Próxima estación:
Esperanza
¡Y pensar que le montaron una persecución inquisitorial al bueno de Manu Chao por utilizar la voz de los locutores del Metro de Madrid en una de sus canciones presentando lo que no era sino un avance del futuro! Esas voces eran como una especie de arcángel anunciando la siguiente estación, dejando entrever, en definitiva, que Esperanza acabaría por ser la siguiente estación. Groucho Marx se hubiera bajado en ella. Bueno, el genial Julius Marx se hubiera bajado del mundo, pero ganaba demasiado dinero con ese humor surrealista. Harpo, su hermano silencioso y modelo capilar inspirador de David Bisbal, también ganó lo suyo, aunque no se hiciera oír nunca más que a través de una bocina. Harpo jugaba con los gestos, no con las palabras. Muchos madrileños con derecho a voto han sido un poco Harpo en las recientes Elecciones. Han callado. No sabían y, por lo tanto, no han contestado. Pero eso en sí era ya todo un gesto.
La filmografía de los hermanos Marx es un canto épico que se inscribe de nuevo en nuestra historia más reciente. Tamayo se fue pitando desde la Asamblea hasta el hotel de los líos el día de la traición; Madrid le ha mostrado a Esperanza Aguirre su amor en conserva; Simancas soñó un día en las carreras y perdió todo cuanto apostó; el recuento de los votos fue toda una tarde en el circo, con mesas arlequinadas procurando las risas de quienes se conocían vencedores; el menú racionado para los electores fue el pasado domingo esa sopa de ganso, administrada cucharada a cucharada, como los datos del recuento, como ese escrutinio espasmódico.
Alberto
Ruiz-Gallardón, tenor popular, tiene esas cejas de Groucho, descomunales
(el hilarante Marx se las pintaba, creo que con
betún), asustadizas, hiperbólicas. Pero el alcalde de Madrid no se atreve con
un bigote como el de Groucho. Claro, resultaría demasiado parecido
exteriormente a José María Aznar, lo cual no es del agrado de don Alberto, por
más que compartan formas, deseos, actitudes, admiraciones y sueños.
Cuando le preguntan a muchos madrileños su opinión sobre Ruiz-Gallardón, se les viene a la cabeza la faraónica empresa emprendida por éste en el Metro de Madrid. Encarnando a un Ramsés cualquiera, el presuntamente moderado Gallardón (prescindamos del Ruiz) ha multiplicado los kilómetros de raíles, las estaciones, los puntos desde los cuales la mano de obra barata puede acudir presta y veloz, sudada y melancólica a la fábrica o a la oficina. "El mejor Metro del mundo", se apresuran a decir los más entusiastas, como si conocieran todos los del mundo.
Cuando se piensa en Gallardón, a uno le viene a la mente esa imagen del ahora alcalde de Madrid oculto bajo un gran casco blanco de albañil, escoltado por señores de traje que saltan de piedra en piedra para evitar mancharse los zapatos. Pues bien, este Eiffel del Madrid actual se presenta ante los madrileños en la noche de la victoria y ante un rojerío cautivo y desarmado comienza a realizar un ejercicio de muecas anunciando la victoria de su compañera Esperanza. Gallardón manejaba los datos que nadie más que él tenía, reservándose así el jolgorio del chascarrillo, el corte de mangas a los hermanos marxistas, el guiño final, el susto de muerte, la huella de Atila, el post scriptum.
A falta de
conocerse casi un seis por ciento del escrutinio, el alcalde, el presidente en
funciones, el hombre de las grandes cejas sin
betún, le arrojaba el jarro de agua fría a la izquierda del desánimo y de
las victorias morales. Fue una muestra clara y evidente de que sabía algo más
en ese instante. ¡Vaya si lo sabía! Como lo sabía Ana Mato. ¿O debemos pensar
en una corazonada? ¿Quizá una visión, un poder extrasensorial que la
tranquilizaba? ¿Quizá una aparición mariana calmó el avatar de su inseguridad
ante esos datos intrigantes e intranquilizantes?
¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Por qué estaba tan sonriente Ana Mato cuando los resultados abofeteaban la jeta de los populares? No habrá explicación en esta representación del Rigoletto.
El bufón
continuará con su trabajo para agradar, para que salga el Gallardón de turno a
clavar el estoque en la desesperanza de las hordas marxistas. "Saborea el
caramelo, populacho estúpido, hasta que des con el veneno que contiene en su
interior", repetía el bufón ataviado con las ropas verdes y amarillas para
la ocasión mientras hacía sonar los cascabeles con los movimientos de su
maltrecha cabeza.
Y Rajoy abrazaba el triunfo, recibiendo las loas que se le escapaban de entre
las manos a Esperanza en ese escenario sagrado de los
reaccionarios de Génova. Rajoy saboreando las mieles del triunfo y recordando
que Ibarretxe le había dado el golpe más fuerte a la
Constitución en toda su vida. Flaca memoria para un aspirante al sillón presidencial.
¿Olvida Rajoy que el 23 de febrero de 1981 unos militares trataron
con pistolas de que el vagón no se detuviera nunca más en la estación de
Esperanza?<
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