Todavía la boda

 

No creo que quede mucho por decir acerca del espectáculo casamentero del sábado pasado. Aquí van unas últimas gotas. La jornada nos ofreció casi tantas imágenes como policías. Más que una boda, parecía el día del Juicio Final. Largas ristras de uniformes azules protegían a los Príncipes de Asturias de su pueblo, curiosa paradoja. Los ciudadanos de Madrid se levantaron ese día convertidos en sospechosos habituales. Quienes osaron caminar por el centro debieron padecer varios registros. Hasta los bocadillos sufrían en sus “carnes” el cacheo meticuloso de los agentes del orden. Una ciudad, la más poblada de España, se vio blindada, colapsada, tomada, paralizada, para el disfrute de unos pocos. El príncipe Felipe aseguró en su discurso posterior al banquete que siempre estará al servicio de los españoles, pero a tenor de lo comprobado el sábado, lo que se transmite es que somos los españoles los que estamos al servicio del príncipe Felipe. El príncipe y yo, al menos, no vivimos en el mismo Madrid. Ni siquiera los semáforos representan lo mismo para nosotros. Yo debo detenerme ante el color rojo, pero a su Alteza Real la urgencia de sus desplazamientos y la escolta que lo flanquea le abren las calles como se supone que Moisés abrió el Mar Rojo. En su caso los milagros son algo más cotidiano. El sábado más de tres millones de habitantes quedaron a expensas de los antojos de una celebración fastuosa y excesiva, en la que los invitados gozaron de una barra libre de manjares y bebidas lujosas. Contaba un empleado del hotel Ritz -lugar de alojamiento de varias familias de alta alcurnia, corona incluida- que durante la noche los invitados habían consumido champagne y caviar. El confidente, sin embargo, no habló más de la cuenta. Adivinen a quién le pasarán el recibo.

Protocolo y complicidad son las palabras de moda impuestas por los “periolistos”, que se llenan la boca de merengue al definirse como periodistas aunque su trabajo se base en el chisme y el insulto, y no en la información contrastada. Me dijo un viejo amigo que el protocolo es una llaga sangrante que sirve para evidenciar quien luce las joyas robadas y quién las prestadas.

Hablando de llagas: el omnipresente Ruiz Gallardón es un fenómeno. Lo de los abanicos ha superado con creces la pamplina roñosa de la decoración madrileña, calificada de insulsa y hortera. La labor del decorador oficial se ha ganado a pulso un largo “abanico” de improperios que no voy a reproducir aquí, no vaya a ser que usted esté desayunando mientras lee estas líneas. Pero lo de Gallardón ha sido de aúpa, genial, innovador. Quería convertir Madrid en un remake paleto de Locomía, pero la lluvia se lo impidió. Ni se vieron abanicos ni se vieron banderas de España. No sé qué pensarían los “billones, billones y billones” de telespectadores al ver en algunos tramos del recorrido que emprendieron los recién casados por las calles de Madrid banderas de Ecuador, Colombia, Argentina, con total ausencia de banderas españolas. Claro que tampoco el coche de los Príncipes de Asturias portaba la enseña nacional.

Para muchos republicanos la del sábado fue la tormenta perfecta. No sabemos si fue algo motivado por la intensa lluvia, pero el paupérrimo aspecto de muchos tramos del recorrido nupcial revelaba el fiasco, la decepción y el desencanto más absolutos. El guión previsto saltaba hecho añicos. Les duele, pero no se quejan.

¿Qué es más importante en España: la monarquía o el fútbol? ¿Hubiera impedido la lluvia que millones de españoles hubieran celebrado en las calles la conquista de un título mundial? Si los de Sáez ganan este verano la Eurocopa, ni siquiera otro diluvio universal impedirá que la afición tome la calle, incluso dando un golpe de Estado en el Arca de Noé si fuera necesario. Y qué decir de las banderas y bufandas rojigualdas que se verían bajo la lluvia. Y todo por un simple gol.

La abuela periodista de Letizia Ortiz convirtió el púlpito en un estudio radiofónico en el que lucir sus dotes de locutora profesional. Faltaron las señales horarias del dios Cronos para darle vidilla a Rouco Varela, que no confirió ni una pizca de optimismo a la pareja contrayente. Y es que fue una ceremonia corta en emociones, muy institucional, sin lágrimas, sin pucheros siquiera, sin el descontrolado latido inoportuno que rompe la presa del lagrimal. Esa presunta sobriedad regia le restó humanidad al envite, desencantó a comentaristas, carroñeros anónimos, monárquicos empedernidos, curiosos coloristas, fervientes aplaudidores y desconsoladas princesas de la plebe del extrarradio.

El padre de la periodista tuvo que ceder a la más que probable imposición que provocó que su actual esposa viera el enlace a través del televisor. ¿Se imaginan que le hubieran requerido lo mismo a Carolina de Mónaco? El progenitor de Letizia Ortiz aceptó resignado la vigencia de las apariencias sobre la realidad. Ya se irá acostumbrando; le resultará más familiar.

Una masa ansiosa, fetichista y panderetera se dedicó el día después de la boda a arrasar jardines, adornos e incluso la alfombra roja de la entrada a la Catedral de La Almudena. Descuartizaron geranios, degollaron petunias, arrancaron arbustos, decapitaron claveles y devoraron pedazos de la ilustre alfombra casi a mordiscos. Atila hubiera parecido un teleñeco comparado con los protagonistas de la febril rapiña multitudinaria. El ejército de cleptómanos al menos no tuvo la ocurrencia de asaltar el Museo Romántico o el del Prado, aunque de haberlo hecho, es más que probable que les hubiera dado por llevarse las postales y no Las Meninas, que no le sienta bien al salón. Esa imagen de los madrileños arramplando con la vegetación de sus calles ha dado la vuelta al mundo, y ahora habrá quien piense que de celebrarse aquí unos Juegos Olímpicos, se corre el peligro de que a alguien se le antoje la antorcha y estropee el panorama, el lema del barón de Coubertain y la ceremonia inicial de unas Olimpiadas.

María Teresa Fernández de la Vega, vicepresidenta del Gobierno, ha dicho que la boda de los Príncipes de Asturias ha dado una imagen dinámica y moderna de un país que sabe recuperarse y salir adelante. Lo de imagen dinámica lo dirá por el dinamismo del Rolls Royce; lo de moderna, lo desconozco, francamente (aunque viendo a la pareja Álvarez del Manzano, hay que ponerlo en seria duda); lo de que sabe recuperarse y salir adelante, cae por su propio peso: salimos adelante tras los mandatos presidenciales de González y Aznar y lo haremos tras el de Zapatero, incluso soportando discursos huecos, vacíos y sumisos como el de la señora vicepresidenta, invitada ella al enlace.

Ah, y la tele. Pues... creo que el realizador de TVE se sintió muy poco realizado. La cobardía moral de algunos vampiros de media tinta les permite criticar con maledicencia absoluta la labor de Javier Montemayor. ¿Alguien cree que fue suya la decisión de no mostrar la comunión de los novios? ¿Algún ingenuo piensa que tenía plena libertad para mostrar todos los aspectos de la ceremonia? ¿No fuimos testigos de los esfuerzos de Felipe y Letizia por mascullar las palabras y evitar que se pudieran leer sus labios? Es un rasgo típico de los cobardes elegir en medio del combate a la víctima más débil, a la que no se puede defender. Quizá sea cosa del instinto de supervivencia. Supervivencia, sí, ésa es la palabra. En la Almudena brillaron con luz propia todas esas familias que han sabido sobrevivir al paso de los años haciendo creer a la gente que su sangre es de color azul.

 

 

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