Un, dos, tres… ¡A consumir esta vez!

 

El pasado viernes regresó a la programación de TVE el popular Un, dos, tres de Narciso Ibáñez Serrador, ese eminente director que vive adosado a una bufanda. No me atrevo a poner en duda que Chicho –como se le conoce en el mundillo catódico- sea un maestro de la tele, pero me niego en redondo a comprarle la moto que nos quiere vender con el cuento de la literatura.        

El programa presume de ser, en su renovado formato, una invitación al hábito de la lectura. De ahí lo de Un, dos, tres… ¡A leer esta vez!”. Para concursar se precisa –amén de ser seleccionado por los responsables del tinglado- haber leído previamente un libro, de venta  en los kioscos desde una semana antes de la grabación del programa. La primera obra escogida por Ibáñez Serrador fue una selección de Las mil y una noches.                  

Desde luego, Chicho sabe bien lo que se trae entre manos; acude a la cita a piñón fijo, con la misma cadencia que hace tres décadas, con un esquema televisivo sin arritmias, y el eterno retorno como lema único e inequívoco. A pesar de los esfuerzos de decoradores, encargados de vestuario, actores y bailarinas, uno tenía la sensación de estar en la España de los Alcántara, y no en la antigua Persia.

Lo cierto es que el pragmático mundo de las cifras dictó sentencia: un pico de más de once millones de telespectadores, y una audiencia media de más de seis, repartidos a lo largo de casi 200 minutos de programa, suponen darle a la competencia en las mismísimas narices. Las alabanzas, además, le han llovido al progenitor  de doña Ruperta desde ese firmamento celestial del pensamiento único. En ese paraje vitalista y florido de la prensa del “España va bien” existe un enorme foso  repleto de hipotecas y tipos de interés variable, muy variable. Entre tanto candil victorioso ha habido quien, incluso, ha definido a Chicho como el exterminador de la programación basura. Vamos, una especie de don Limpio – Mr. Proper antes de la llegada de Aznar al Gobierno-, pero con bufanda, insisto, capaz de hacer brillar los suelos de TVE y los gemelos de quienes han apostado por él desde los puestos directivos.           

      Don Narciso se había jartao, en los insalvables días de promoción previa de su criatura televisiva, de pregonar que se trataba de conseguir que la juventud leyera y no sé cuántas engañifas más. Desde luego, si a alguien le da por leer como consecuencia de haber visto el primer programa del nuevo Un, dos, tres, habrá que creer en los milagros. La invitación a la lectura brilla por su ausencia. Ni siquiera es necesario que cada concursante lea el libro completo para acudir al sarao; la pareja competidora se puede repartir la tarea de la lectura fifty-fifty.

Si cabe felicitar a Chicho por su innegable pragmatismo y eficiencia. También es menester señalarle con el dedo y aportar algunas referencias que muestran a las claras qué lejos está de optimizar esa pretendida inducción a la lectura a través de su criatura mediática. Ésta no es más que un pretexto, una excusa, un camelo, un cubileteo interesado, un chanchullo. Para empezar: durante la emisión del programa hubo varios intermedios en los que se sucedieron más de 150 anuncios, de los que muy pocos invitaban precisamente a leer.  Para continuar:  a lo largo del vía crucis rupertiano desfilaron promociones de un banco, de una empresa eléctrica, de un fabricante de productos para el desayuno, de un complejo hotelero, de una empresa de herramientas y de un fabricante de colchones. ¡Ah!, y se promocionó una película producida por Santiago Segura.

Se mire, pues, por donde se mire, este déjà vu pretencioso no es más que un gigantesco anuncio, un maratoniano spot multiusos, un publirreportaje guisado con prestancia, pero anodino e insípido.

El programa avanza y no se atisba ningún fomento literario; tan sólo se captan las invitaciones a consumir, consumir y consumir. Gastar, comprar, hacerse con, lograr, rentabilidad, bienestar, placer, confort, ventajas... Términos, todos estos, muy lejanos a la magia, a la ensoñación, a la creatividad y al viaje quimérico que se desprenden de la lectura.

De los humoristas –supuestos humoristas, pues su humor debe suponerse; es un acto de fe en toda regla– poco cabe decir. Se pasaron todo el programa tirando guarrerías al respetable. Las risas enlatadas y los aplausos pregrabados también afloraron. Y eso que el jovencísimo público asistente a la larguísima jornada de grabación aguantó estoicamente todo lo que le echaron.

Pero hay más: una de las anunciadas preguntas de cultura general era la siguiente: ¿Qué artículos se pueden encontrar habitualmente en una maleta de viaje? ¡Toma dosis de cultura general! Otra grande: la pareja que finalmente concursó por el premio final tuvo que hacer frente a una pregunta endiablada, vengativa, dolorosa, hecha con saña, impostura y una tacita de mala leche. Tenían que citar en un tiempo de 45 segundos los nombres de autores literarios que hubieran escrito sus obras en  italiano o francés. En ese tiempo no acertaron a decir más que uno, un tal “Antoine Dallan”, al que no tengo el gusto de conocer, ni del que nunca he oído hablar.  Fueron 45 segundos de mutismo, un vacío atroz y después tinieblas. Ni Proust, ni Balzac, ni Hugo, ni Malraux, ni Sartre, ni Verne, ni Voltaire, ni Zola ni Molière merecieron el honor de aparecer en el gran desfile literario puesto en marcha por Chicho a bombo y platillo. Y comprenderán que eso escueza lo suyo en el espíritu de un crítico afrancesado. Claro, que la infeliz pareja que desmereció a  Maquiavelo y  Flaubert tuvo su merecido: su premio consistió en 1.000 botellas de purgante.

     Quién sabe. Después de todo, quizá sí estemos ante un programa que fomenta la lectura. ¿No fue Groucho Marx  quien dijo que cada vez que alguien encendía el televisor a él le entraban unas ganas enormes de leer un buen  libro?

 

Para escribir al autor:  Marat_44@yahoo.es

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