Nunca he creído en
esa máxima del servilismo comercial que asegura que el cliente siempre tiene la
razón. La he cuestionado día y noche. De cualquier forma, la obsesiva búsqueda
de la maximización de beneficios y la
falta de escrúpulos de muchos empresarios le han dado matarile a la máxima. La
han degollado escrupulosamente con nocturnidad y alevosía. Han llevado a los consumidores al otro
extremo. Las dosis de estoicismo se venden ya en las farmacias en pequeñas
capsulitas. Son ideales para las visitas
a Hacienda, a Correos y al INEM. Las recomiendo, ahora que lo que nos toca es
sufrir el imperio antagónico que marca la pérdida absoluta de nuestros derechos como consumidores. Yo, al menos, me
siento pisoteado a diario. Si voy al médico de la Seguridad Social, entro con
una hora de retraso; si voy al médico de una sociedad privada, creo estar
enfrente de un prestidigitador que mediante un truco de chistera y dos
requiebros evita hacerme unas pruebas de enorme valor para mi salud y gran coste para la empresa que le paga. Lo
segundo, generalmente, prima sobre lo primero y se me pone cara de tonto. Los
tipos tratan de evitar hacerte pruebas caras. Claro, están para ganar dinero,
no para ejercer de buenos samaritanos. Montesquieu habrá muerto, pero es que el
cadáver de Hipócrates no lo entienden ni los mendas
del CSI.
La semana pasada
asistí embobado a una escena digna de los hermanos Marx.
En la tercera planta de una clínica privada de Madrid un paciente se acercó a
una empleada del centro para darle los resultados de una analítica que
pertenecían a otro paciente y que habían terminado en un sobre inadecuado – o
sea, el suyo- por negligencia o despiste
- vaya usted a saber- de otro empleado
del centro. La empleada le dijo al paciente que ella no podía hacer nada y que
debía llevarlo a la segunda planta, a la ventanilla de información. “De ahí vengo,
pero es que está cerrada”, contestó el buen hombre. Ni por ésas; la empleada
insistía en que eso no era cosa suya y aún tardó en aceptar a regañadientes la
información confidencial de un paciente al que le entregarían seguramente un
sobre vacío. Su sobre, su diagnóstico, sus resultados, su documento privado
estaba recorriendo un largo camino a
lomos de la desidia, la falta de
profesionalidad y el meneíto circense de una
enfermera pasota. Fue una actitud sanitaria realmente insana.
Otro lugar
emblemático a la hora de sacar de quicio a los clientes es el banco. Con
ellos tú te lo guisas y tú te lo comes,
y encima pagando cada vez mayores comisiones. Te sacan las entrañas en un abrir
y cerrar de ojos. Por pagar, pagas hasta el franqueo de las cartas que te
envían a casa. Aunque, seamos positivos, luego está el programilla ése de
puntos, que te puede hacer feliz simplemente por pagar tus compras con la
tarjeta de tu entidad bancaria. Una gozada: cuando te hayas gastado 36.000
euros van y te regalan, así como el que no quiere la cosa, un paraguas o un
cenicerito la mar de mono. Filantrópicos que se ponen, oiga. El mundo al revés:
los atracadores se refugian tras cristales blindados. El mundo al revés: el
banco de Botín muestra los carteles publicitarios de su nueva hipoteca con el lema “Revolución”
en grandes letras rojas. Usura científica. Hipotecados del mundo, uníos. Ya me
he calentado. Lo del transporte público lo dejo para otro día, eh, que ya me
está saliendo el sarpullido, indicador exacto e inequívoco de que el nivel de
mala hostia está superando los niveles
máximos permitidos en la sangre.
Vámonos al fútbol, otro espectáculo en el que el cliente siempre tiene la razón. En los
estadios de fútbol proliferan desde hace
décadas palurdos que se
creen con el derecho de insultar
a la madre de sus ídolos cada vez que éstos pierden un partido. Consideran que
el hecho de pagar una entrada les procura sin remisión la pulserita del “todo
incluido”. De la madre del árbitro, ni
hablamos. Amparados en la muchedumbre y cobijados bajo el manto de la permisividad de los que debieran ser
garantes de la seguridad de los
estadios, algunos lanzan objetos y escupitajos a los jugadores visitantes cada
vez que se acercan al banderín del corner. Nadie les exige que rindan cuentas.
Los listos se creen que a la afición hay que darle siempre la razón, como a los
tontos. A Florentino Pérez pocos se atreven a llevarle la contraria. El gestor
del Real Madrid le echó un pulso a José María García, y el caudillo de las
ondas radiofónicas españolas terminó como Ícaro. Llevo años desgañitándome en
tertulias balompédicas para advertir de la ruina que se cierne sobre el Real
Madrid. No van a dejar ni el epitafio. El Madrid me recuerda a Nueva Orleáns
–discúlpenme la frivolidad-: se ve venir, se ve venir, pero nadie hace nada
para evitarlo. En menos de tres años el club madridista,
que ya ha jubilado a Luis Figo, se quedará sin Beckham y sin Zidane. La broma mercadotécnica le habrá salido cara a Florentino, que deberá renovar el gasto en fichajes. Se
enfrentará a un problema: no hay más ciudades deportivas que vender en pleno
Paseo de la Castellana. Y que nadie se sorprenda cuando se ponga en venta el
Santiago Bernabéu.
