Apuntes del natural
[Del 26 de septiembre al 2
de octubre de 2003]
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Aclara, que da lo
mismo
(Jueves, 2 de octubre de 2003)
Los grandes medios
son la monda. Un semanario alemán de no demasiado prestigio, Bunte, publica
que el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina
de la Fe –la ex Inquisición–, ha admitido que Karol Wojtyla está muy mal y se
arma la marimorena. Bueno: hasta ahí el revuelo es más o menos comprensible,
porque el hermetismo del Vaticano en esa materia es completo y Ratzinger forma
parte del círculo de los más íntimos del Papa.
Habría sido
preferible de todos modos que, en vez de hacerse eco sin más de lo publicado
por Bunte, hubieran preguntado al Vaticano, o al propio Ratzinger, qué
tenían que alegar. De haberlo hecho, se habrían encontrado con que Ratzinger
sostiene que él no concedió ninguna entrevista al Bunte. Que sus
palabras fueron dichas en una sobremesa, tras una comida con un grupo de
presuntos fieles alemanes, que se suponía que la conversación era off the
record y que ni siquiera dijo que el Papá «está mal» como si se tratara de
una novedad, sino confirmando lo dicho por uno de los comensales.
Que Wojtyla está mal
es una evidencia. Situado el comentario de Ratzinger en ese contexto, es obvio
que no hay noticia. «Noticia», en castellano, es sinónimo de «nueva». Como
«new», como «nouvelle», como «berria». Lo recuerdo para subrayar que, al menos
en teoría, sólo lo nuevo es noticia. Que Wojtyla está mal no es noticia. Lo
hubiera sido que Ratzinger lo declarara en público, pero no lo ha hecho.
Pero todos los
periódicos, todas las cadenas de televisión y todas las emisoras de radio se
hicieron eco de la seudoentrevista del Bunte. ¿Por qué? Ya lo he dicho:
porque son la monda. Cada vez se comprueba menos todo, cada vez prima más lo
llamativo sobre lo veraz, cada vez se hace más ruido, aunque suene a demonios.
¿Comprobar? Se deja la cosa para el día siguiente y así hay ración de ruido
para dos jornadas.
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Quién los ha visto...
(Miércoles, 1 de octubre de 2003)
Estuve releyendo ayer
el Acuerdo para la Normalización y la Pacificación de Euskadi, popularmente
conocido como Pacto de Ajuria Enea. Como se recordará –o no–, fue
suscrito el 12 de enero de 1988 por todos los partidos con representación en el
Parlamento de Vitoria, salvo HB.
Es interesante –e
ilustrativo– constatar que algunas de las ideas de aquel Acuerdo son ahora
anatematizadas por las dos principales formaciones políticas del panorama
español.
Ejemplos:
1) El Acuerdo
reconocía, incluso en su propio título, que Euskadi no tiene sólo un problema
de pacificación; que arrastra también problemas políticos anclados en el
tiempo, problemas que merecen un tratamiento específico.
2) En relación con el
Estatuto de Gernika, el Pacto atribuía a «la voluntad mayoritaria del pueblo»
la facultad de «decidir, en todo caso, su reforma y desarrollo mediante los
procedimientos contemplados en el propio Estatuto y en la Constitución, estando
siempre legitimado el mismo pueblo para reivindicar cualquier derecho que, de
acuerdo con las Disposiciones Adicional Primera de la Constitución y Única del
Estatuto, le hubiera podido corresponder». La redacción no es como para dar
saltos de gozo, pero la idea queda suficientemente clara.
3) Hablaba –a
imitación del Estatuto de Gernika, por cierto– de la posibilidad de vinculación
de Navarra a la Comunidad Autónoma Vasca.
4) Lejos de defender la
ilegalización de Herri Batasuna, insistía en la necesidad de que esa
organización y sus seguidores entraran en las instituciones democráticas y
defendieran desde ellas sus planteamientos políticos, por extremos que fueran.
