Apuntes del natural
[Del 7 al 13 de noviembre
de 2003]
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La sucesión
(Jueves,13 de noviembre de 2003)
«¿Realmente es tan ejemplar el proceso de sucesión de Arzalluz en el PNV?», me pregunta
un joven lector burgalés que oyó ayer la tertulia matinal de Radio Euskadi, en
la que participé y que tuvo como invitado a un Josu Jon Imaz dispuesto a
deshacerse en elogios hacia su rival en la carrera a la Presidencia del PNV.
Parece sin duda bastante mejor ese sistema
de selección del candidato que el aplicado por José María Aznar en el Partido
Popular para imponer a Mariano Rajoy, o incluso que el utilizado por Jordi
Pujol para colocar a Artur Mas. En el
caso del PNV, las bases locales tienen posibilidad de escuchar a los candidatos
y de expresar su opinión.
De todos modos, conviene no pensar que las
cosas son tan idílicas como aparecen. Eso que he llamado «las bases locales»
constituye una realidad a veces bastante difusa. Hay muchos militantes del PNV
que aparecen por las asambleas locales de ciento en viento. A algunos se les ve
por el batzoki sólo cuando hay algo importante que votar. En ocasiones ha
habido sorprendentes afiliaciones masivas –no siempre frustradas– justo en las
vísperas electorales, tanto cuando había que elegir responsables internos como
cuando se trataba de respaldar el cierre de tales o cuales listas de candidatos
a parlamentarios, junteros o munícipes. Por esta razón, algunas agrupaciones
han llegado a decidir que sólo tienen derecho a votar en las asambleas aquellos
militantes que acreditan su presencia en un cierto número de asambleas
ordinarias anteriores. Para asegurarse de que se trata, efectivamente, de militantes.
También conviene relativizar la pugna de guante blanco que están
protagonizando Imaz y Egibar, que están casi empatados en el apoyo de
agrupaciones locales (porque Imaz aventaja a Egibar en una veintena, pero una
veintena son las que respaldan a Arzalluz, aunque éste haya anunciado ya que no
quiere aspirar a la reelección, y Arzalluz dará su apoyo a Egibar). Y es
preciso relativizar su pugna porque, a diferencia de anteriores ocasiones, en
ésta no se va a decidir quién lidera el partido.
Bien encarnizada que fue a veces la reyerta
cuando lo que se jugaba era quién iba a mandar y la línea que se iba a seguir.
Si lo sabrá el propio Arzalluz.
Ahora el liderazgo no está en juego, porque
el líder indiscutido del PNV es el lehendakari
Ibarretxe. Se lo he oído decir al propio Arzalluz: «Me puedo retirar tranquilamente,
porque sé que dejo la nave en buenas manos». Y no se refiere ni a Imaz ni a
Egibar. Para dirigir el aparato del
partido, cualquiera de los dos le vale. Es cierto que a Arzalluz le va más el estilo de Egibar. Sintoniza mejor con
el espíritu de los jelkides mayoritarios
en Gipuzkoa, Araba y Nafarroa. Aprecia más peligro en el acomodamiento
burocrático de los que él llama carguistas,
cuyo peso principal está en Bizkaia. Pero tampoco cree que Imaz sea
emanación de éstos. Y da por hecho que los carguistas
son conscientes de que, hoy por hoy, no tendrían ningún porvenir si se
enfrentaran a Ibarretxe.
Dicho de otro modo: han hecho el ridículo
los comentaristas sabiondos de la
Villa y Corte que sostenían que Ibarretxe era sólo una marioneta de Arzalluz.
Hace años que el lehendakari hace su
propia política. Y la hace a su modo. Gracias a ella y al respaldo social que
ha ido acumulando, se ha hecho de manera natural
también con el liderazgo del partido. Arzalluz no ha decidido retirar su
candidatura a la reelección hasta que ha constatado que Ibarretxe tiene las
riendas y nadie va a arrebatárselas a corto o medio plazo. (Para uso de quienes
especulan con que Arzalluz va a seguir dirigiendo el PNV «desde las
bambalinas»: ni quiere, ni podría, ni sabría hacerlo. En lo único que tal vez
Arzalluz no acabe de retirarse es de los contactos para lograr que ETA deje las
armas. Pero ése es otro capítulo.)
Hay un problema nuevo que va a afrontar el
nacionalismo vasco, eso sí: el fin de la bicefalia. Formalmente seguirá habiendo
dos jefes diferentes, uno del Gobierno y otro del partido. Pero en la práctica eso
se ha acabado ya. Se terminó esa dialéctica,
de la que muchos peneuvistas se sentían orgullosos; ésa tensión
supuestamente fructífera entre el pragmatismo y el doctrinarismo; esa capacidad
para, de un lado, alimentar los sueños radicales de fin de semana y, del otro,
tranquilizar el conservadurismo de los días laborables.
