Las cejas de Labordeta
Qué injustos son siempre mis prejuicios, qué perversas las condenas ciegas de ira que voy repartiendo sin mirar siquiera a los ojos a quienes resultan ser finalmente inocentes criaturas. A él lo juzgué antes de tiempo, sin detenerme a comprenderlo, sin reparar en sus motivos, no observando la distancia que lo separaba de mi vulgar y mezquina condición de mortal. Quizá desde la atalaya de su impresionante superioridad doctrinal me haya contemplado con ese poso de incomprensión. Espero al menos que su revestimiento moral le haya permitido disculpar mi soberbia intromisión, mi ingratitud y mi descarado desconocimiento. Bien merecido me tendría, no obstante, su desprecio. Mas confío en su bondad. Aunque, bien pensado, quizá su colosal agenda justiciera no le haya hecho siquiera reparar en este humilde botarate. Quizá lo mejor sea eso, que ni siquiera haya sentido mi aliento ni mis irreverentes alharacas.
Aún me escuece recodar cómo en un principio me indigné con él. Menos mal que tras una justa y tardía reflexión, quizá imbuido de una celestial ayuda, supe que este hombre era un genio, un absoluto incomprendido. Quizá proceda de otra galaxia. Lo cierto es que se sitúa a años luz de los humoristas que parlotean tontamente en horario de máxima audiencia. Él no lo buscaba, pero le gratificaron con decenas de titulares, lo auparon a los telediarios, lo colocaron en las portadas, le invitaron a café, copa y puro en las cintas sonoras de los informativos radiofónicos.
Su rostro aviva con pulcritud la llama del encanto. Es un trapecista de la ironía, un malabarista del sarcasmo, un domador de los incordios. Además, como suele decirse, se come la cámara, estableciendo un insaciable cortejo con la perfecta fotogenia. Ahora me pongo el vídeo una y otra vez. Su vídeo. Este tío –permítaseme la familiaridad- es un genio, un azote para el vulgo que padece televisionitis, un colosal ejemplo a seguir para las masas ebrias de emisiones altisonantes y discordantes. Ya se puede asegurar que es el indiscutible personaje del verano. Georgie Dann está que trina, y las piltrafas bufonescas de Gran Hermano hacen rechinar sus dientes, amargados por el plano que les ha robado, cegados por el amplio espectro de luces que despide desde su trono en el prime time.
El rigor del pesimismo me había impuesto el aburrimiento, pero su aparición me devolvió al reino de los hombres que saben reír. No me divertía tanto frente al televisor desde aquel día en que Umbral fue a hablar de su libro al programa de Mercedes Milá.
El corral parlamenteril se ha excitado injustamente con él, protagonizando una rebelión en la granja con más tintes calderonianos que orwellianos. Si en Argentina ha surgido una Iglesia maradoniana, qué menos que dedicarle aquí una edificación asistida, procediendo rigurosamente con el almacenamiento in vitro de querencias, almas descarriadas y ensoñaciones espirituales, de manera que su rostro y su evangelio se multipliquen por nuestra geografía, marcada hasta ahora por realmadrides, alonsos, induraines y tamaras.
Él no lee la
prensa, no escucha los informativos de la radio ni ve la tele, a excepción,
claro está, de los documentales de la BBC.
Debe ser –supone uno desde su necedad incontrolable- que todos estos medios de
desinformación y papanatismo a ultranza quedan fuera de su jurisdicción
consumible. Hace bien don Eduardo, pero que muy bien. Se cura en salud y evita
entrar en contacto con toda esa chusma informativa. ¡Menudo regusto debe dar no
saber quién demonios es Urdaci! Eso es mejor que el bífidus activo y el l-casei inmunitas de los
yogures.
Así las cosas,
seguro que al señor Fungairiño le trae al fresco
quién gana el concurso Gran Hermano, qué modelitos luce Terelu
Campos, qué colección de tangas exhibe cada noche Boris, cuántos libros escribe Ana Rosa Quintana
imbuida por Zeus, los goles que mete Beckham dentro y
fuera del campo o el número de bucles que adornan la cabeza de doña Cayetana de
Alba. Tampoco verá don Eduardo los Juegos Olímpicos, ni sabrá cuántas medallas
se cuelgan los políticos españoles, que como todo el mundo sabe, son quienes
más disfrutan de la cosecha recogida por
los atletas. Nada, don Eduardo pasa olímpicamente de estos vulgares
entretenimientos. El suyo es, si acaso, un lanzamiento de jabalina con total apego al
desaire tremebundo hacia las puerilidades del vulgo, un triple salto
intelectual sin tapujos ni diplomacia mal entendida. Él no está aquí para
perder su tiempo dorado con cretinos audiovisuales, panfletistas libertarios y
envenenadores de las ondas, qué va; él no tiene tiempo. Es una cuestión de
pulcritud espiritual y de falta de tiempo, por mucho que ante su presencia al
diputado Labordeta le bailen sus velludas cejas, que
parecen mechones revueltos por la desconfianza y la incredulidad. Se le atolondra
el pelaje de las díscolas cejas al
aragonés. Esos adornos de los arcos orbitarios se le arquean una barbaridad al
diputado de la Chunta, se le revolucionan. Más le
valdría a su señoría Labordeta cambiar de facha. No, no es una alusión a don
Eduardo, me refiero a un cambio de fachada, de imagen, que no le vendría mal
adecentar su mermada cabellera y confiar
más en la palabra del bienaventurado Fungairiño,
discípulo inmaculado del fiscal Cardenal. Sí, en pareado, que ahora está de moda, como ése que
dice “Labordeta no se traga lo de la furgoneta”.
Versos ramplones que acaban en “eta”, como muchas de
las fantasías erótico-judiciales de los que aún deben estar abriendo vías de
investigación por lo del 11-M. El señor Fungairiño no
va a estar pendiente de una furgoneta, habiendo como hay ferraris, bemeuves y porsches. ¡Diantres, una vulgar
furgoneta! Esa horripilante máquina es más propia de repartidores, mensajeros,
pintores, chapuzas y otras especies del pueblo llano que ni siquiera aparecen en los documentales
de la BBC.
A don Eduardo no
le perdonan su desnuda sinceridad. No quiso maquillar su intervención ante la
Comisión, y sus señorías lo castigan con cruda maledicencia. Los jueces
progresistas se echaron las manos a la cabeza. ¡Hombres de poca fe! Ahora resulta que también quiere meter baza
en esta película el fiscal general del Estado, el atrevido Pumpido.
Pues nada, que siga la caza furtiva, que ya llegarán los guardas de la razón y
la justicia. Mucho me temo que estamos ante otro mártir.
A mí, con tanto
sufrimiento me cuesta conciliar el sueño. Fungairiño,
como lo ha hecho ya Jiménez de Parga, se me presenta
cada noche en una nebulosa, atrincherado en medio de una pesadilla, viviendo el mismo trágico destino que San
Sebastián. Lo extraño de estas apariciones es que las armas que lo incordian y
atraviesan no son flechas, sino miles de cejas. Son las cejas
de Labordeta, que no se traga lo de la furgoneta.
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