobre muertes y torturas. El sistema no conoce alternativas.  Entonces, pese a esta evidencia, ¿por qué aún aparecen células díscolas que merodean entre sus iguales tratando de convencerles de que es posible otro orden de cosas, otro mundo, otra vida, otro sistema?   Sencillamente, porque el crítico no puede silenciar su disconformidad ni su resentimiento; porque un crítico  no puede guardarse sus reproches ni hacerlos desaparecer con un truco de chistera. El crítico siempre permanece alerta, dispuesto a echar por tierra el ilusionismo del ilusionista, el ejercicio  del prestidigitador y la magia del mago. El crítico es un aventurero, un alma en pena, un tocapelotas, un resentido, un escrutador, un chivato, un irreverente, un necio, un iluminado, un grano, un espejismo, un altavoz, un juez, un ojo avizor, un halcón, una señal de stop...

¿Por qué critica un crítico como yo? Per se, por salud, por necesidad, para desahogarme, para comunicar, para oxigenarme, para compartir teorías y pensamientos, para tocar las pelotas, para poner el grito en el Cielo (aunque ni Dios me hace caso), para que me lean y para que no me lean, para denunciar, para analizar, para diseccionar, para realizar la autopsia a la conciencia crítica de los españoles, para ejercitar una pluma que chirría, para desengrasar el atrofiado e insuficiente intelecto, para hacer currar aún más a Ortiz, para no quedarme callado, para ser capaz de convencer al menos a una persona cada cien críticas, para reflexionar en voz alta y llamar la atención, para plantar cara al pensamiento único, para quitarme la mordaza, para colocarme del lado más débil y liviano de la balanza, para contrarrestar a las “fuerzas del mal”, porque me da la gana, para ahorrarme lo que me cobraría un psicólogo para, de vez en cuando,  conocer a alguien que piensa igual que yo,  para contestar a los insultos de alguien que no piensa como yo,  para sentirme bien,  para poder mirarme al espejo,  para que quede constancia de mi pesimismo,  para  que no se vayan de rositas,  para que les duela,  para que les joda, para que me paguen por todas esas noches en vela, para que sepan que aún no contaron hasta diez y me volví a levantar de la lona, para que sigan pensando en formas diferentes de tortura porque éstas aún no me vencieron, para sonreír a solas, para regar mis delirios de grandeza...

En estos tiempos tiene premio la locura del inconformismo. Son estos los  días en que desfila triunfante la mediocridad abriendo puertas, días en los que  lo insulso se valora, la reverencia está de moda, el pelotilleo avanza incólume hacia el trono, el conformismo arrasa en las tiendas de moda. Muchos nos sentimos derrotados, avasallados, sin fuerzas, pero el espíritu crítico es un revulsivo, una fuerza negativa que se transforma en positiva y te obliga a levantarte, caminar y a volver a rechazar lo que todos ya han aceptado. El crítico cae cientos de veces, pero es como ese protagonista de la película al que le han metido 30 balas en el cuerpo y sigue erre que erre, arrastrándose, negándose a perecer, oponiéndose a rendirse instantes antes de morir. ¿Y quién critica al crítico? Ay, nadie es más crítico consigo mismo que el propio crítico, siempre disconforme, siempre descontento, siempre pensando en que todo se pudo hacer de otra forma, siempre recalando en sus propias imperfecciones, siendo consciente de todas y cada una de ellas, enumerándolas, volviendo a reparar en ellas una y otra vez, ordenándolas por importancia.

  A veces pienso en si podría desligarme de Marat, en si estará cercano el día en que deba pasar página y tapar la boca del jacobino que a veces llevo dentro. Cuando llegue ese  momento sólo sé que habré perdido una gran parte de mi libertad. Y ya soy consciente de  que, en el fondo, soy un hombre que goza de muy  poca libertad. Muy poca. Y volveré a llorar sigilosamente en medio de la noche.

 

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