Apuntes del natural
[Del 5 al 11 de septiembre
de 2003]
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Anasagasti
(Jueves, 11 de
septiembre de 2003)
Con un recuerdo muy especial para el pueblo de Chile,
para el pueblo de Catalunya y para las víctimas de las
Torres Gemelas,
que no tenían la culpa de que Bush exista
Iñaki Anasagasti mostró ayer para qué vale la pena
acudir al Congreso de los Diputados. Dio cera de la buena al ministro de
Justicia, José María Michavila, apuntándole a donde más le duele: su militancia
en esa asociación siniestra que forman los Legionarios de Cristo Rey, al lado
de la cual el Opus Dei parece un grupo laico e izquierdista.
Michavila no pudo responder a la argumentación de
Anasagasti, quien le espetó que, si tan seguro está de que los diputados de
Batasuna son asesinos de ETA, debe ordenar su detención. Añadió el diputado del
PNV, tan razonable como enérgicamente, que si el Gobierno considera que su
partido está colaborando con asesinos, promueva su ilegalización. Michavila se
salió por peteneras, sin dar ninguna razón que justifique una actuación que, de
ser ciertas sus acusaciones, sería un caso de encubrimiento evidente.
La intervención de Anasagasti fue tan dura en el
contenido como en la forma, lo cual es de agradecer, porque a mí, por lo menos,
me toca las narices la exquisitez con que otros parlamentarios de la oposición
se dirigen a los integrantes del Gobierno, con tanto “Su Señoría” y tanta
mandanga. Ayer mismo, Llamazares criticó a Aznar, pero no le montó el pollo por
acusarle, Madrazo mediante, de estar financiando a terroristas. Si se permite a
esa gentuza que diga todas las barbaridades que se le vienen a la cabeza, no
parará de crecerse.
¿Y en qué se crece? En todo. Ayer mismo, el PP tuvo el
descaro de rechazar en el Congreso una moción favorable a la anulación de los
efectos legales de los juicios sumarísimos del franquismo. Según el portavoz
del grupo parlamentario del Gobierno, ya se votó hace meses una resolución para
dar satisfacción moral a las víctimas del franquismo, y con eso es suficiente.
Pero lo que ayer se proponía, de haberse aprobado, no hubiera dado satisfacción
exclusivamente moral, sino también material, porque hay víctimas y familiares
de víctimas que siguen sin ver reconocidos sus derechos. Si hubiera sido
realmente lo mismo, no habría tenido problemas para votarlo.
Continúan actuando como albaceas del franquismo,
encubriendo los efectos de sus crímenes, y se permiten dar lecciones de
democratismo a los demás. Alguien tiene que decírselo a la cara, y bien alto,
asignándoles los adjetivos de rigor, sin ahorrarles ninguno. Para convertir la
tribuna del Congreso en un remedo de los jardines de Versalles se bastan y se
sobran ellos solos.
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On the road again
(Miércoles, 10 de
septiembre de 2003)
Regresé ayer de Aigües, ya de noche. Hoy, dentro de un
rato, volveré a hacer la maleta para ponerme en la carretera, camino de Bilbao.
Mañana, a primera hora, paso fugaz por Vitoria-Gasteiz para estar con el
lehendakari Ibarretxe. Luego, y hasta última hora del día, contactos varios con
políticos vascos. El viernes, más contactos y reuniones. Luego, a Cantabria,
donde pasaré el fin de semana. Después de eso, otra vez a Bilbao, desde donde
puede que tenga que viajar a Pamplona...
Vuelta a la espantosa vorágine del curso. A otros se
les cae encima la rutina del horario fijo en la oficina. A mí también me
abrumaba, cuando la vivía. Elegí esta opción: ser mi propio empleador y ganarme
la vida a salto de mata. Pero debería haber tenido esa opción hace veinte años,
cuando la vida de carretera y habitación de hotel, hoy aquí mañana allá, me
habría pesado menos.
Parezco un artista en gira, llevando la vida que
cantaba Willie Nelson, tratando de ponerse optimista, en On the Road Again. Otra
vez en la carretera. Creo que era Robbie Roberson, el líder de The Band, el que
hablaba de los muchos muertos que ha producido en la historia de la música
popular la carretera, tomada como símbolo de las giras interminables que
los artistas estadounidenses están obligados a hacer a lo largo y ancho de su
inmenso país. Acaban volviéndose locos: si quieren que el público los tenga
presentes, no pueden parar quietos, pero si no paran quietos, viven a una
velocidad que pone de los nervios e incita a meterse de todo. Desde el genial
Hank Williams hasta el siempre recordado Elvis, pasando por Janis Joplin:
decenas de estrellas estrelladas.