Quizá sea este punto
el que hoy produce una mayor melancolía.
Recuerdo que, a lo
largo de las discusiones previas a la elaboración de aquel Pacto, cada vez que
alguien apuntaba esa idea («En el Estado de Derecho, todas las aspiraciones
políticas, absolutamente todas, pueden promoverse con plena libertad, siempre
que se planteen de modo pacífico»), Carlos Garaikoetxea solía comentar,
sardónicamente: «Sí, cabe promoverlas todas. Lo que no está permitido es
conseguirlas».
¡Qué felices aquellos
tiempos en los que cabía promover cualquier idea, por mucho que conseguirla
fuera otro cantar! En la actualidad, tienes que andarte con mucho ojo incluso a
la hora de plantear tus aspiraciones. Porque pueden ponerte de vuelta y media y
acusarte de cualquier cosa.
Ahora resulta que
Ibarretxe es anticonstitucional y «rupturista» porque se plantea la reforma del
Estatuto de Autonomía según los procedimientos previstos en la propia Ley
Orgánica del 18 de diciembre de 1989 y en la Constitución de 1978. ¡Rupturista!
Se puede estar muy de
acuerdo, algo de acuerdo, poco de acuerdo, muy poco de acuerdo o nada de
acuerdo con la reforma que propone Ibarretxe. Pero ¿qué tiene de
anticonstitucional, si se somete a los cauces que el Estatuto y la Constitución
prevén para ese género de iniciativas?
Os lo recomiendo vivamente:
repasad el Pacto de Ajuria Enea y el Estatuto de Gernika. Veréis cómo parecen
de otro mundo. O, al menos, de otra gente.
Quién los ha visto y quién los ve.
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El gusto por el
disgusto
(Martes, 30 de septiembre de 2003)
Ayer me tocó ir
al dentista.
No me atrevería a
decir que fue una experiencia gratificante.
En realidad, nada
de lo que ocurrió a lo largo del día me resultó gratificante.
Por lo menos desde
que salí de casa.
Empecé por ir al
Banco a pagar mi cuota de autónomo a la Seguridad Social. 728.70 €, ni más ni
menos.
Había una cola
del carajo, así que lo dejé para luego.
Entonces fui a
Correos para enviar a mi amigo Moncho unas cintas de vídeo con conciertos de
Jacques Brel, porque quiere organizar en la noche del jueves, en su bar de
copas de Santander –El Rubicón, oigan, a su servicio, con derecho a
bandera republicana y buena música–, un homenaje al belga genial, coincidiendo
con el 25º aniversario de su muerte.
Según estoy en la
larga cola de Correos, descubro que me he olvidado de poner en la dirección del
paquete de los vídeos el número del portal de la casa de Moncho. Y no me lo sé
de memoria. Así que abandono la cola y lo dejo para más tarde.
Voy al dentista.
Me toca esperar, por supuesto. Cuando me atienden, me hacen un montón de cosas
raras dentro de la boca, a resulta de las cuales el paladar se me duerme. Me
dicen que me han matado el nervio de una muela y que me han dejado otra en remojo,
como quien dice, a ver por dónde respìra en los próximos días. Al poco de
abandonar el local dentario, descubro que una pasta que me habían puesto para
tapar la caries de la muela más dañada se desvanece a la misma velocidad con la
que llegó, dejándome a su marcha un sabor espantoso en la boca. Casi como una
novia que tuve hace años.
Llamo por
teléfono a la clínica dental para preguntar por todo ello y me comunican que es
normal. Estupendo. Sigo teniendo el mismo agujero en la muela, más un sabor que
me revuelve las tripas. Pero, como es normal,
no debo preocuparme.
Acudo presto a la
oficina de Correos más próxima. Ya he conseguido enterarme del número del
portal de Moncho. Y la cola no va mal: apenas tardo media hora en hacer el
envío.
