El verdadero escándalo

A mí Janet Jackson, la verdad, no me convence. Una cantante que acostumbra a dar el cante con indecorosos playbacks en sus conciertos, pues qué quieren qué les diga... Ya tenemos bastante marketing patrio con los triunfitos y otras perversas candidaturas de los 40 Principales.  Claro,  que como ahora se llevan los cantantes que no saben cantar.

La última hazaña mediática de la hermana de Michael, enfrascado también en un escándalo considerable, ha consistido en enseñar uno de sus pechos ante casi 1.000 millones de telespectadores, 100 de los cuales eran estadounidenses. He aquí el problema. En España la cosa ha causado gracia. Boris Izaguirre ya nos ha desvelado hace tiempo su completa anatomía en una especie de entrega por fascículos. Aquí andamos con una sonrisa de oreja a oreja y a punto de aupar al podio a Mariano Rajoy. Nuestro masoquismo no conoce límites. El factor sorpresa es hoy por hoy en esta tierra un mito, por más que disimule su indignación con Cristina Alberdi algún que otro cabecilla del PSOE.

Ese gusto exhibicionista de la Jackson buscaba llamar la atención justo unos días antes de que su nuevo disco viese la luz. Virgin Records, discográfica de la despechugada, se frota las manos ante el premeditado destape y adelanta la entrega de la primera canción del aún inédito álbum a las emisoras de radio. 

 Janet enseñó su dominga derecha durante el transcurso de una actuación musical junto a Justin Timberlake en el descanso de la Superbowl, un espectáculo regado por cola, emparedado en pan de hamburguesas y adornado por banderitas de barras y estrellas.  Las reacciones se han sucedido en un ambiente de intransigencia ilimitada. La NFL (Liga Nacional de Fútbol) la toma con la MTV, encargada del tinglado musical del despelote;  la CBS toma medidas –y  no precisamente al seno– y anuncia que retardará unos minutos las retransmisiones de los futuros grandes eventos; la FCC (Comisión Nacional de Telecomunicaciones), presidida por  Michael K. Powell –hijo de papaíto Colin–,  abre una investigación; más de 200.000 estadounidenses presentan a la FCC sus quejas ante el espectáculo dispensado... y lo que está aún por llegar.

El ambiente está tan caldeado que cualquier día nos sorprenderá un turista de Wisconsin en el Museo del Prado dando voces encolerizado ante La maja de Goya en su versión nudista.

Mientras las tropas de EE UU permanecen en Afganistán e Irak, donde se producen víctimas mortales a diario, otro ejército de fieles intransigentes ultra reaccionarios pone el grito en el cielo ante la exhibición de una teta. Mucha excitación y malestar ante un pecho saltarín, pero escasa contestación social ante la venerada violencia audiovisual que desprenden tanto el cine como la televisión made in USA. Así, un desfile atroz de rambos y terminators da paso a otro de polis justicieros interpretados por Steven Seagal, Chuck Norris o cualquier pelagatos que se dice actor. Todos los personajes se toman la justicia por su cuenta, aplican un código que no respeta ni el menor de los derechos, vulneran principios y leyes empuñando toda clase de armas. El poli superhéroe dispara y no pregunta. Soviéticos, serbios, árabes, mexicanos,  todos son malos empedernidos, malos a rabiar, todos dispuestos a poner en jaque al amable ciudadano de EE UU que vive apacible en su casa con jardín. Pura propaganda. Propaganda a cualquier precio. Y el precio lo pagan los niños, los futuros adultos. El efecto de mimetismo que produce la contemplación televisada de la violencia ficticia o real asegura el mantenimiento de la cantera de asesinos, violadores, racistas y maltratadores.    

La televisión supura violencia. Diferentes estudios así lo reflejan. Gerbner y Gross mostraron en un  artículo titulado “La violencia efímera” que en el 73% de la programación televisiva de las cadenas estadounidenses hay violencia. Rothemberg llegó a la conclusión de que en la programación infantil se mostraba 6 veces más violencia que en la televisión para adultos. Se reconoce, además,  que  la franja horaria con mayor contenido violento es la que va desde las 18.00 a las 20.30 horas, precisamente la que congrega a un mayor número de  niños frente al televisor. Al final de la escuela primaria, un niño estadounidense habrá presenciado en el televisor más de 8.000 asesinatos; antes de cumplir los 18 años habrá visto más de 200.000 escenas violentas. Sumémosle a esto la exposición a algún discurso de George W. Bush y el cóctel estará servido. Una auténtica bomba para el intelecto y la esperanza. Una rémora para el deseable progreso de la Humanidad. Cheney, Rumsfeld y compañía giran alrededor del mentecato Bush  en un ritual que recuerda al corro de la patata, a la gallinita ciega. 

Brandon Certerwall, profesor de la Escuela de Salud Pública y Medicina Comunitaria de Washington, aseguró en la década de los noventa: “Sin la televisión se cometerían 10.000 asesinatos, 70.000 violaciones y 700.000 asaltos callejeros menos en Estados Unidos”. ¿Qué dicen los políticos estadounidenses ante estas conclusiones? Primero responden con el silencio; después afilan la guadaña de la censura. Pero qué se puede esperar, después de todo, si un tipejo como Kissinger le saca brillo en su hogar a un premio Nobel de la Paz. Tras el fariseísmo, tras la doble moral, bajo la espesa capa de la sinrazón se esconde el fin último del conservadurismo rancio imperante en EE UU: controlar aún más a los medios de comunicación. Como dice el periodista mexicano Andrés Pascoe Rippey, “lo importante no es que hablemos de chichis (*) ni que nos pongamos locos al respecto. Lo importante es que los conservadores han aprovechado una oportunidad más para coartar la libertad de expresión bajo argumentos mojigatos. Lo importante es que por una tonta teta aumentará el control de los medios en EEUU. Ese, amigos y amigas, es el verdadero escándalo”.

 

(*) Chichi, en México, es sinónimo de teta.

      

 

Para escribir al autor:  Marat[email protected]

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