Lo mío va por otro lado. No tengo que mantener ninguna
fama; tengo que mantenerme a mí mismo. Si tuviera una fama digna de ese nombre,
podría quedarme en casa escribiendo, sacando folios y cobrando bien. Pero como
lo mío es un prestigio de medio pelo, tengo que mover el culo para pagarme las
facturas.
Ventaja para vosotros: cuantas más cosas vea, más podré
contaros.
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La agenda oculta
(Martes, 9 de
septiembre de 2003)
Reponen por televisión Hidden Agenda, de Ken
Loach. Estamos en grupo, en Aigües, y nos da por hablar de las traducciones que
no traducen nada. La de esta película, por ejemplo. En castellano no se emplea
la expresión «agenda oculta», de modo que el título que le pusieron los
distribuidores locales no quiere decir nada, ni da ninguna pista sobre el
contenido de la película.
Pasó lo mismo con Les Biches, de Claude Chabrol,
que tradujeron «Las ciervas». En la película, como recordareis si la visteis,
no aparecía ninguna cierva. Biche en francés es «cierva» pero también,
por extensión, «hembra», en general. En este caso, Chabrol hablaba de las
hembras humanas.
Tres cuartos de lo mismo pasó con The Little Drummer
Girl, la novela de John le Carré –que sigue sin lograr que en España le
pongan la partícula en minúscula– y que aquí tradujeron como La chica del
tambor. En este caso sí había chica, pero no tambor. Le Carré había hecho
un sencillo juego de palabras con The Little Drummer Boy, el celebérrimo
villancico que conocemos como El pequeño tamborilero, pero los
traductores –vaya unos traductores– ni lo olieron. Las versiones en castellano
de la novela y la película hubieran debido titularse La pequeña tamborilera,
obviamente.
El recorrido lingüístico, de Irlanda a Israel, me hace
pensar en los puntos de contacto entre los conflictos respectivos. Mal que
bien, en Irlanda del Norte hay un proceso de pacificación en marcha y, aunque
las heridas distan de haber cicatrizado, las dos comunidades enfrentadas le han
cogido el gusto a la nueva situación. Se tomó allí ese camino porque, aunque no
era nada fácil establecer puntos de encuentro, dos de las partes en conflicto
–el Gobierno inglés y los republicanos irlandeses– estaban dispuestas a
sacrificarse para hallarlos. Tampoco puede menospreciarse el valor que tuvo la
posición del Gobierno de Washington, activamente favorable a la negociación.
En Oriente Medio, en cambio, no hay manera de que la
paz avance. Por lo mismo, pero al revés: en ese conflicto hay una parte
fundamental, Israel, que no quiere un acuerdo, sino la virtual rendición del
contrario, y los EUA le respaldan. Los palestinos sí quieren la paz –les urge–,
pero no a cualquier precio. Así es imposible llegar a nada.
La reflexión me conduce directamente a Euskadi.
Es un tercer tipo de conflicto. En Irlanda del Norte,
las dos partes clave querían alcanzar un acuerdo. En Oriente Medio, sólo una de las dos. En Euskadi, ninguna de las
dos. Tanto ETA como el Gobierno de Aznar proclaman que quieren la paz pero,
acto seguido, plantean unas exigencias que son totalmente inaceptables para la
otra parte. Lo cual quiere decir que, de hecho, no quieren que haya paz.
La única ventaja comparativa que presenta el conflicto vasco
es que la violencia irracional va perdiendo intensidad por su propia cuenta,
por la lógica misma de la evolución social. Veo en la prensa de hoy que es
noticia de portada el acoso a un senador del PP. Hace dos décadas, cuando las
bombas y los tiros eran el pan nuestro de cada día, un hecho como ése hubiera
aparecido entre las noticias breves.
La opinión pública del Ebro para abajo sigue afirmando
hoy en día que el terrorismo es una de sus principales preocupaciones como
quien dice que la señal del cristiano es la santa cruz. Sin pensar en ello.
Porque se lo han enseñado así. Pero no puede sentirlo. Porque no es verdad.
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Napoleón Bush
(Lunes, 8 de
septiembre de 2003)
Bush pide más dinero al Congreso de los Estados Unidos
para mantener la ocupación de Irak y reclama que los países que integran la ONU
envíen tropas, pero bajo mando norteamericano. La prensa de su país le responde
–dicho sea así para abreviar– que si se ha vuelto loco o está tonto.
