Muerte en la carretera
Paradojas de la
celebración; miserias de la gran fiesta: media España huye de la cotidianidad a
bordo de esa máquina de la muerte aleatoria llamada vehículo. Muchos no vuelven
jamás. En España todos los días alguien perece en accidente de tráfico. En los
puentes se producen millones de desplazamientos, lo que lleva aparejado,
inexcusable y tristemente, un porcentaje de accidentes mortales. La cifra
resulta irrisoria si se tiene en cuenta el inmenso volumen de coches en
circulación, argumentan algunos. La muerte se viste así de frialdad
estadística, se disfraza de anécdota, se esconde tras la vestimenta de lo
presuntamente inevitable. Hay una procesión laica de vidas deshechas, ilusiones
rotas y esperanzas truncadas.
Cada fin de semana
muchos jóvenes emprenden un viaje a la muerte. Apenas si han tenido tiempo de
saborear esta vida al ralentí. Su adiós es un dato; su desaparición una mera
cifra. Casi no ocupan espacio en los periódicos; por los telenoticias pasan de
puntillas, como una inevitable constatación del bombo mortal de un sorteo al
que estamos predestinados a jugar, lo queramos o no. El premio que nadie
pretende es el cese del aliento; la combinación ganadora conlleva un amasijo de
hierros, un charco de sangre, una línea quebrada de repente, un cristal hecho
añicos, una manta en medio de la calzada, una foto de carné para ponerle rostro
a la tragedia.
Se muere en
unos segundos, sin tener tiempo para despedirse, sin opción a dar marcha atrás,
sin posibilidad de rectificar un error, sin esa intuición para esquivar a la
guadaña que choca frontalmente contra el coche desfigurado y maldito. Es el
precio del progreso mal entendido. Puede que en la ficción un mono apunte con
una ballesta al conductor, pero la realidad es mucho más cruel: es el mono el
que conduce. Sí, en un incuestionable proceso de involución irracional, varios
monos se lanzan a la carretera cada día. Salvajes conductores que pisan el
acelerador al mismo tiempo que leen un libro; estúpidos suicidas que adelantan
en lugares en los que está prohibido; gentuza que pone en peligro la integridad
del resto de los conductores ejecutando pérfidas y peligrosísimas maniobras;
degenerados que se transforman al volante situando la flecha del velocímetro
más allá de los 240 km/h; impúdicos obsesos que se niegan a respetar las normas
y optan por utilizar los arcenes como vía de aceleración... Y así, chusma
peligrosa, insolidaria, egoísta, irresponsable, desquiciada y despreciable que
se constituye en una amenaza para el resto. Sus espeluznantes acciones,
diseñadas por una macabra falta de sentido común, se reproducen como una plaga
maldita en las carreteras españolas cada día.
Cuando estos
bárbaros de la carretera son pillados in fraganti reciben castigos nimios, sin
la proporcionalidad necesaria y exigible. El actual sistema punitivo no parece
tener en cuenta que lo que se pone en peligro son vidas humanas. Urge para esta
clase de viles conductores una reglamentación contundente que les impida
erigirse en pilotos suicidas, una normativa que les aparte para siempre de la
conducción temeraria.
Quizá mi
planteamiento les parezca un exabrupto radical. Lo es. Me manifiesto con todo
el radicalismo del que dispongo para desear –aunque imagino que de manera
improductiva- que por las carreteras de mi país no circulen aquellos
conductores que en una reprobable actitud irracional ponen en peligro la
integridad de los demás. ¿Se fiaría usted de un fontanero cuya incompetencia
causó la explosión de la caldera de su vecina? ¿Compraría en una carnicería que
vende alimentos en mal estado? ¿Subiría a una atracción de feria en la que tres
jóvenes fallecieron el mes pasado por la negligencia de su operario? ¿Se
pondría usted en las manos de un cirujano que tiene por costumbre olvidar las
gasas en el interior de los cuerpos de sus pacientes? ¿Le confiaría la
instalación eléctrica de su hogar a un electricista irresponsable y con un
amplio historial de chapuzas? ¿Por qué entonces permitir que conductores
irresponsablemente peligrosos compartan con nosotros las carreteras?
