El cuarto de los libros

          Me asomo a la ventana de este cuarto perfumado con libros de todos los olores y contemplo el discurrir de un mundo enfermo. Miles de alas negras se deslizan entre lo cotidiano. Caen entre los pasajeros de la realidad,  mueren reposando su existencia con levedad, agitadas por corrientes de aire que bien podrían ser los estornudos de los dioses sordos y ciegos.

Ahí va una señora, perseguida por una bolsa errante, enloquecida. Allá arranca el motor de su coche un cerrajero que hace caja estos días de verano y huida colectiva. Pertenece al gremio de los espabilados, con su característico frotar de manos y el hilillo de saliva salvaje que se separa de la comisura de sus labios resecos cuando extiende la factura.

Se le escapa tan rápido como la insaciabilidad. Dos palomas vuelan hasta la ventana de mi salón, ocupando una propiedad ajena; se ríen de mí, se mofan de la propiedad privada, de mi amargura, de mi malestar. Permanecen presas de su destino, como yo, pero ellas tienen las alas de la libertad, ésas que a uno le cortan cuando nace. Mientras Miles Davis dibuja el perfil imaginario de un pensamiento musical, reparo en los segundos que se escapan, en los gramos de tiempo que han huido dejándome vendido ante la eterna pregunta sin respuesta. He bebido ya hoy largos tragos de desesperanza. La fiebre de la insatisfacción remarca, como de costumbre,  mis ojeras, y las huellas del infortunio y de la motivación crítica me convierten en un anciano sobre el que  reposan las manchas del olvido. En esta tercera edad de la melancolía se arruga el alma y se encoge la razón, se atrofian los eternos deseos, se consumen los planes y las revoluciones vitales,  palidecen las ilusiones de conquista.

Debajo de una rama de este árbol que con su presencia casi engulle la ventana de mi cuarto de libros de fragancias, se ocultan unos pajarillos. Son menos osados que las palomas, o sea, más respetuosos. Quizá su distanciamiento se deba al miedo. En cierta forma, los entiendo: yo me he hecho viejo por el miedo.

El dormitorio

Me acuesto en esta cama, campo de batalla  de la eterna rendición, cuadrilátero de combates,  esperanzas,  amores y entregas apasionadas.  Es la morada donde claudico a diario, derrotado tras el paseo por la tierra prometida. Ya engulló buena parte de mi vida. A cambio, no me regaló sino pesadillas y algún sueñillo tan alegre como efímero, del que no podía recordar nada al despertar. Sé que reí en sueños, aunque siempre dominaron las lágrimas del temor. De entre las peores
pesadillas, la que más se repitió fue esa que me devolvía a mi etapa universitaria. De repente, me daba cuenta de que no había terminado la carrera y de que debía enfrentarme a un examen de física. Demonios, ¿desde cuándo se estudia física para ser titulado en periodismo? Creo que ni Freud podría ayudarme.

Esta cama parece formar parte del sistema, del engranaje capitalista; juraría que su compra ha sido subvencionada por mi patrón, interesado en que cada mañana recupere la diligencia, el aliento y la lucidez.

Quizá sea un eslabón necesario para que se cumpla la alienación nuestra de cada día. Pero no siempre que utilizo esta cama  es para descansar y huir de la fatiga. A veces, me reconforta tumbarme al delirio o a la placidez de la lectura. En cierta forma, es otra forma de huir. Es una carrera laberíntica en la que te puedes permitir el lujo de cerrar los ojos porque conoces el recorrido. La necedad de la televisión, invento satanizado, ayuda, empuja al consumo de las letras. Ya lo dijo Groucho
Marx. ¿O fue Woody Allen? Lo mismo da, ambos tuvieron sus minutos de gloria en el diván, una especie de camastro ennoblecido en el tratamiento balsámico de la psique.

En esta cama he devorado obras de Groucho y Woody. También historias de dictaduras, guerras, dioses, vidas ilustres, miedos, venganzas, celos y milagros. La gran lámpara de mi mesilla alumbró los escritos de Shakespeare, Flaubert, Steinbeck, Valle Inclán, Poe, Orwell y tantos otros. Con calma absoluta pude completar sobre mi cama la lectura de obras maestras de la literatura. Sufrí, eso sí, cientos de derrotas:  ¡cuántas veces tuve que apagar la luz sin haber recorrido los capítulos previstos! Algunos libros se resistían. Recuerdo el caso del Zaratustra de Nietzsche. Cada noche, al volver a abrir el libro, no era capaz de recordar nada de lo leído el día anterior. Cuando esto se producía, me frustraba y recurría a lecturas más ligeras y entendibles para una sesera derrotada tras la puesta de sol.

Byron, Hugo, Goethe, Marx, Joyce y Plutarco han pasado por  mi cama.

Déjenme matizar esto. No creo en reencarnaciones ni en presencias  ni visitas de espíritus; me refiero a que también obras de estos autores se pasearon en ediciones sencillas, escasamente lujosas, por este dormitorio, alumbrado lo suficiente como para desgranar las reflexiones de hombres de otros tiempos, pero de idénticas preocupaciones. Tengo por costumbre empezar varios libros al mismo tiempo; leo según mi estado de ánimo, aunque a veces, mi ánimo cambia según lo que leo.
Llevo tiempo, la verdad, sin leer obras de felicidad, gozo y éxtasis. Al contrario, las dudas razonables acerca de la presunta bondad del hombre me  empujan a reclamar escritos encharcados de crítica, pesar y penar.

Sobre mi mesilla de corte colonial dejé descansar, cuando los ojos ya no soportaban el empuje de los párpados, al pescador avejentado por la pluma de Hemingway, al pobre Cándido, ese personaje al que un insaciable Voltaire hizo conocer todas las desventuras imaginables, a Jean Valjean, un héroe de las oportunidades aprovechadas, prisionero de la mente de Victor Hugo y de la sed del inspector Javert...

Aun así, en este dormitorio existe una pizarra de ensoñaciones, un encerado imaginario en el que se agolpan los débitos. Miles de acreedores me reclaman: ahí están Thomas Mann, Platón, Hegel y Clarín.

Más allá, Benedetti, Cortázar y Fuentes. Oigo también las demandas de Jardiel Poncela, Malraux, Gide, Rilke, Quevedo y Virgilio. Se mueven los aires internos de este cuarto, haciendo revivir con el eco los reclamos de Lorca, Tolstoi, Spinoza, Lope de Vega, Fiztgerald y Dickens.

Cada tarde, al volver a casa, sabré que curaré las heridas de cada derrota con el bálsamo de los hombres inteligentes. Es una buena forma.

Sólo falta que mi patrón subvencione también la compra de estos medicamentos encuadernados. Pero no, me temo que para eso debería estudiar física y aprobar el examen de mi peor pesadilla.

 

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