No recuerdo quién fue el gracioso que soltó aquello de
que Napoleón era un loco que se creía Napoleón. Bush se parece a Napoleón,
aunque sólo en un punto: la megalomanía. Bonaparte creyó que podía conquistarlo
todo, y durante mucho tiempo los hechos parecieron darle la razón, puesto que
ningún ejército se mostraba capaz de frenar sus avances. Pero, lo mismo que
Hitler más de un siglo después, cometió el error de ocupar demasiado
territorio.
Vencer parece más rápido, sencillo y contundente que
convencer pero, a la larga, resulta mucho más oneroso. El convencido se
administra solo. Al vencido hay que tenerlo a raya.
En los tiempos en los que Nikita Jruschov –o Krutchev,
como quiera escribirlo cada cual– quiso mostrar a la China de Mao su poderío
militar y ordenó a sus tropas disparar contra las chinas sobre las aguas del
siberiano río Usuri, corrió por Moscú un chiste ingenioso. Hace al caso.
Contaba que el conflicto chino-soviético se ponía cada
vez más feo y que se llegaba a la guerra total entre las dos potencias.
El primer día de guerra, el ejército soviético atacaba
y hacía dos millones de prisioneros chinos.
El segundo capturaba diez millones de prisioneros.
Durante el tercero se le rendían ochenta millones de
soldados chinos.
Al cuarto, cien millones.
Al quinto día, el premier soviético recibía un
telegrama enviado por Mao Zedong. El texto era tajante: «¿Ha entendido?
¡Ríndase!».
Al igual que tantos otros de sus antecesores en el
mando de un imperio, George Bush se ha dejado guiar por la belleza de sus
armas, como Leonard Cohen en Manhattan.
Pero las armas dan miedo, no razón. Y para mantener el
miedo en los territorios ocupados, hace falta tener allí los soldados que
puedan usar las armas, si hace al caso. Sale caro. Es antipático.
No me extraña que Bush, cuyas luces son las que son,
olvidara considerar la posibilidad de que sucediera lo que está ocurriendo.
Pero me resulta curioso que la maquinaria estratégica mayor del mundo
desconsiderara la posibilidad de que la victoria militar inmediata no se
tradujera en fulminante calma chicha y que sus fuerzas de ocupación hubieran de
afrontar una guerra prolongada.
Se ve que, aparte de los locos sueltos, hay también
organizaciones de locos. Y de tontos.
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Sucesos
(Domingo, 7 de
septiembre de 2003)
Me he quejado con amargura de la importancia
desorbitada que los medios de comunicación, incluyendo los que se pretenden más
serios, han dado durante este verano a noticias que en tiempos aún no muy lejanos habrían ocupado como mucho
una columna en las páginas de sociedad. El crimen de Coín, por ejemplo. El
País llegó a ironizar –levemente, por supuesto– con ese tremendismo tan en
boga... el mismo día en el que las novedades del asesinato de Coín ocupaban una
página entera de su periódico, con llamada en portada, en tanto las nuevas del
accidente de Repsol YPF en Puertollano merecían apenas media página, y bastante
más atrás.
Creo que mi crítica es merecida. Y oportuna, tal como
se están poniendo los periódicos, que recuerdan cada vez más a lo que fue en
tiempos El Caso.
Pero no debe deducirse de ello que un diario riguroso
deba relegar obligatoriamente las noticias catalogadas como «sucesos». Ni mucho
menos. Hay algunas que, tras su apariencia anecdótica, circunstancial, tienen
lo suyo de categoría, o de muestra de un problema social, colectivo. En su día,
en mis tiempos de subdirector de El Mundo, defendí que la noticia del
asesinato de una mujer por su propio marido mereciera un titular destacado en
la portada del periódico. Nunca lo habíamos hecho hasta entonces. A fuerza de
insistir en ello, logramos que los demás medios entraran al trapo y que la mal
llamada «violencia doméstica» se convirtiera en materia de debate político y
social.
No me parece mal, ni mucho menos, que den importancia
–por ejemplo– a las tormentas, las riadas y las inundaciones. Lo que no resulta
aceptable es que hablen y hablen de esos fenómenos sin mirar más allá de sus
narices. El viernes pasado, un noticiario de televisión dedicó cerca de un
cuarto de hora a relatar un buen número de sucesos de ese género, que estaban
siendo frecuentes por aquí y por allá, pero no dedicó ni un minuto a analizar
sus causas. No digamos ya a denunciar cómo las consecuencias negativas de
algunos de ellos se habían acrecentado considerablemente por culpa de obras o
de desidias humanas.
