El mejor de los sistemas 

       Ayer me levante con muy buen pie, feliz, enérgicamente optimista, radiante, animado y con gran vigor. Pero fue dar dos pasos y, zas,  me resbalé, metiéndome un leñazo de mil demonios. Así que regresé sin más al desánimo candente que me reconcome. Me han salido dos calvas en la barba. No sé si será el estrés o si se trata sencillamente de mi inadaptación al medio. Pongo la tele y me quemo, compro un periódico y me irrito, enciendo la radio y me deprimo, salgo a la calle y me cruzo con César Vidal. Sé que no soy nada original al decir esto, pero ¿qué he hecho yo para merecerme esto?

       La semana pasada estuve charlando con un primo lejano que, además, venía de muy lejos (de París, para más señas). Tiene 17 años y se marcó un discurso de no te menees sobre el capitalismo. Y encima, repasando algunos episodios de la historia de España. Anda, pregúntale aquí a un chaval de 17 años por la historia de Francia, verás. Me decía que el sistema no era bueno, pero que era quizá el menos malo, argumento trillado donde los haya, ciertamente. Le invité a que echara una mirada al sur. Le dije que esa interesada adaptación quevedesca del “ande yo caliente y ríase la gente” no me vale.  Es un tío inteligente; espero su respuesta.

       Son muchas las plumas que estos días esculpen en las columnas de los  diarios semblanzas del éxito del sistema capitalista. ¿Esculpen o escupen?   Abundan los autores encantados de haberse conocido, dispuestos a defender con uñas y dientes su modo de vida, sus ingresos y sus privilegios. Nadan a favor de corriente. Por decirlo de otra manera, van en un yate y prefieren abrir una botella de champán  a perder un instante de su lujosa vida en salvar a los náufragos de una maltrecha patera.

       La visión y concepción de este sistema como el mejor posible o como el menos malo pasa por encima del sentimiento trágico de la realidad que tenemos quienes creemos que merecemos un mundo mejor. Hoy te insultan llamándote idealista.

       Me enredo en las páginas de un periódico y una melancolía sumisa da paso enseguida a una deprimente sensación de impotencia. El mejor sistema posible permite que más de 2.600 millones de personas carezcan de instalaciones sanitarias suficientes;  consiente que más de mil millones de personas en el mundo consuman agua no potable (son datos de OMS y  UNICEF). El mejor sistema posible no evita que la diarrea cause la muerte a 1.800.000 personas cada año (la mayoría,  menores de cinco años). El menos malo de los sistemas garantiza la existencia de  casi cuatro millones de personas esclavizadas en todo el mundo (datos de Manos Unidas).

       Y en nuestro privilegiado hábitat, el mejor sistema posible no hace nada por evitar que el precio de la vivienda suba 4,5 veces más que los salarios desde 1998; nada porque  el sueldo real de los trabajadores españoles baje a niveles del año 1997,  ya que esto obedece a una “compensación de la economía para contrarrestar los efectos de la caída sistemática de la productividad media por persona”. El ser humano como mercancía, ¿les suena?

 El mejor sistema posible logra, además,  que en España los menores de  30 años sean  los más insatisfechos con el trabajo, debido a los sueldos bajos, los horarios abusivos, la creciente dureza del trabajo, y la escasa estabilidad laboral.

El menos malo de los sistemas permite al pentágono reclutar en el Ejército más bélico de los últimos 60 años a  los malos estudiantes del país.

       El mejor de los sistemas es capaz de hacer caer  a un fabricante de sueños e ilusiones como Jesmar en una suspensión de empleo. La empresa fabricante de juguetes adeuda a 100 empleados las pagas de mayo a junio y la parte proporcional de las vacaciones, según los sindicatos. El trabajo, qué gran paradoja, es en este caso un juguete roto.

       Cierro el periódico. Es la menos mala de las opciones que me quedaban por hoy. Mañana intentaré no resbalarme al levantarme. Y no acudiré al kiosco. Me han salido dos calvas en la barba.

 

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