La herencia del miedo

 

El programa Línea 900 (La 2) volvió a poner el dedo en la llaga el pasado domingo con la emisión del reportaje “La pesadilla de Castuera”.  En él se recuperaba parte de la historia del campo de concentración que existió a las afueras de ese pueblo de la provincia de Badajoz donde perdieron la vida cientos de republicanos a la finalización de la guerra civil española. Allí se torturó a miles de los derrotados. El ajuste de cuentas reprodujo el guión previo escrito por Franco. Varios cientos de hombres y mujeres desaparecieron sin dejar rastro. Tras su paso por aquel lugar nunca más se supo de ellos. Sus hijos, sus esposas, sus maridos, dando por seguro su asesinato, no pudieron darles siquiera un entierro digno.

Ahora, pasado el tiempo, borradas las huellas sangrientas, pasada la página con una Transición multicolor muy bien orquestada, algunos familiares buscan los restos de sus seres queridos para darles sepultura. Pero esto desagrada enormemente a  algunos sectores muy bien identificados. Tan bien identificados como en  julio del 36. Levantan la misma bandera de la intransigencia; pretenden que les sigan poniendo la mesa a cambio de un pequeño sustento. Reclaman docilidad, servilismo, pleitesía. El miedo es su baza.

A la impotencia de los familiares de las víctimas – ya ancianos y ancianas que aún llenan sus ojos de lágrimas cuando recuerdan cómo les robaron a sus seres queridos-  se suma el miedo generalizado a hablar del asunto 64 años después. Todo lo que rodea la historia de aquel campo es poco menos que un tabú, un terreno prohibido, una obligada amnesia colectiva en Castuera. Sólo profanan ese terreno quienes siguen llorando una infancia destruida, quienes contemplaron en su propia memoria  inermes y temblorosos cómo se hizo añicos su familia. Las heridas del alma no cicatrizan.El cronista oficial de un pueblo aledaño muestra algunas pistas al recordar que Castuera es un pueblo agricultor y ganadero, y claro, el trabajo depende directamente del señorito de turno. Es la mano del latifundista la que les da de comer. Eso tiene mucho que ver con la España del  36. Bastaría una simple consulta a los árboles genealógicos para constatar que muchas cosas han sido exactamente iguales en los últimos 80 años. Son árboles de hoja perenne.

El miedo se ha heredado. Las heridas del alma también. Nadie quiere complicarse la vida. Todos consienten en recrear una escena de la gallinita ciega inacabable, infinita. Cada uno en su sitio. Todo debe permanecer como hasta ahora.

A las puertas del cementerio local, donde se levanta una  cruz, homenaje a los caídos del bando vencedor, una anciana saca a relucir su poso de sabiduría embadurnado de temor: “Hay miedo a que vuelva a repetirse aquello. La vida da muchas vueltas”. La muerte también: ¡que se lo digan a las víctimas!

Uno de los hombres que pasaron por aquel campo de concentración recuerda una de las frases del cura del lugar: “Dios os perdona las almas, pero no los cuerpos” (sic). Esa sentencia era toda una justificación seudo divina para que los chicos de la camisa azul bordada en rojo llevaran a los presos “de paseo”. Menuda bendición la del señor cura. ¿Caería el muy cretino en la cuenta de si su dios “le perdonaría” a él su propia  alma?

Libertad González  narra con los ojos vidriosos cómo perdió a su padre, alcalde de Zafra en tiempos de la II República, en el campo de concentración de Castuera. Tenía cinco años. Con esa edad se acostumbró a llevar en su cabeza un lazo negro. Su madre no recibió del Estado la consideración de viuda hasta 1980. A Libertad le cambiaron su nombre en el registro contra el deseo de la familia. Fue un gesto de rocosa cobardía moral de los caciques.  No les bastaba con haber liquidado a su padre. Quisieron que aquella niña se llamase Rosario. Pero pese a todo, ella siempre fue Libertad.

Libertad...  Los vencedores no les ponían ese nombre a sus hijas.

 

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