Logrado lo cual,
recorro cuatro sucursales de Caja Madrid y por fin encuentro una en la que
únicamente hay seis personas haciendo cola.
¡Albricias! En sólo 20 minutos consigo que me acepten el dinero.
Pero es ya la
1:15. Tarde para ir a la presentación del libro de Carmen Castillo en el
Círculo de Bellas Artes.
Aprovecho que me
queda un rato antes de comer para acercarme a una tienda en la que había visto
hace tiempo que tenían unos adhesivos industriales estupendos. Quería comprar
un bote para un trabajo que tengo pendiente en Aigües. La tienda está cerrada,
por supuesto. Un letrero anuncia: «Nos hemos trasladado al número Tal de la
calle Tal del barrio de Hortaleza. Allí le atenderemos muy gustosos». Vale.
Voy a casa y me
preparo un condumio apresurado. Tampoco tengo la boca como para bromas. El
producto ése que me han puesto para matar el nervio mata el nervio y todo lo
que pilla a su paso (sabores, sobre todo).
Respondo a varias
llamadas. En ETB quieren que participe el jueves en un debate sobre La
pelota vasca. Les digo que, como no conecten conmigo desde sus estudios en
Aigües, van dados.
Para ese momento,
la comida, mezclada con el veneno dental, ha producido en mi estómago efectos
definitivos: no sé por qué canal deshacerme de ella. (Recuerdo al chistoso de
Cervantes en El Quijote: «... Y se iba por entrambos canales».)
Hago como que no
me doy por enterado del mal estado de mi estómago y me pongo a trabajar.
Escribo la columna del miércoles para El Mundo, de modo que hoy pueda
emprender viaje –porque salgo de viaje,
faltaría más– sin tener que preocuparme de ese asunto. Para cuando
acabo, estoy que me caigo. Le comunico
a Charo que no me encuentro en condiciones de ir a ver el documental de Carmen
Castillo La flaca Alejandra. Le pido que le dé recuerdos de mi
parte (estoy que rabio, porque tenía ganas de saludar a Carmen, a la que
conocimos gracias a José Saramago y Pilar del Río y con la que tuvimos una muy
gratificante cena conjunta hace año y medio).
Estoy derrotado
casi del todo, pero la realidad siempre se encarga de avivarme el seso, que
diría don Jorge Manrique. Veo en la tele que en la Liga de fútbol inglesa han
impuesto una norma por la cual, si los defensores protestan mucho la sanción de
una falta, el árbitro puede castigar sus malos modos decidiendo que la falta se
saque desde el borde mismo del área. «¿Y por qué?», me pregunto de inmediato,
indignado. «¿De dónde se sacan que el borde del área es un buen lugar para
tirar una falta? ¿Por qué no permiten al equipo al que se supone que tratan de
beneficiar que escoja él mismo el lugar del disparo, siempre que sea fuera del
área?».
Y así.
He llegado a una
conclusión: la fuerza que me mantiene en pie y activo, día tras día, me la
proporciona el cabreo perpetuo y sistemático que tengo contra casi todo y
contra casi todos.
Digámoslo así:
debería estar contento con lo descontento que estoy.
O sea, que si me
encontrara a gusto en la vida, probablemente se me irían las ganas de vivir.
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Miscelánea
(Lunes, 29 de septiembre de 2003)
Ha muerto Elia
Kazan, cineasta y traidor. Supongo que mañana –hoy no ha dado tiempo– los
diarios se llenarán de referencias a sus excelencias cinematográficas y a su
vergonzosa colaboración con el Comité de Actividades Antiamericanas del senador
Joseph McCarthy, ante el que denunció como comunistas a quienes hasta entonces
habían sido sus amigos.
Sé que son dos
cosas diferentes: alguien puede ser, a la vez, un excelso artista y un canalla
de tomo y lomo. No hay contradicción en ello. Ejemplo llamativo: Francisco de
Quevedo, tan maravilloso escritor como lameculos del poder y mala persona.
