Crítica de la razón pepera
Ha concluido el congreso del Partido Popular entre vítores y hurras a su alma mater, el conferenciante preferido del pato Donald, Míster Ansar, conocido entre su parroquia como presidente Aznar. Los populares han eliminado de su logo el color rojo (por pura cuestión de estética espiritual; lo que me sorprende es que hayan tardado tantos años), y ahora esas letras gemelas aparecerán ante los feligreses en tono naranja. Una vista panorámica de la feria de vanidades populares nos mostraba un ejército de naranjitos voluntarios, dispuestos a ser exprimidos por el bien del Partido.
Ha sido, sin duda, el congreso del marketing, nueva ciencia exacta del control de las mentes y el consumo. Ha sido, también, el congreso del PP Superstar, un musical con coros magníficos, desarrollado en un teatro virtual de diseño futurista y con una puesta en escena propia de Broadway. La entrada de Aznar tuvo todo el tono festivo y la gracia del Mr. Marshall de Berlanga. Pero este amigo americano no pasa de largo; se lo impiden su deber de español, su cruzada personal, su estigma y su visión mariana. Este nuevo americano es Aznar, ya plurilingüe de cuerpo y alma (español, catalán, inglés, mireusteniano... ¿cuántos idiomas domina ya el ex presidente?). Es un héroe de guerra, herido en combate, justo cuando preparaba sus días de calma y retiro en la reserva de FAES, Georgetown y Planeta.
Este peregrino de la palabra y el gesto ha viajado por el túnel del tiempo y ahora viste y calza como un quinceañero pijo, un niño bien al que le van a doblar la columna vertebral con tanto abrazo sentido, al que le van a borrar el bigote con tanto beso apasionado. Pero hay quien, a pesar de todo, le encuentra algún defectillo a su remozada imagen. Un periódico mexicano apuntaba recientemente que el ex presidente español “luce ojeras color huitlacoche*”.
Aznar se subió al estrado para certificar que sigue siendo el referente de la derecha española. “Bush, perdónales porque no saben lo que hacen”, espetó tras su particular crucifixión del 14 de marzo. Esta vez, su discurso estuvo plagado de soberbia y resentimiento. Es tal su deseo de venganza que ni siquiera se detiene a calibrar las consecuencias negativas que tienen sobre sus propios discípulos los exabruptos y pareceres que reparte alegremente ante los entregados auditorios de medio planeta. Así las cosas, el desconcertado Rajoy no gana para disgustos.Y eso que Mariano es un fraguista amante de las emociones fuertes. No me dirán que no hay que ser un enamorado del riesgo para colocar como segundo hombre del partido a Ángel Acebes, que te abre, es cierto, un par de líneas de investigación para cualquier cosa en un abrir y cerrar de ojos, pero que te estropea unas elecciones aún con destreza y contundencia mayores.
Del
discurso de Aznar, dejando al margen las cosas del GAL y la cal viva (¿por qué no puso más empeño en aclarar esos aspectos
del pasado mientras fue presidente?), me quedo con esta frase: “Los
que tenemos la razón somos nosotros”. La razón, ea, nada menos que la razón,
pero ¿qué razón? ¿Acaso la razón se
posee, como si se tratase de un piso en la playa?
Montaigne lo tenía muy claro: “La razón es como una olla de dos asas: se la puede coger por la derecha o por la izquierda”. Pero Aznar no llega a tanto. Descartes, también le podría aportar alguna pista: “No hay nada repartido de modo más equitativo que la razón: todo el mundo está convencido de tener suficiente”. Pero Aznar no lee ni a uno ni a otro. Él se ha quedado en Pío Moa. O sea, en los falsos mitos.
Confunde Aznar el tocino con la velocidad (emparentados únicamente en una carrera de cerdos, y no me lo tomen como símil de lo que se vivió en el congreso pepero entre quienes buscaban un puesto en el redil de Mariano). Confunde Aznar el mito con la realidad. Confunde Aznar la razón con la fe. Confunde Aznar la razón con el dogma. Confunde Aznar España con una visión.
El nuevo presidente de honor del PP tampoco lee a Goethe. El alemán dijo que somos todos tan limitados que creemos siempre tener razón. Si don José María leyese al menos a Jean Baptiste-Poquelin, quizá por casualidad podría haber encontrado lo que éste escribió un buen día: “Algunos están destinados a razonar erróneamente; otros a no razonar en absoluto, y otros, a perseguir a los que razonan”.
“Los que tenemos la razón somos nosotros”, canta Aznar, entre serpentinas, confetis, aplausos, reverencias, besos, muecas, abrazos y genuflexiones. ¿A quiénes se refiere cuando dice “nosotros”? ¿Exclusivamente a los dirigentes del PP? ¿A todos los militantes del PP? ¿A los votantes del PP? ¿Al centro-derecha? ¿A los legionarios de Cristo? ¿Al Opus Dei? ¿A la COPE? ¿A los propagandistas de Herrera Oria? ¿A la terna Bush, Blair, Ansar? ¿A todos los anteriores?
El pastorcillo Aznar decidió, al fin, no ir en busca de su oveja descarriada, un Alberto Ruiz-Gallardón (disfrazado de copito de nieve) que mentó la palabra prohibida: autocrítica. Gallardón fue el Hannibal Lecter de ese otro silencio de los corderos. El alcalde de Madrid trató de meter el fiasco de las elecciones en la lavadora de la razón, pero los populares detestan centrifugar sus prendas políticas. La sagrada escritura del PP no admite réplicas, errores o desplantes. Y mucho menos autocrítica. Son hijos de Fraga. Y eso es un dogma de fe que habita a millones de años luz de la razón.
Claro que a Aznar siempre le quedará la poesía de Quevedo, para quien el insulto no era sino la razón del que razón no tiene.
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(*) El huitlacoche es un hongo negro que nace en la mazorca del maíz.
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