Gente con mal gusto

 

Le han preguntado a la mexicana Chavela Vargas si va a editar su próximo disco en España y ella ha respondido que no, que no quiere saber nada de las discográficas porque en ellas “son todos una manada de ladrones y gente con mal gusto”. No es una mujer que se ande por las ramas, la verdad, pero su contundente respuesta no ha sido un simple exabrupto marginal nacido del rencor o de la frustración personal. No es la única que tiene en mente esa sentencia condenatoria. Constituyen una legión los que no tienen dudas a la hora de mostrarse críticos  con quienes manejan casi todos los hilos de la industria musical. La veterana cantante no ocupará un puesto en la lista de éxitos aquí, pero, probablemente, eso ya constituya de por sí todo un signo distintivo, un marchamo, una garantía de calidad. Resulta harto complicado que un trabajo musical que no se adapte al canon establecido por el gusto “oficial” o por el consumismo más impulsivo logre encaramarse al top de discos más vendidos. Cada día resulta más evidente la artificialidad de los artistas que copan el ranking de  superventas. En el rebaño de estrellas musicales abundan quienes responden  al perfil impuesto por la mercadotecnia: acostumbran a cantar lo que les dicen, a vestir lo que les compran, a peinarse como les indican; a mover los labios sin decir ni pío mediante el detestable ejercicio del  playback, toda una estafa consentida, un engañabobos indecente. Así las cosas, artistas como Enrique Iglesias, Jennifer López o Paulina Rubio, por poner algunos ejemplos que sonarán familiares, se convierten en estrellas mediáticas, muy bien llevadas por las discográficas, independientemente de si son capaces de grabar buenos discos o de cantar en directo sin artificios, coros poderosos y trucos de sonido. Su voz vende porque su imagen vende, pero no estoy muy seguro de que su imagen venda porque su voz venda. 

En España padecemos desde hace tres temporadas los efectos de un concurso cursi y empalagoso que ha generado toda una línea de cantantes a los que podríamos calificar musicalmente como estreñidos, pues cuando los observamos cantar parece que estuviéramos ante personas con problemas de vientre. El inefable “Operación Triunfo” se convirtió rápidamente en un fenómeno televisivo sin precedentes: varios jóvenes concursantes se recluían en una academia, donde aprendían todo tipo de materias relacionadas con la música. El programa seguía día a día los progresos de los concursantes,  quienes  una vez por semana mostraban sus avances con una actuación en directo. Uno de ellos era eliminado cada siete días. De allí han salido jóvenes con menos cualidades musicales que un oso de peluche, pero ello no ha impedido que grabaran su disco gracias al tirón que ejercían sus apariciones televisivas. Y no sólo eso, sino que han sido capaces de venderlo como roscas. Tampoco significa esto que los consumidores hayan malgastado su dinero, no del todo: siempre se le puede sacar provecho a un  CD utilizándolo como posavasos. De aquella primera edición del concurso salió el ahora todopoderoso David Bisbal, un chico almeriense con buena voz,  al que su productor, Kike Santander, se ha empeñado en convertir en un gritón descalabrado, en un saltarín descamisado. Su Bulería es la gallina de los huevos de oro; su Corazón Latino es una máquina tragaperras que siempre da premio. Bisbal convierte en oro todo lo que toca, sin embargo, sus cancioncillas no pasan de mediocres. ¿Importa eso? Para las discográficas, no. ¿Significa eso que lo principal y primordial es lo que más dinero da? Sin duda. Ante tal máxima del capitalismo a ultranza, ¿qué se puede esperar de la música que llega a las tiendas? Pues poco, salvo honradas excepciones. En España es habitual contemplar a espléndidos músicos de jazz tocar ante audiencias reducidas, y cuando decimos reducidas nos estamos refiriendo a diez, veinte o treinta personas. Editar un disco se convierte para muchos jóvenes músicos talentosos  en toda una odisea, cuando no en una utopía. Por el contrario, los artistas dóciles dispuestos a pasar por el aro acaban recibiendo sus discos de platino, envueltos en glamour, rodeados por cámaras, y reclamados como iconos sexuales. Ante tal panorama, es perfectamente comprensible que Chavela Vargas arremeta contra quienes exprimen este fruto prohibido, prolongando la agonía del talento en beneficio de la mediocridad pomposa, artificial y estéril. El señor dinero le gana la partida al señor ingenio. Los buenos músicos guardan respetuosa y resignadamente un minuto de silencio, y eso es lo peor que puede hacer un músico, callar. Por eso quizás Chavela, cercana a cumplir los 85 años, ya no tiene que morderse la lengua cuando la entrevistan. Bien pensado, no parece que nunca se la haya mordido.

