De Madrid al cielo (esto es un infierno)
Me
río yo del Camino de Santiago. Para peregrinaciones voluntariosas,
ascensiones eclécticas a ochomiles, travesías por desiertos, maratones
salvajes y otras proezas, las que emprendo cada mañana rumbo al trabajo.
Bien tempranito
salgo a lo que queda de acera en mi calle, invadida por los ejércitos malignos
de una operadora de cable, aliados salvajes de los constructores del Metro y
otras tribus. Tras sortear varios
peligros, sin reparar siquiera en los esqueletos de los conciudadanos que no
advirtieron a tiempo las zanjas, las minas y otras trampas, me sitúo al final
de una larga fila de pacientes trabajadores que aguardan a que aparezca en la
lejanía la silueta chirriante del autobús de la EMT. Entre los feligreses de la
espera, ni un ápice de resistencia, ni un atisbo de coraje o malestar, qué va;
el clima es pura sumisión encriptada.
Ese trasto de esqueleto rojo nos acerca sin
remisión al mundo civilizado, o sea, al
que cuenta con estación de Metro. Tras
veinte minutos de penitencia, la lata de conservas hace aparición. Se detiene
unos metros antes, suelta a propulsión a algunos valientes que escenifican sin
reparos la escena del camarote de los Marx. Después, acelerón y si te he visto no me
acuerdo. Cinco minutos más tarde se dibuja en la lejanía otra lata; “esta vez
si subo”, me digo. No ha podido ser; un
puñado de avispados se ha situado al inicio de la fila, sin respetar el
orden, porque claro, el mundo de las
normas y convenciones sociales no se hizo a su medida. Y aquí permanece bajo la marquesina el menda lerenda con cara de bobo... y sin baraja de póker.
A la tercera va la
vencida. Después de usar los codos con un invidente y de vencer a codazos a una anciana en la
escalera del latamóvil, por fin emprendo rumbo a uno de los mejores metros del mundo
(Gallardón dixit). ¡Qué emociones me ofrece el
despertar de la jornada!
En el interior de
la sala de torturas (cortesía de la empresa municipal de transportes) se ha hecho la oscuridad y un hedor
indescriptible me lleva hasta las escenas de Rambo II
en las que al pobre boina verde (o lo que demonios
fuese Johnny) un charly
encabronao lo llena de excrementos.
¿Cómo vivir en
Madrid? Día a día.
Pierdes la
decencia, y es de suponer que más
de uno diga adiós a su virginidad a
lomos de esa máquina de estrechar seres humanos. Una señora de grandes rulos
grasientos me ha plantado su pechamen
izquierdo sobre mi codo derecho y no sé qué carajo hacer con él; la situación
es de lo más comprometida. No hay mala intención ni lujuria, resulta obvio, pero la cosa me ruboriza. De cómo han quedado mis zapatos nuevos
después de tres abordajes en sendas
paradas, ni hablo.
Cada
frenazo provoca una orgía de
vaivenes, sensibilidades al rojo vivo, apechugamientos,
hermanamientos de carne. Compartimos el perfume mañanero, racionamos sin pudor
las dosis amenazantes de halitosis.
Trato de trepar por encima de un señor con
gafas, creo que he pisado a un niño. El pequeño se ha puesto a berrear y un
padre enorme con brazos de fontanero me ha perdonado la vida. Soy un gato al
que le han perdonado siete veces la vida durante la última semana. La siguiente
es mi parada, comienzo a creer en los milagros.
Ahora o nunca. Alguien me ha mordido una oreja. No lo soporto.
Me ha parecido ver
a una embarazada en el suelo; no tengo tiempo para detenerme. Además, la última
vez que ejercí de buen samaritano me robaron el abono transportes, que cuesta
un ojo de la cara. Además, yo no estoy para parábolas.
Me coloco el parche, me abrocho el pantalón,
me adecento el ropaje, saco el peine y hago lo que puedo. Alguien ha perdido su
lazo azul. Yo, un par de botones de la camisa y un calcetín.
Siempre suelto
alguna bordería en referencia al espíritu
olímpico de la ciudad, pero la gente -
al menos los que pueden girar el cuello- me miran con caras destempladas.
Finalmente, he logrado bajarme del autobús sano y salvo. Soy uno de los
supervivientes.
Ahora
comienza otra dura prueba: el Metro. Hoy es 1 de agosto, una masa incontrolada
puja por comprar el billetito del mes; la máquina expendedora está averiada.
Qué tragedia. Spain is different . La empleada de Metro,
parapetada tras una luna blindada, tiene
cara de circunstancias. De los tres tornos de entrada, uno no funciona. Coño, hoy la cosa no está
tan mal. La escalera mecánica está cerrada por un cartelito que reza: “Bajen
por las escaleras”. Lo de pedir disculpas por las molestias deberá aguardar.