Pero, lo que es yo, me declaro incapaz de separar por entero ambas
consideraciones. Supongo que ésa es la razón por la que nunca me han interesado
demasiado las películas de Elia Kazan, ni siquiera las supuestamente más
progresistas, como La ley del silencio y ¡Viva Zapata! Tampoco he
simpatizado nunca gran cosa con el estilo histriónico propiciado por su escuela de actores, el Actor’s Studio. Un
prejuicio ideológico, supongo.
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Es
coincidencia que hoy, precisamente, se vaya a proyectar en Madrid el documental
de Carmen Castillo La flaca Alejandra, que habla de una revolucionaria
chilena a la que el miedo a la tortura le decidió a colaborar con la
Policía.
Kazan
también colaboró con la represión macarthista por miedo: a la cárcel –otros
cineastas pasaron por ella–, al ostracismo, a la pobreza...
Tengo
oído que ha pasado el resto de su prolongada existencia torturado por el
recuerdo de su propia traición, tratando de justificarse y sin lograrlo.
Y
es que para optar por la traición hay que carecer por entero de escrúpulos.
Para el resto de los humanos, la traición puede ser una tortura mucho más dolorosa que la propia tortura.
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Muy malos tiempos
[ 1 ]
(Sábado, 27 de septiembre de 2003)
Presentó ayer el
lehendakari Ibarretxe las líneas generales que inspiran su plan, famoso avant
la lettre.
Considerado desde
mis centros de interés, aprecio en el dibujo trazado por su discurso –esto es
sólo una primera aproximación: tiempo habrá de juzgarlo más en detalle–
diversos tipos de propuestas.
Veo reivindicaciones que apuntan al
reconocimiento del derecho del pueblo vasco a decidir por sí mismo sobre
aquellos asuntos que los pueblos de Europa aún pueden decidir sin demasiadas
cortapisas externas (otros muchos están ya casi por completo en manos de la
UE).
Hay también
determinadas propuestas que tienden a ampliar el campo del autogobierno en toda
una serie de materias prácticas: sanidad, justicia, etc.
Nada de ello me
incomoda lo más mínimo. Antes al contrario: favorable a la forja de una España
compuesta de pueblos libres e iguales, de un lado, y firme
defensor del llamado «principio de subsidiaridad», conforme al cual los
centros de decisión más elevados sólo deben encargarse de regir aquellos
asuntos que desborden la capacidad de decisión de los órganos rectores más
próximos a la ciudadanía –lo cual es aplicable a Euskadi en relación a España,
pero también al Goiherri en relación a Gipuzkoa, y a mi pueblecito de Aigües en
relación a la comarca del Alacantí–, todo eso me parece de perlas.
Pero veo que
Ibarretxe pone también en el orden del día algunas propuestas referentes a la
simbología de la identidad no ya nacional, sino estatal. Eso me parece
ya más problemático. No sólo porque supone desbordar el marco del derecho de
autodeterminación para reclamar aquello que sólo podría materializarse si se
hubiera ejercido ese derecho y hubiera dado como resultado una opción
mayoritaria en pro de la independencia –aunque luego se alcanzaran determinados
acuerdos con España–, sino también, y sobre todo, porque ese género de
reivindicaciones, de trascendencia material mínima para el bienestar de la
ciudadanía, para lo que sirven es para dar combustible a los incendiarios de
las relaciones no ya entre Euskadi y Madrid, sino entre los ciudadanos y
ciudadanas de Euskadi y las gentes que habitan del Ebro para abajo.
Sobre esto último
–y sobre los extremos desquiciantes a los que se está llegando– escribiré
mañana.
(Domingo, 28 de septiembre de 2003)
Según Carlos
Iturgaiz, el plan presentado por Ibarretxe representa «un golpe de Estado».
«¡De
psiquiátrico!», añade Enrique Villar, delegado del Gobierno para el País Vasco,
al que sus propios compañeros de partido apodan Torrente.