Cada año hay, al
menos, 6.000 razones para lamentar la proliferación de actitudes despreciables
en la carretera. Sí, porque cada año se producen en accidentes de tráfico en
España cerca de 6.000 víctimas mortales. Es una cifra sangrante por partida
doble. Y lo peor es que en muchas ocasiones se advierte una irónica sensación
de aceptación, de resignación. Bien es conocida la frenética insistencia de la
DGT a la hora de abocarnos a la contemplación de crudelísimos anuncios
televisivos. No creo que sirvan de nada; a lo sumo, concienciarán aún más a los
ya de por sí concienciados ciudadanos, pero dejará impertérritos a quienes
poseen un perfil de conductores temerarios. Esos anuncios, esas campañas
resultan absolutamente estériles en un segmento de la población que abrillanta
sus coches de amplios alerones, luces de neón, 16 válvulas, tropecientos
caballos, equipos de sonido carísimos y ruedas anchas de culto y veneración.
Ante tal experiencia mística, ante semejante idolatría del vehículo, no cabe más
que la concienciación por una doble vía: educación vial y sanciones ejemplares
y férreas. El endurecimiento de los castigos debe concienciar a los que
acostumbran a desoír los requerimientos de la norma. De esa norma que pretende
garantizar la seguridad de todos. Se antoja imprescindible que los conductores
sepan que pueden perder su derecho a conducir si incumplen determinadas normas.
Crece en los
últimos años la admiración de los españoles por la Fórmula 1 y el motociclismo
de alta competición. A veces, algunos seguidores de estos deportes pretenden
suplantar a sus ídolos, pero no tienen en cuenta que Schumacher, Rossi o
Fernando Alonso son expertos profesionales que pilotan sus máquinas en
circuitos cerrados. No estoy señalando aquí que los aficionados a estas
modalidades deportivas sean en su conjunto un hatajo de irresponsables. Basta
con que un pequeño porcentaje merezca tal calificativo para que se genere un
grupúsculo peligroso, al que convendrá evitar en la carretera.
Abrillantemos los
coches, añadámosles amplios alerones, luces de neón, equipos de sonido
carísimos y ruedas espectaculares, pero que esta parafernalia mística no impida
respetar pulcramente las normas de circulación. Que la utilidad del coche prime
sobre el seudo arte de la velocidad. Hay otro arte, el de la tragedia, que se
exhibe en una exposición permanente. El museo es un tanatorio. ¡Cuántas vidas
despedazadas por unos segundos de irresponsabilidad, por una milimétrica falta
de precaución! ¡Qué poco debe durar el instante en que se roba una vida!
En esta pasada
Semana Santa han fallecido más de 100 personas en accidentes de tráfico. Tan
espeluznante cifra ni siquiera ha merecido ocupar la portada de los diarios,
que han preferido informar de las largas retenciones que se han producido en
las entradas a las grandes ciudades. Se trata, sin duda, de una curiosa
valoración del interés informativo. Solamente cuando se producen accidentes con
varias víctimas –y si se trata de jóvenes, aún con más motivo- parece tomarse
en cuenta la magnitud de esta incesante tragedia a la que no parece que se vaya
a poner freno.
José Luis
Rodríguez Zapatero señaló a lo largo de toda la campaña electoral que iba a
poner todo su empeño en luchar contra la violencia doméstica. Bueno sería que
el nuevo presidente del Gobierno pusiese todo su empeño también en combatir
esta otra violencia salvaje que tiene como escenario el asfalto.
A veces, parece
como si el hombre tuviera prisa por entrevistarse con la muerte. ¡Cuánto mejor
sería llegar siempre al destino y dejarla plantada e impotente en una curva
cualquiera!
No en mi nombre
Zapatero anuncia
que ha ordenado el regreso de las tropas españolas desplazadas a Irak. Felicita
a los miembros de las Fuerzas Armadas. Lo hace en nombre de todos los españoles.
Si me lo permite, con toda mi humildad, le rogaría que me excluyera de tan
unánime proclama. Cuando tenga que felicitar a alguien, ya lo haré yo solito. Y
éste no es el caso.
Para escribir al autor: [email protected]
Para volver a la página principal,
pincha aquí