Si me rebelo contra la importancia desaforada que se le
está dando al asesinato de Coín es por eso. Para mí que se ceban en él
precisamente porque no tiene revés social. O por lo menos nadie se lo ha
encontrado. Todas las reflexiones que se pueden hacer sobre él son del género:
«¡Pobrecilla!», «¡Y con lo mona que era!», «¡Hay cada desalmado!», «Es que tan
jovencita, y sola... pero tampoco les puedes prohibir que salgan». Y en este
plan.
En cambio, los grandes medios huyen como de la peste de
otros sucesos. Por ejemplo: hace algo así como diez días, un hombre y una mujer
se suicidaron poniéndose en la vía del tren, de pie, cogidos de la mano. Un
Talgo se los llevó por delante. Fue, creo, cerca de Cartagena. Las crónicas,
brevísimas, dijeron que hacía meses que ambos se habían quedado sin trabajo y
vivían en la completa indigencia. Lo único que tenía cada uno de ellos era...
al otro.
Me hago cargo que de un suceso así tampoco les conviene
hablar mucho.
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En familia
(Sábado, 6 de
septiembre de 2003)
En medio de la tensión del trabajo diario, la mayoría
de las noticias me suscitan una reacción dura. Me las tomo como si fueran una
provocación. Porque lo son, en cierto modo.
«Aznar dice que se enteró por la prensa del peligro que
representaba Sadam Husein». ¡Qué morro! ¡Qué recochineo!
«El 74% de los lectores de El Mundo cree que las
próximas elecciones generales las ganará Mariano Rajoy». ¿Y el 26% restante?
¿Son realmente lectores de El Mundo?
Y así todo.
Pero pasando el fin de semana en pandilla –nos hemos
juntado siete adultos y dos niños que somos, tomados en grupo, bastante más que
amigos y amigas: nos queremos–, las noticias, incluso las que más hieren a la
inteligencia, parecen otra cosa. Hasta pueden resultar graciosas.
Ayer estuvimos viendo un telediario y cada chorrada que
decían nos daba para un comentario de coña.
Además, hace un tiempo maravilloso.
Cuando la vida va bien, cuando lo privado
funciona, cuando la armonía es la
norma, lo exterior tiene una capacidad muy inferior de agresión.
Ese fin protector cumplían –cuando lo cumplían, claro–
las grandes familias de antes. Cuando vivían juntos, en casas enormes, abuelos,
tíos, padres... y muchos, muchos hijos. El bloque humano, solidario, servía de
coraza. En todos los sentidos, desde el económico hasta el sentimental.
Ahora, cuando mis más íntimos y nosotros estamos así
juntos, en pandilla –va ya para el cuarto de siglo que algunos nos conocemos–,
suelo hacerme la ilusión de que, aunque no hayamos conseguido tener grandes
familias de las de antes, nos las hemos arreglado para inventarnos una
magnífica familia de nuevo tipo. Una familia en la que te puedes permitir el
lujo de elegir a los familiares.
En esas ocasiones, cuando están así las cosas, da igual
lo que diga Aznar. Te sientes muy por encima de esas ridículas contingencias.
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La vocación de Sadam
(Viernes, 5 de
septiembre de 2003)
De todo lo que declaró ayer el director del Centro
Nacional de Inteligencia (CNI, antes Cesid) ante la Comisión de Gastos
Reservados del Congreso de los Diputados, lo que me ha parecido más curioso es
que dijera que, aunque no haya pruebas de que Sadam Husein contara con armas de
destrucción masiva, él está convencido de que tenía «vocación» de disponer de
ellas.
Es cómico el lenguaje que utilizan los justificadores
profesionales. ¡«Vocación»! No pasa de ser un modo pretencioso –y nada
adecuado, en realidad– de decir «ganas». Pero, claro, si don Jorge Dezcallar
hubiera dicho: «Bueno, no tengo ningún motivo para afirmar que Sadam tuviera
armas de ésas, pero para mí que le habría gustado mucho tenerlas», lo más
probable es que los diputados le hubieran obsequiado con una hermosa carcajada.
Dicen «No está acreditado» cuando lo que quieren decir
es «No hemos conseguido probarlo». Dicen «No se descarta» para decir «Ya me
gustaría».
Y así todo.
Pues téngalo por seguro el señor Dezcallar: si alguna
«vocación» ha quedado «acreditada» en todo este asunto, ésa ha sido la
«vocación» de Bush, Blair y Aznar de ordenarse sacerdotes cuanto antes y
dedicarse a repartir hostias.
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de los Apuntes del Natural – ¿Qué son los Apuntes? –
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