Ya puede el
lehendakari apelar cuanto le dé la gana al diálogo pausado y razonado. Ya puede
reclamar buenas maneras y respeto mutuo. Dos no se respetan si uno no quiere.
Mucha gente dice
en Euskadi, medio en broma medio en serio, que el PP es una máquina de fabricar
votos nacionalistas. Es posible. Pero eso es en Euskadi. Fuera de Euskadi, con
parciales excepciones –bastante numerosas en Cataluña, menos en Galicia–, el PP
funciona como una potente máquina generadora de odio a lo vasco.
En Madrid, donde
habita –no se olvide– el 10% de la población española, los vascos tenemos que
ocultar nuestra condición, si queremos ahorrarnos desagradables incidentes. La
cosa ha llegado a extremos de auténtico sofoco: gente que se enorgullece en
público de boicotear los productos vascos, que retira sus cuentas del BBVA –el
típico banco nacionalista, como se sabe–, que es capaz de desplazarse
kilómetros para no comprar en Eroski...
Hace poco, un
españolísimo diputado vasco, de los que dicen todas las frescas del mundo
contra Arzalluz e Ibarretxe, se desplazaba por Madrid con su coche matrícula de
San Sebastián. En un semáforo, el conductor del coche de al lado le hizo señas
para que bajara la ventanilla. Lo hizo y se encontró con que el otro le
gritaba: «¡Vascos, hijos de puta!».
El otro día me di
un pequeño golpe en la puerta trasera de mi coche. Mi seguro ya no es a todo
riesgo, lo que quiere decir que, si no quiero gastarme una pasta, sólo tengo
dos opciones: o dejar el bollo tal cual o conseguir que alguien me dé otro
golpe y su compañía de seguros se haga cargo de la reparación. Bromeaba ayer
con unos amigos diciendo que se me ha ocurrido una idea: poner en la puerta
trasera, sobre el golpe, una pegata que diga Gora Ibarretxe! Convenimos
todos en que, si lo hago, es seguro que en el plazo de pocas horas algún
conductor capitalino, henchido en patriótica indignación, me habrá embestido.
¿Inconvenientes
de mi astucia? Uno: es posible que el tipo me embista con tanta fuerza que no
sólo desgracie el coche. Dos: es también posible que, en vez de darme los datos
de su seguro, me arree cuatro puñetazos.
Nos lo tomamos a
coña –qué remedio–, pero las cosas están así. No hay más que repasar el
espectáculo que han montado con La pelota vasca para constatar hasta qué
punto propician a la histeria colectiva. ¡Pero si hasta hubo un agitador
exaltado con ínfulas de periodista que reclamó a voces en Radio Nacional que la
autoridad judicial secuestrara la película, a la vez que admitía que no la
había visto!
Encantados con
los beneficios que les aporta la exaltación desaforada del nacionalismo
español, dando de paso rienda suelta a sus más arraigadas pulsiones
ideológicas, regocijados por la parálisis que causan con ello en el PSOE, el PP
y sus propagandistas han puesto en marcha una disparatada carrera hacia el odio
total. Aprendices de brujos, han abierto la caja de Pandora en la que estaban
encerrados los viejos fantasmas de la Una, Grande y Libre, del «más vale una
España roja que una España rota», del «Dios, Patria, Rey».
Pero, una vez
liberados, los fantasmas se independizan. Y ya no responden a ningún conjuro.
Ni siquiera al de sus amos. Imponen su propia ley.
Todo esto me da
miedo.