Pese a dominar el mercado de la música en todo el mundo, las discográficas han comenzado a padecer su propia necedad. La piratería callejera e Internet se han convertido en sus grandes enemigos. Los magnates de las fábricas especializadas en producir bodrios superventas lloran desconsolados y se muestran ante las autoridades como indefensos ante los millones de consumidores del “top manta” (así se llama en España a la práctica que llevan a cabo los vendedores ambulantes de CD piratas) y de internautas que intercambian sus archivos musicales. “Eso nos perjudica porque cada disco que se baja de Internet o se compra en el top manta es un disco que se deja de vender en la tienda”, argumentan las grandes empresas del disco. Y este argumento es rotundamente falso. Desde hace 20 años tengo la costumbre de comprar los vinilos, Cds o casetes que edita el grupo alemán Scorpions. Como no podía ser de otra forma, he adquirido recientemente su último trabajo por unos 20 dólares. Si hubiera decidido bajármelo de Internet, el precio final hubiera sido, ciertamente, mucho más bajo; si lo hubiera comprado en el mercado pirata, me hubiera costado algo menos de tres dólares. Todavía, aunque no sé por cuánto tiempo, tengo la fortuna de disponer de algo de dinero para comprar discos, sin embargo, ¿es lógico que un CD salga a la calle con un precio tan alto? ¿Qué pasa con quienes no se pueden permitir ese lujo? ¿Deben renunciar a él, pudiendo comprarlo en el “top manta”? ¿No sería aconsejable que las discográficas estudiaran una rebaja de los precios que incentivara el consumo de música? ¿No serán las discográficas el principal enemigo de las discográficas?

En los últimos años Internet se ha convertido en un arsenal musical impresionante. Millones de canciones son intercambiadas cada día por millones de internautas. Las empresas discográficas han emprendido ya acciones legales contra algunos desdichados “piratillas”, tratando de que sirviera como escarmiento, buscando asustar al resto de la manada, pero no lo han conseguido. Algunos empresarios han ofrecido la posibilidad de vender sus canciones a través de la Red, pero las iniciativas no cuajan debido a que las casas de discos pretenden cobrar precios altísimos.

La guerra está declarada. Se trata de una contienda bélica en la que hay varios frentes abiertos. “Hay que asegurarse de que las discográficas desaparezcan”, dijo hace algunos días Richard Stallman, presidente dela Fundación Software Libre. La solución que propuso fue que se pagara directamente a los músicos por las descargas. Mientras, en EE.UU. en 2003 se vendieron 200 millones menos de CDs  que en el año 2000. En España los datos no son mucho mejores: las ventas cayeron un 6% el año pasado. Uno de cada cuatro discos vendidos en España durante al año pasado procede del “top manta”. Si se quiere evitar que la crisis se instale de forma definitiva en el sector, conviene que las discográficas  abandonen sus posturas prepotentes, rebajen los precios, presten más atención a los mercados minoritarios y vean en Internet un mercado de grandes posibilidades al que se podrían adaptar con humildad y sin la soberbia de la que han hecho gala en el mercado tradicional. No pueden pretender hacer cantar al oso de peluche.

No puedo asegurar que en las discográficas haya muchos ladrones (para denunciar este extremo me hacen falta pruebas y no sólo intuiciones), pero sí afirmaré con convencimiento absoluto que en la mayoría de ellas hay gente con muy mal gusto, y eso también repercute en su sonado fracaso. ¿O vamos a ser Chavela y yo los únicos en pensarlo?

 

Para escribir al autor: [email protected]

Para volver a la página principal, pincha aquí