¿Cómo demonios
vamos a ser los españoles iguales ante la ley si no lo somos ante un simple
semáforo? Nuestra vida camina en esa glorieta o en aquella circunvalación, se
desenvuelve en una autovía o se detiene momentáneamente ante una señal de ceda
al paso. La luz verde alumbra los instantes felices, el color ámbar avisa de
los peligros y de las situaciones de emergencia, y el rojo delimita vorazmente las
distancias, las clases, las castas. Usted y yo nos detenemos ante el imperativo
de un semáforo cerrado. Es una orden. Saltarse la norma podría conllevar una
multa, correr un riesgo, la muerte. A
veces la vida se vive al esprint y entonces la
demencia de la irracionalidad hace que creamos que al saltarnos un
semáforo estamos siendo más listos y dinámicos que quienes respetan
las convenciones y las normas. Las muerte es una
sanción que no hace distinciones de clase, pero las sanciones que establecemos
los humanos se mueven por la senda de la incoherencia y del desplante a la
razón.
Si supuras dinero por las orejas te la trae
floja que te claven 300 euros de multa, pero a un becario, a un joven esclavo
de las ETT o a cualquier hijo adoptivo de la CEOE esa cantidad le puede
provocar una úlcera espiritual de no te menees. De lo que se deduce que los millonetti
de turno se pueden permitir el lujo de saltarse a la torera el código de
circulación y ni siquiera se despeinarán.
La vida es un semáforo, sí. Rojo, amarillo y
verde, cantaban los payasos de la tele. Yo hoy me siento un clown
sin espíritu ni destreza para hacer reír. Mi único mobiliario hoy es una silla,
como la de Charlie Rivel.
Sí, como aquel genial payaso, hoy tengo
ganas de llorar y hacer pucheros ante la plaga de reptiles, solitarias,
comadrejas, pelotas, zascandiles y lameculos que han
aflorado en los últimos días. Las sanguijuelas y las babosas bailan al son de la celebración,
mientras los caracoles del tardofranquismo sacan sus
cuernos al sol de la desmemoria y la insidia. El Olimpo es hoy un lodazal de
chusma sin escrúpulos.
El
semáforo está en rojo y los peatones celebran en el paso de cebra la estupidización sin ambages ni límites. Es la happy-hour del surrealismo. El
miedo se aloja en las entrañas del
periodismo. Los periodistas se ven obligados a pulir con pulcritud cada
centímetro cuadrado de información. Otros lo hacen voluntariamente. Son los
marineros del resentimiento. Se someten
al examen inflexible del protocolo. El periodismo es hoy más que nunca una escuela de vasallaje. La crítica se
tambalea en la barra de un bar, al lado de una puta a la que se le ha corrido
el rimel de tanto llorar sus penas. Los dos comparten la pereza de un chute,
buscándose las venas para continuar a lomos de un caballo salvaje.
Hay
quien contempla el nacimiento de la hija de los príncipes de Asturias como un
refuerzo y un asentamiento de la democracia. Lo proclaman con la boca llena de
vanidad y orgullo patrio. Ese
diagnóstico no es más que una felación ideológica
altamente servicial. Los cantamañanas han salido a pasear con su varita mágica
y su máquina de paralizar las razones y el entendimiento. Las pirañas bailan en
el bidé de la burguesía. La secta de los hombres poderosos se sitúa ante el
relevo generacional de la Casa Real. Abundan los codazos. Se preparan para
un nuevo agasajo, para adorar a los
continuadores del favorito de Franco.
El
pelotilleo es un gran eructo nacional. El televisor
escupe hoy patetismo. La tontería es la nueva la fiesta nacional. ¡Vivan los
tontos! Saludemos con reverencias a la
diosa tontuna.
La
vida es un semáforo. Estoy parado, en mi coche,
quieto ante el imperativo del rojo. Unos señores de negro me rodean, me
hacen señas para que me eche a un lado. Policías municipales toman el cruce y
detienen el tráfico. De pronto, una larga caravana de coches oscuros, blindados
y de lujo sobrevuela la escena a velocidad de vértigo. Todo se detiene para
ellos, todo se controla para que no tengan que detenerse ni esperar el turno.
La escolta incluye más efectivos de los que yo he visto en mi distrito, sumando los últimos quince años. No sabía que
había tanto policía en mi ciudad. La comitiva no se ha detenido ante el
semáforo rojo. Los peatones han aguardado en silencio el desfile de los seres
superiores. Alguna señora incluso ha aplaudido. He visto esa escena en una
película de Berlanga. He visto esa escena otra vez en blanco y negro. He
advertido la docilidad en los ojos de los peatones. He visto la luz... roja.
¿Adónde
irían con tanta prisa? ¿Por qué esa urgencia? ¿Por qué gozan de esa
preferencia? Quizá acudían a celebrar el nacimiento de una nieta, de una
sobrina, de una primita. El semáforo en rojo
no puede resultar un impedimento para las castas superiores, para la
punta del iceberg de la España grande e indivisible, para el busto que recala en los sellos de las carta que van a los buzones del
poder. Estando embobado en la rutina del
recuerdo no he advertido que el semáforo se ponía verde. El claxon de los coches me recuerda el significado de los colores.