Como a tontos
trata a los consumidores ese fabricante
de cigarrillos que se anuncia a bombo y platillo con un eslogan peregrino: “Enriquezca su vida”. Lo más
triste es que hay quien va y pica. Es una adicción en carne viva: fumar para perderlo todo;
fumar para morir, mientras otros se
hacen ricos. Al final, por completar el álbum con los puntos de las etiquetas
de las cajetillas acabarán regalando un nicho y un sepelio en condiciones.
“Eso es una
tontería de nada”. Cuántas veces hemos
escuchado esta mágica frase que le resta importancia a un acontecimiento, o que
es capaz de paliar la magnitud de una
acción quizás desafortunada. No deberíamos utilizarla ante la reciente y creciente actitud de escamoteo que emplea Telecinco
con sus espectadores. En los informativos de esta cadena les sisan sin la más
mínima pulcritud las parcelas de información de las que no pueden sacar tajada.
En el tiempo dedicado a la información deportiva sacan pecho con la Fórmula 1:
Alonso para aquí, Alonso para allá, Alonso de perfil, Alonso de frente, una
mueca de Alonso. La selección española de fútbol se juega esa noche su clasificación para el Mundial de
Alemania, pero el editor del informativo de Telecinco
lo silencia. También se produce un mutismo absoluto acerca del ganador de la
etapa de la otrora trascendental Vuelta ciclista a España. ¿Hay que contratar a
periodistas o a trileros? Si hay una palabra que
resuma ética y profesionalmente esta actitud de siseo es “vomitiva”. Se
silencia consciente y deliberadamente la actualidad informativa. La información
es, finalmente, un brazo articulado más
del mecano del marketing. Agag sonríe, y todos tan
frescos. Pues por mí, como si a Alonso de la dan el Príncipe de Asturias. O como si le hacen profesor de Georgetown, mire
usté.
Cara de gilipollas se te queda cuando ves a unos críos gemir hasta la muerte. Sólo quedan en tu recuerdo los destellos de unos ojos acristalados por el sufrimiento. Mueren por culpa de una encefalitis. Son indios. Una vacuna les salvaría la vida, pero las autoridades no disponen de medios. Se trata de seres sin recursos. ¿Ayuda internacional? No seamos ilusos, las castas son las castas. No son de la nuestra, aunque cuando muramos, a nosotros nos brillen los ojos exactamente igual que a ellos.
Cara de pringao se le quedó a mi hermano la semana pasada en un
centro comercial de Ikea. Sintió que le estaban
tomando el pelo y puso una queja. No pudo ser más acertada. En la hoja de
reclamaciones puso: “Cuando a ustedes se les reclama algo, se hacen los
suecos”.
Hablando de
decoración: solamente un tonto podría creerse que ese polifacético y afamado escritor y redecorador
de la Historia es capaz de producir best-sellers
como churros sin recurrir a la magia negra. Él pone la semillita y otros le
recogen el algodón. Las estanterías de las librerías están repletas de sus
obras. Lo más curioso es que suele colocar cada mes varias de ellas en el cajón
de las novedades. Es la locomotora humana, el escribano compulsivo, el expreso
parroquiano, un tres en uno de órdago. Reparte volúmenes de forma
epiléptica. Los días para él tienen treinta horas. Acaba un ensayo con la mano
izquierda mientras escribe el segundo capítulo de una biografía con la derecha.
Tiene tiempo para dejarse ver y hacer oír. Está lo que se dice en la onda. Su
insultante promiscuidad le permite hacer extras como colaborador en el abecé
del periodismo y pescar en la Red con absoluta libertad. Una cosa es eso de “a
río revuelto, ganancia de pescadores”, y
otra muy distinta utilizar redes de arrastre y merendarse sin remilgos a los pezqueñines que se te cruzan por delante. Él nunca sacia su
mefistofélica hambre, degusta premios literarios en cada sobremesa. Ya se sabe:
en determinados ambientes los premios se cambian como los cromos. Este hombre es un pulpo repleto de
tentáculos, un misterioso ser, un naranjito, verdadera mascota del liberalismo
a ultranza. Es un sacerdote sumo por
partida doble. Es dos veces sumo, o sea.
Complace los intereses editoriales.
Idolatra a la virgen de Quintana.
Recibe apodos que mezclan su ingenioso
porte de Jabugo y su frenético compás vital. Todo
siempre refrito en la inigualable
celeridad de su infatigable pluma. No diré hoy su nombre. La verdad es
que el tipo es un hiperactivo, un sargento de hierro del ejército que le paga.
Las cosas como son. Al césar lo que es del césar.
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