En
el andén somos legión. Nos garantizan
que en apenas cinco minutos llegará el siguiente tren. Así es, cumplen
religiosamente lo anunciado. Eso sí, en hora punta, en esos cinco minutos una
manada enloquecida asalta cada día las instalaciones del Metro repartiendo
legañas y otros posos del descanso nocturno.
El tren viene
atestado, repleto. Transporta a unos
extraños seres sudorosos. Al entrar hemos arramplao
con una ancianita que debía bajar en esa estación; deberá dar la vuelta en la
próxima, y suerte tiene de conservar intacta la mayor parte de su dentadura
postiza. Los extraños seres han resultado ser personas. Una mutación provocada
por las altas temperaturas se ha cebado
con ellas. Me temo que yo no escaparé. El vagón es un horno. Me han vuelto a
morder la oreja. No lo soporto.
Hay
falta de espacio. Un tipo con bigote y yo parecemos siameses. Somos siameses,
no hay duda. Una chica se ha desmayado;
dos tipos afables la rescatan y la sacan con dirección al andén. “Tengo la
regla”, comenta justo antes de volver a perder la consciencia.
En realidad, ella es la excepción que confirma la regla. Cualquier día nos
desmayaremos los miles de ciudadanos que viajamos en esos trenes sin aire
acondicionado.
La
marea humana me ha desplazado contra mi voluntad y ahora me encuentro lejos de
las puertas. La próxima es mi parada, pero ¿cómo le digo a esta señora de gran
escote que sea tan amable de dejarme pasar? Creo que he elegido la peor
opción, a tenor de los ladridos que ha
emitido ese ser con bigote y trenzas. Me ha dicho que me coja un taxis, que soy un señorito.
También ha tenido palabras de cariño para mi padre. Le he devuelto el cumplido
sin advertir la presencia de un mamut que debía ser su marido. He escapado por
los pelos.
Creo que me he
enganchado el bajo de un pantalón y unos flecos se derraman ahora cada vez que
doy un paso. Estoy agotado. Aún me quedan escollos por salvar. Realizo el
trasbordo junto al resto de penitentes. Parece el día del Juicio Final.
En el nuevo andén las cosas han mejorado, ya
no temo por mi vida. Llega el tren; éste si cuenta con aire acondicionado. Eso
sí, el magreo no me lo quita ni Dios. Miro de reojo por si aparecen el mamut y
su señora.
Por
fin llego a Plaza de Castilla. La salida de esta estación es como una eterna
repetición de la apertura de puertas de El Corte Inglés en el inicio de las rebajas.
El señor de bigotes cuya cabeza permanecía pegada a la mía me ha adelantado por
la derecha. Salgo a los andenes de los autobuses... Dios, ¿han hecho huelga hoy
los conductores? ¿Están celebrando el fichaje de Robinho
y han cerrado la Cibeles? ¿Qué coño pasa hoy aquí? ¿Qué es todo este gentío? Un
acordeón humano se mueve a espasmos. Sálvese quien pueda. Miles de periódicos
gratuitos empapelan el mugriento suelo, que yace herido por miles de pisadas
que buscan el hueco milagroso, el atajo mañanero, evitando la zancadilla de la
competencia. No hay orden ni concierto; el andén que me corresponde es un matadero, una
anarquía improvisada, no hay respeto que
valga. Es la ley del más fuerte, del más caradura, puro Nietzsche.
Si el alemán viera esto añadiría detalles a su máxima: “Dios ha muerto,
tratando de coger el autobús en la Plaza de Castilla”.
Tengo
una reunión, así que no hay piedad. Empleando toda mi gama de codazos, todo el
repertorio de movimientos de autodefensa y un juego sucio sin límites he
conseguido encaramarme al segundo autobús. He triunfado. Sí, he perdido las
gafas de sol, pero ¿y qué? Han cortado los carriles centrales de salida y
entrada a Madrid. El caos es morrocotudo, tremendo, tremebundo. A estas
alturas, necesitaría volver a pasar por la ducha para estar presentable en la
reunión. Por fin, dos horas después de comenzar la aventura, llego a la
oficina. 120 minutos intensos en los que me dio tiempo a maldecir
a alcalde, acordarme de la presidenta de la Comunidad, del concejal de urbanismo, de Ana Botella –por si
las moscas tiene algo que ver- y de otros pastorcillos de un belén que
necesita un ejercicio de exorcismo. Que me dejen a mí el agua bendita, la
estaca, los ajos y termino en un periquete con la vampirización
de nuestra ciudad. Justo al bajar del autobús me han vuelto a morder la oreja.
Y así como el que no quiere la cosa... me ha dado gustirrinín.
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