Verde es la esperanza, pero yo hace tiempo que la perdí. Me he bajado del coche
y me he perdido en un parque de columpios, niños y chachas
sudamericanas. Ellas comparten cobijo en la gran ciudad con compatriotas del
olvido y de pobreza solidaria. Alquilan
los pisos y los comparten con otros matrimonios, poniendo en cuarentena su intimidad. El eco
de los cláxones de los coches me resulta
indiferente. No volveré a por ese vehículo. Mi vida es un semáforo en ámbar. Me
estoy pensando si me salto el semáforo de la compostura o si freno en seco y me
refugio en la cobardía del silencio. El código de circulación en este mundo
viene impuesto por depredadores, gente sin escrúpulos que está dispuesta a exprimir al prójimo. Que piten, no quiero
volver a ir en coche.
Continúo
caminando hasta llegar a la clínica donde ha tenido lugar el feliz
alumbramiento. En mi casa utilizábamos la palabra parir, pero claro, ni
siquiera el ginecólogo se atrevería a
poner a parir a la princesa de Asturias así como así. Vivimos ante el
eufemismo constante que acompaña a la sangre azul y el hematocrito de los
buenos modales.
Una señora dice ante una cámara de Telecinco
que quiere mucho a la familia real. Qué suerte, le sobra amor. A mí me falta.
Estoy por pedirle una dosis. “Señora, ¿no le sobrará a usted un poquito de
cariño? Como he oído que decía usted
que...” La señora me ha mandado a la mierda.
El
desfile de personalidades es incesante. Las máscaras brillan con la plata de la
lluvia. Debe ser gente de postín, porque les abren la puerta del coche. Quizá
tengan una peligrosa hernia y no deban hacer esfuerzo. Claro, por eso les
sujetan el paraguas.
Oigo
en la radio que el Sevilla F.C. ha hecho socia de
honor a la pequeña recién nacida. Y digo yo: ¿tanta falta les hace ser tan
pelotas? ¿Por qué no premian a un niño sevillano de un barrio desfavorecido?
¿Por qué no repartir entradas e ilusiones entre los más necesitados? Demonios,
¿de dónde sale tanta complacencia, de dónde nace tanta sumisión, de dónde tanta
necesidad de arrodillarse, de dar palmaditas en la espalda, de presentar los
respetos, de bucear en el sometimiento?
Los
regalos se acumulan en el trastero real. Son miles de presentes, recibidos de
empresarios, empresas, organismos oficiales, partidos políticos, instituciones,
clubes deportivos... Muchos, por cierto, abonados con dinero público. Pocos de
los monstruos agasajadores se rascan el bolsillo. Para eso está el populacho,
el heredero del proletariado. Me llama la atención especialmente que el equipo de gobierno del Ayuntamiento de
Oviedo, del PP, anuncie que propondrá al pleno nombrar hija adoptiva de la
ciudad a “Su Alteza Real la Infanta Doña Leonor”. Pero coño, ¿es que no se requiere ningún
mérito para que te distingan con ese reconocimiento? Llego a casa y buceo en
libracos antiguos, redes de datos y otros objetos en desuso. Encuentro en el
Boletín Oficial del Principado de Asturias
el reglamento para la concesión de honores y distinciones del
Ayuntamiento de Oviedo. El artículo 3º
incluye los siguientes apartados: 1. La concesión del Título de
Hijo Predilecto de Oviedo, sólo podrá recaer en quienes, habiendo nacido en la
ciudad, hayan destacado de forma extraordinaria por cualidades o méritos
personales o por servicios prestados en beneficio u honor de Oviedo y que hayan
alcanzado consideración indiscutible en el concepto público.
2. La
concesión del Título de Hijo Adoptivo de Oviedo podrá otorgarse a las personas
que, sin haber nacido en esta ciudad, reúnan las circunstancias señaladas en el
párrafo anterior.
El artículo 4º
añade: Los Títulos de Hijo Predilecto y Adoptivo constituyen la mayor
distinción del Ayuntamiento de Oviedo, por lo que su concesión se hará siempre
utilizando criterios muy restrictivos.
¿Alguno de los
serviciales políticos, precoces padres
de la propuesta, podrían decirnos dónde residen en este caso los méritos
personales o los servicios prestados en beneficio u honor de Oviedo? ¿Os es que
la ley, la normativa y el semáforo no
los mismos para todos los
españoles?
Y es cierto
que el Artículo 22º apunta: “Los Honores que la Corporación pueda otorgar al
Rey no requerirán otro procedimiento que la previa consulta a la Casa de Su
Majestad, y en ningún caso se incluirán en el cómputo numérico que como
limitación establece el presente Reglamento”. Pero tal y como su padre ha
reconocido, “no ha nacido una reina, sino una infanta”, y el artículo no hace
mención a miembros de la familia real. ¿Qué persiguen, pues, estos cantarines de obediencia férrea y ciega
al poder establecido? ¿Qué esperan, un detalle, una carta de Su Majestad, un
apretón de manos, un instante de felicidad?
Miles de ovetenses se han dejado la piel a lo
largo de la historia trabajando, sacando adelante sus negocios en la ciudad,
sus familias, sus granjas, sus huertas. Esos parecen no haber hecho méritos
para convertirse en hijos predilectos de su ciudad. No, para los agasajos ya
están esos tipos cuyo gran mérito estriba en conducir bólidos a velocidad de
vértigo en circuitos cerrados. Son los ovetenses quienes deberían cantarle las
cuarenta a sus necios y oportunistas mequetrefes políticos. Pero a estas
alturas parece que el mal ya no tiene remedio.
Me voy a
acostar. La vida es un semáforo.
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