Preludio

 

La cita es a las 22 horas. Es un reto más que una cita. Un momento cumbre en la vida de un crítico. Como diría Jesulín: “No sé, es como un toro, ¿no?”. Así es. Los nervios se funden con la fría intranquilidad; una sonrisa de angustia decora mi rostro desajustado; la indecisión devora lo cotidiano de cada noche. Ahora o nunca, pienso. Estoy hecho un flan. Me preparo una tila, no quiero saber nada de otros medios o métodos para decelerar esta arritmia cobarde. Estoy presa del pánico. Comienzo a sudar. No es para tanto, procuro tranquilizarme con monólogos rebozados en falsedades. Sé que me enfrento a un elemento peligroso, a algo duro, difícil. No hay piedad, parece decirme el maldito eco de lo desconocido. ¿Quién me manda a mí?, me repito una y otra vez. ¿Y si mañana le escribo a Javier y le digo que se me estropeó el televisor? Claro que, viviendo al lado de mis suegros no hay excusa. ¿Pero conocerá Javier este detalle? Tengo una responsabilidad con los lectores. Con los lectores. Sí, lectores, ¿qué pasa? Bueno, mi madre no se pierde ninguna de mis críticas... casi nunca. ¿Y si me tomo una valeriana? ¡Joder, que no es el fin del mundo! ¡Que hay mucha gente que vive con ello! Incluso hay masoquistas. Tiene sus adeptos. Que sí. ¡Y fans!

Se acerca la hora. Ser o no ser. ¿Y mi cerebro? ¿Y mi salud mental? ¿Y mi futuro? ¿Y mi credibilidad? No me atrevo. Ya está, no me atrevo. Mañana le digo a Javier que hubo un apagón en el barrio. Vaya, pero si vive aquí al lado. No colará. ¿Y si plagio? ¿O le entrego algo de lo que escribí el año pasado para mi colección particular de inéditos? ¿Y si me declaro en rebeldía? ¿Una baja psicológica? ¿De maternidad? ¡Qué digo de maternidad!

 No sé si habrá alguien allá arriba. Mejor dicho,  sé que no hay nada ahí arriba. ¿A quién me encomiendo? Quedan tres minutos. No puedo. No. Se acabó. No pienso hacerlo. No me van a dar el Pulitzer. Ni siquiera me felicitarán. ¿Acaso alguien apreciará este acto valiente? ¿Por qué? No quiero. No puedo ni quiero. Soy un cobarde. Conozco a decenas de personas que lo han hecho. Pero es que... La salud, la salud. La salud es lo que importa. ¿Por qué hacer algo que perjudique mi salud? ¿Qué gano yo? Y encima en la página de Javier Ortiz, que ni siquiera me felicitó esta Navidad. Ya está, como no me felicitó en Navidad, no lo hago. No. ¿Pero qué narices tiene que ver el tocino con la velocidad? Hmm... Pues sí, pues sí, eh, una carrera de cerdos. Sí, una carrera de cerdos, el tocino con la velocidad, y ya está, no lo hago. De ninguna manera. Mira cómo sudo. ¿Merece la pena arriesgarse?

        Un minuto, me va a dar algo. Puñetero televisor. Mira qué desafiante, ahí con esa pantalla llena de polvo, apagada, reflejando una figura deforme que tirita. Me invade el pánico. Ha llegado la hora. No te lo pienses, Marat. ¡Marat!, pero si es que hasta el nombre es estúpido. ¡Un respeto, que estás hablando de ti mismo! No sé lo que digo. Diez segundos, nueve, ocho, siete...

Lo prometí, un día lo prometí,  y mi palabra tiene el valor que le den mis acciones. He de ser consecuente, ha llegado la hora. La hora de ver “Ana y los siete”.

Adiós mundo cruel.

Órdago audiovisual

       

Esta agonía va a alargarse. TVE no es puntual. El periódico dice que la serie de Ana Obregón (joder, en la que me estoy metiendo) empieza a las 22 horas. Ya son las malditas 22 horas, y están echando anuncios. Me venden la película de Harry Potter, unas pizzas (gracias, pero ya he cenado); ropa deportiva (esto debe ser publicidad selectiva, porque conocen mi sedentarismo rampante); me invitan a irme a Asturias en un anuncio en el que han matado de cansancio a un perro con el dichoso palito, lanzándoselo de un lado a otro como posesos. Vale, ahora lavadoras (¿y qué hago con la que tengo?); gotas para los ojos, pañales (espero no volver a llevarlos nunca); galletas con chocolate (una desconcertante acidez ataca mis tripas, no sé si es el anuncio de las galletas o los nervios de la cita). Ahora caramelos, libros de bolsillo, yogures con bífidus activo; más yogures; un coche, un disco patrocinado por una petrolera... ¡Y la información meteorológica! ¡Ahora el del tiempo! ¡Toma isobaras para la espera!

Me preparo otra tila.

Se acabó, llegó el momento... ¡Más anuncios! ¡Más anuncios! Otra vez el disco patrocinado por la empresa de carburantes. Ahora crema y productos dermocapilares. 

Ya está, ya está. “Ana y los siete”. Diez minutos de serie y vuelta a los “consejos publicitarios”. Esta vez me ofrecen una guía de carreteras (tendré que sacarme el carné de conducir); una revista del corazón; una hipoteca (ahora sólo me falta el piso); un concurso de mensajitos del móvil; gafas de sol (todos los años cambian la moda, ¡serán capullos!); cremas antiarrugas (sus mu...); cerveza (vaya, ahora que me había levantado a por el yogur con bífidus activo); crema para la piel; una crema para la vagina; pasta precocinada; arroz (vuelta a la acidez); otro coche; más pizza; ¡otro coche! Ahora, nada, una montaña rusa de un parque de atracciones... ¡Qué cosita más mona! Una colección de piedras preciosas con su correspondiente fascículo, que termina en culo, como todo el mundo sabe. ¡Más yogures! (¿es una tomadura de pelo?); un musical. De nuevo las gafas de sol y antes de volver a ver a Ana...  ¿Lo adivináis? Y-o-g-u-r-e-s. Sí.

        La tila se me ha enfriado. ¿Y la serie? Iba a decir que la idea, el concepto, el argumento, la escenificación, todo, absolutamente todo es infantil. Pero seamos justos, ¿qué culpa tendrán los niños?

        Y encima el yogur me ha sentado como un rayo. Serán los bífidus y la madre que los parió.<

 

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