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Una raza especial
(Viernes, 26 de septiembre de 2003)
La familia de José Couso va a sacar un libro
colectivo sobre la tragedia que supuso la muerte del cámara trabajador de Tele
5. Ya a punto de cerrar las aportaciones, me pidieron una. Dije a la persona
que me llamó que yo no tuve con él más que un contacto y que fue, además, para
un asunto profesional, que no dio margen para nada personal. Me respondió que
no me pedían que hablara de su persona, sino de lo que yo quisiera, siempre que
tuviera alguna relación con el caso. No sé si lo que he escrito llegará a
tiempo de entrar en el libro. En todo caso, es lo siguiente:
Son de una raza especial. Cuando la realidad cruje,
cuando estalla, cuando los demás cerramos los ojos o nos protegemos la cara con
las manos, o volvemos la vista para no afrontar el horror, o echamos a correr
en dirección contraria, ellos empuñan la cámara sin pestañear, instintivamente.
Y fotografían, o filman. Y saben qué fotografiar, y qué filmar.
Lo que no saben es protegerse.
Empecé a tratar a los hombres y mujeres de esa raza en
los tiempos de la transición española, cuando acudía con ellos a actos
políticos en los que todo podía acabar –y solía acabar– como el rosario de la
aurora. A mí me tocaba escribir, pero eso no lo sabía más que yo. A ellos les
tocaba fotografiar, o filmar, y eso lo veía todo el mundo. Mientras con
nosotros nadie se metía casi nunca, casi siempre había alguien dispuesto a irse
a por ellos: toda suerte de fascistas y policías de porra fácil.
El daño solía serles doble. Porque, mientras nosotros
disimulábamos fácilmente nuestro material de trabajo –los ojos, la memoria; un
papel y un bolígrafo, como mucho–, ellos cargaban con sus mejores tesoros –cámaras,
teleobjetivos, angulares–, carísimos, pagados de su bolsillo y rara vez asegurados. Quienes les pegaban no
se conformaban con sus cuerpos: les rompían las pertenencias.
José Couso era un espécimen arquetípico de esa raza.
La de los periodistas gráficos, que se define finamente. La de los foteros, que solemos decir en la
jerga del ramo.
Nadie crea que es gente que ama el riesgo o la
aventura; que se postula para héroe o para mártir. Quizá haya alguno al que le
vaya esa marcha, puede ser. Pero la inmensa mayoría son tipos discretos,
prudentes, a veces incluso reservados, parcos en palabras, bastante celosos de
su salud y muy conscientes del valor del material que manejan.
Su problema es que tienen metido en el cuerpo el
veneno de la mirada. Han aprendido no sólo a mirar, sino a hacernos ver. La
elección de la imagen, de la luz, del encuadre, del momento: es su modo de
contarnos lo que piensan. Y lo que sienten. Es un oficio, pero también un arte.
Todos podrían apuntarse a la máxima de Picasso: «Yo no busco; yo encuentro».
Estoy seguro de que, cuando José Couso montó al hombro
y puso en marcha su cámara en Bagdad, sabía que corría un enorme peligro. Pero
apuesto cualquier cosa a que pensó en ese peligro mucho antes de coger la
cámara. Tal vez el día anterior, por la noche, antes de dormir. Probablemente
mezcló a esa certeza del peligro –al miedo–, muchos otros sentimientos: la
conciencia de estar mal pagado, de trabajar en condiciones penosas, de no ver
reconocido el valor de su obra, de estar siendo explotado por dos docenas de
señoritos bien cebados. Y más.
Pero no en el momento. Porque el periodista gráfico de
raza, cuando coge una cámara, desde el mismo momento en que la coge, sólo
piensa en captar el instante, en que su intuición –construida con horas y más
horas de paciente oficio– se encargue de guiar sus pasos. En hacerlo bien. En
contarnos lo que tiene delante, como testigo excepcional.
El infausto día en que Couso fue asesinado, se
encontraron frente a frente los dos objetivos más opuestos que cabe encontrar.
El de la cámara de José, que trataba de
inmortalizar un pedazo de Historia –un trozo de vida–, y el del arma del
soldado estadounidense, que disparó contra él para hacerle otro hueco más a la
muerte.
Ésa es la cruel
paradoja de estos tiempos: que muere la vida, que vive la muerte.
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de los Apuntes del Natural – ¿Qué son los Apuntes? – Vuelta
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