La hora de la verdad: vamos a contar mentiras
Con el tedio televisivo “La hora de la verdad” Antena 3 se convierte los jueves por la noche en una sala de juzgados dogmáticos en la que pululan pazguatos y friquis varios. Estos improvisados lumbreras de la escena mediática se muestran como dóciles consentidores de mentiras arriesgadas y excesos verbales. Se ven sometidos al delirio de la audiencia y de una productora que se frota las manos sin ton ni son. Los invitados al programa, en fin, se someten a una “máquina de la verdad”, un polígrafo utilizado por gobiernos y empresas para bucear en la lealtad de sus empleados y para indagar en las posibles conspiraciones de reos, terroristas y seres considerados peligrosos. En la tele, sin embargo, los asuntos que examina el cacharro son de otra índole. Es, según el título del programa, “La hora de la verdad”. Pero, ¿de qué verdad se trata? ¿Estamos ante una mini fábrica de días del Juicio Final? ¿Es el chisme en cuestión un Salomón de tomo y lomo? ¿Acaso una fusión interestelar de Fungairiño, Garzón y Jiménez del Oso? ¿Será más bien un jacuzzi judicial con burbujas publicitarias?
La pifia televisiva, digna de la mejor maquinaria del doctor Bacterio, recuerda a los autos de fe en la plaza pública. Varios millones de ojos miran a través de la cerradura y observan ávidos de interés, enfermos de voyeurismo las enaguas de la vecina y las delicadezas íntimas de quien propaga a los cuatro vientos con orgullo su memografía (dícese de la biografía de un memo).
Hace algunas semanas trascendió la presencia en el programa de una mujer a la que su marido le achacaba presuntas infidelidades conyugales. La señora se sometió al veredicto estúpido del polígrafo y al juicio paralelo de cuantos estuviesen en sus hogares apostando por la inocencia o por la culpabilidad de la sospechosa. La gravedad de la situación no residió únicamente en la estupidez de las formas, sino en frivolizar con el asunto de las lealtades de pareja. La mujer quedó como una mentirosa, infiel y desleal. Fue una lapidación televisiva multitudinaria, y lo peor es que fue plenamente consentida por la víctima, una mujer para la que, siguiendo el título del programa, llega la hora de la verdad, la hora de arreglar los problemas maritales ante el gran jurado de la audiencia. Aquí y ahora, visto lo visto, sufrido lo sufrido por centenares de mujeres, una situación como ésta se me antoja realmente peligrosa y fuera de lugar. Entre anuncio y anuncio, entre ingreso e ingreso, entre frivolidad y frivolidad, entre gilipollez y gilipollez, un juicio artificial, casposo, un brindis al entontecimiento colectivo.
Tras la devoción de quienes se someten al polígrafo (tontógrafo, sin más, en un plató televisivo) se oculta el adoctrinamiento, o las simples ganas de “salir” en la tele, aun a costa de hacer el canelo y lisiar la reputación personal ante vecinos, familiares y todo quisque. ¿Cuántos no estarán ahora dispuestos a señalar en el barrio a la presunta mujer desleal acusada por el polígrafo?
Lo escribió el radical Marat (el de verdad; ya saben que yo no soy sino un holograma impenitente, errante y en clara decadencia): “Siempre una obediencia ciega supone una ignorancia eterna”. Precisamente en la Revolución Francesa, en la que Marat destacó como ideólogo radical, se cimentó la trilogía “Libertad, Igualdad, Fraternidad”. ¡Y qué lejos quedan, demonios!
El filósofo Gustavo Bueno, sin embargo, apunta en su obra Telebasura y Democracia: “Nos parece intolerable el proceder de quienes erigiéndose en perros guardianes de la ortodoxia democrática, como si fueran conocedores de la esencia moral del género humano, pontifican sobre lo que debe ser o sobre lo que no debe ser la `televisión democrática´ , dando por supuesto que están en posesión de sus principios (los de la democracia), pero sin dignarse, o sin arriesgarse, a analizarlos y ponerlos boca arriba. Y no es ponerlos boca arriba, sino encubrirlos, apelar a valores tan abstractos como los que se asocian a palabras (recitadas, gritadas o cantadas) tales como Libertad, Igualdad, Fraternidad, Tolerancia, Respeto a la intimidad, etc. Estas palabras tienen interpretaciones opuestas, hasta el punto de que ellas son también reivindicadas por las sociedades no democráticas”.
No veo, ciertamente, en estos tiempos a nadie con complejo de cancerbero ni a ningún abanderado con el emblema tricolor de las ideas revolucionarias de finales del siglo XVIII en defensa de un modelo de televisión (No cuento, claro está, con los comités de monosabios). Más bien, lo que se deja ver en la zona de trincheras es el oportunismo de populares y socialistas, legislando según va y viene el viento de las conveniencias partidistas. Sí se atisba una saturación, la que producen unos contenidos zafios y paupérrimos desde un punto de vista moral. Además, convendría rescatar de la abstracción y de la dualidad (semilla del relativismo moral) a las que somete Bueno a esas “palabras recitadas, gritadas o cantadas” que son la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. El arte puede ser abstracto. Un retrato puede ser abstracto, pero se plasma en un lienzo, de la misma forma que la Libertad se plasma en actos y pensamientos... libres. E inevitablemente, la interpretación opuesta de la Libertad conlleva la ausencia de Libertad, por mucho que nos disfracen al muerto.
No se trata simplemente de establecer un vínculo, un embudo hacia la democracia por el simple hecho de poder elegir entre encender el televisor o apagarlo. Los gobiernos poseen la capacidad de conceder licencias de emisión a grandes empresas que buscan en la televisión su fuente de ingresos, su máquina de la verdad empresarial. Es un deber de esos mismos gobiernos procurar que la maquinaria no esté viciada, es una obligación insalvable de los gobiernos defender el interés público.
Herbert Schiller apuntaba en 1974: “En la economía de mercado avanzada, la pasividad tiene una dimensión física y otra intelectual. Las técnicas y los mensajes de la maquinaria de manipulación de mentes las explotan a ambas con mucha facilidad. La televisión no es otra cosa que el más reciente y eficaz de los instrumentos con lo que se estimula la pasividad. (...) La disminución de la actividad intelectual, el fruto de las incontables horas de programación encaminada a embotar las mentes, es incalculable. Igualmente inconmensurable, pero de colosal importancia, es el aturdimiento de la conciencia crítica”. Schiller venía a decirnos hace 30 años que la televisión era el nuevo opio para el pueblo. No hay una única verdad (salvo para el bueno de Acebes), lo que nos lleva a deducir que la infalibilidad del polígrafo es tan grande como la puntería de una escopeta de feria. La máquina de la verdad es el fiel reflejo de una gran mentira: la televisión.
Y créanme que seguiría echando por tierra todas las sandeces que se ven cada día en la caja rematadamente tonta, pero ahora debo dejarles. Me voy a cazar osos a Rumania. Eso sí que es libertad, igualdad y fraternidad.
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