Bodriovisión

Nadie puede negarle al joven Carlos Latre que posee un  talento natural para la imitación. Su voz se convierte en un preciso instrumento a la hora de parodiar a diferentes personajes y personajillos de esta  España de pandereta, colgaos,  fragas y alcaldes tocones.

 Latre debutaba en solitario en Telecinco el pasado domingo con  un programa llamado “Latrelevisión”. Uno esperaba encontrarse con un producto televisivo fresco, innovador, ocurrente y divertido (soy así de ingenuo, para qué negarlo). Nada más lejos. El resultante fue un bodrio sin pies ni cabeza, un collage de desatinos, despropósitos y mezquindades infinitas. El guión (por llamarlo de alguna manera) parecía salido de una sesión de espiritismo psicodélico transiberiano. Poca imaginación, mínimo gusto ético y estético. Un fiasco.

Latre se cebó con El Fary, a quien se encargó de humillar con cuatro presuntas coñas sin gracia alguna  realizadas con la ayuda de un croma de mínimas pretensiones. Muy primario todo. Redundó en recordarnos que El Fary es un señor bajito (lo imitó vestido de David el gnomo), destrozando la caricatura con una aberrante parodia carente de ironía, sarcasmo e inteligencia. No se puede alargar una historia tan ruda simplemente porque el personaje en cuestión sea de corta estatura.

El revuelto de imitaciones y gags fue de mal en peor. Las historias provocaban la incredulidad del espectador y no la risa. “Latrelevisión” dio la sensación de ser un remiendo escasamente preparado y sin la menor chispa creativa.  

Y al finalizar tan mediocre espectáculo, lo que verdaderamente  quedó claro fue que Carlos Latre era el único que no había dado la talla. Él verá lo que hace, pero, a veces,  para crecer hay que renunciar a determinadas cosas.

 

 

Pueden prometer y prometen, pero no cumplirán

Dentro de los actuales espectáculos humorísticos de mayor arraigo figuran esos en los que se multiplican las promesas electorales de los hacedores de la risa. Vendedores ambulantes del humor  recorren estos días  calles, plazas y mercados regalando abrazos y soportando húmedos besos de la concurrencia más fanática. Zapatero y Rajoy, los dos humoristas de mayor calado,  multiplican los panes, el vino y las viviendas en una orgía desenfrenada de delirantes promesas.  Uno promete bajar los impuestos; el otro jura y perjura que se pagará menos al Estado. El hierático gallego se saca de la manga un manojo de dentistas de frenético altruismo para terminar con las caries de los españolitos; el Pepe sonrisas del socialismo español iguala la apuesta odontológica y emplaza, de paso,  al contrincante a verse las caras en un debate televisivo. A Rajoy se le ponen los dientes largos, pero su nutrido grupo de asesores prefiere una ortodoncia política sin sobresaltos.

     Unos cuantos millones de españoles se sientan diariamente  frente a la pantalla del televisor  complacientes con el espectáculo dispensado por ésta. Otros cuantos millones se echan las manos a la cabeza ante tan esperpéntico panorama. Zapatero y Rajoy buscan adeptos en los dos bandos. El sucesor de Aznar  promete crear un consejo audiovisual para defender los intereses de los más pequeños. Conociendo sus gustos, igual le ofrece la presidencia del mismo  a Jiménez de Parga, con las consabidas repercusiones que ello tendría, en especial en sus relaciones con el  Tribunal Supremo. Claro que Zapatero igual se saca de la chistera a Ramoncín, intelectual de aúpa, pensador de primera fila, que de vez en cuando pisa la Tierra en un acto de incalculable modestia.

     Los dos  prometedores (Zapatero tiene más de eterna promesa que de prometedor)  miran de reojo a la televisión, ese escaparate que procuran decorar a su gusto los gobiernos en cuanto se acomodan en los sillones del poder. Ahora toca rebañar votos en un zapeo nervioso, buscando cautivar a  los millones de españoles que se muestran preocupados por los contenidos habituales de esta televisión tan nociva. Gane quien gane, además de incumplir las correspondientes promesas, aparte de seguir instrumentalizando la televisión pública a su antojo y en su propio beneficio,  aportará su granito de arena, su empujoncito  para seguir arrastrando a este medio de comunicación rumbo al averno.

 

Julio Medem

No conozco al director donostiarra, ni puedo asegurar que tenga muy claro cuál es su ideología. Poco tengo a favor y poco en contra, fundamentalmente porque no me he preocupado de indagar en su trayectoria profesional y mucho menos en la  personal. Pero visto lo visto, he de apuntar que cuenta con la solidaridad de este humilde juntaletras. La asquerosa utilización y oficialización  de las lágrimas ajenas que se hace desde del partido en el gobierno le obliga a uno a situarse al lado de quien ha ofrecido el micrófono y la cámara a todos. Cuesta comprender que quien precisamente tiene por norma negar el acceso, el altavoz y  la oportunidad, impedir la manifestación y la opinión,  y cercenar la libertad de expresión sea capaz de vestirse de víctima y defensor de las libertades en este carnaval de falsedades.

     Ahora resulta que la gala anual de los Premios Goya debe convertirse en un foro de voces ajenas, ostentación de pegatinas y lemas. Y esta demanda peregrina e ilógica resuena única y exclusivamente porque el pasado año los actores le dieron con la puerta en las narices al Gobierno, posicionándose en contra de la participación española en la invasión de Irak.

La Asociación de Víctimas del Terrorismo la emprende contra Julio Medem. “El pelota vasco. La bala contra la nuca”, reza su atentatoria pancarta. Es injusta; son injustos. Desgraciadamente, no reconocen que alguien está moviendo los hilos del dolor en beneficio propio.

No he visto aún el filme de Medem, pero olfateado lo olfateado, creo que me resultará tan digno como necesario. Aquí lo único que sobra, además del terrorismo, es el vergonzante uso partidista del dolor ajeno.

 

      

 

Para escribir al autor:  Marat[email protected]

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