Pero tiempo habrá de seguir con todo esto,
que hoy se me está haciendo tarde.
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El veranillo de San
Martín
(Miércoles,12 de noviembre
de 2003)
Ayer empecé el día cumpliendo con mis
deberes. Como cualquier otro martes. Escribí mi apunte, lo jibaricé para dejarlo en el tamaño de una columna, la
mandé al periódico, repasé las cosas de la casa, puse una lavadora (lo de
dentro, claro), quedé con la gente de Radio Castelldefels para una entrevista
sobre (contra) la Monarquía, di de comer a los gatos, reparé un hueco de
cemento en el muro del camino... Y me senté ante el ordenador, que es lo mío.
A responder el correo. A seguir trabajando.
Al cabo de unas horas –allá por el
mediodía– hice una pausa. Como cualquier otro día. Las hago cada tanto. Para
relajarme.
Salí a tender la ropa recién lavada. Y me
quedé mirando el cielo. Limpio, perfecto, con una luz casi irreal.
Oh, por Dios: ¡no podía dejar que el día se
perdiera, como si fuera cualquier otro!
Me puse como coartada los recados que tenía
pendientes, recogí todo, me subí al coche y, sin la menor mala conciencia –todo
lo contrario, por lo que recuerdo–, me bajé al mar.
Apenas había nadie en el paseo marítimo. Me
senté en una terraza a leer el periódico, encargué un arroz a banda y dejé
resbalar la mirada por la playa vacía, oyendo las conversaciones relajadas de
los viejos que disfrutaban del plácido sol de noviembre, como yo.
¡Hacía calor!
Terminado el arroz –barato y bueno–, hice
mis compras. Me acerqué a una gasolinera, para que me cambiaran el aceite del
coche. Comprobé cómo me va la vida: 8.000 kilómetros en apenas dos meses. No es
plan.
Me fijé en la chica que vende pañuelos de
papel en el semáforo del cruce, junto a la estación de servicio. Tiene un
aspecto lastimoso. «En cuanto saca cuatro perras, avisa a su novio, viene y se
meten una raya», me dijo el currito, de acento ecuatoriano.
Hablamos de Madrid. Me contó que vivió
allí.
Coincidimos en que, hechas las cuentas,
esto es mejor. Menos malo. Aunque también dé pena.
Terminados los encargos, paseé un rato más
junto al mar. Seguía aquella luz tan especial, tan hermosa.
Al final, retorné a casa, a la montaña.
La tarde se iba convirtiendo en noche.
Me quedó justo el tiempo de cenar y ordenar
los papeles.
Adiós a la jornada. El veranillo de San
Martín. L´été de la Saint Martin, que
cantaba Jean Ferrat en 1966. No sé.
Sentí como si hubiera aprovechado más el tiempo que otros días. Para vivir.
n
Pero cayó la noche, y me dormí, y me
desperté inquieto. No podía quitarme de la memoria y de la entraña la noticia
escuchada a última hora. Esperada, pero amarga.
Ha muerto Miquel Marti i Pol.
Me levanté de madrugada y busqué entre
papeles, y entre discos, hasta que lo encontré:
Ara mateix
Ara mateix enfilo aquesta agulla
amb el fil d'un propòsit que no dic
i em poso a apedaçar. Cap dels prodigis
que anunciaven taumaturgs insignes
no s'ha complert, i els anys passen de pressa.
De res a poc, i sempre amb vent de cara,
quin llarg camí d'angoixa i de silencis.
I som on som; més val saber-ho i dir-ho
i assentar els peus en terra i proclamar-nos
hereus d'un temps de dubtes i renúncies
en què els sorolls ofeguen les paraules
i amb molts miralls mig estrafem la vida.
De res no ens val l'enyor o la complanta,
ni el toc de displicent malenconia
que ens posem per jersei o per corbata
quan sortim al carrer. Tenim a penes
el que tenim i prou: l'espai d'història
concreta que ens pertoca, i un minúscul
territori per viure-la. Posem-nos
dempeus altra vegada i que se senti
la veu de tots solemnement i clara.
Cridem qui som i que tothom ho escolti.
I en acabat, que cadascú es vesteixi
com bonament li plagui, i via fora!,
que tot està per fer i tot és possible.
Adiós, Miquel, amigo. Todo sigue estando por hacer. Y todo sigue siendo
posible.
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La imposición de
Ibarretxe
(Martes,11 de noviembre de
2003)
Sostiene Eduardo
Zaplana que el plan Ibarretxe representa
el ataque más grave que se ha lanzado contra la democracia desde la intentona
golpista del 23-F.
Supongo que pronto
se dará cuenta de que esa declaración suya puede ser tomada como una
preocupante muestra de tibieza, rayana en la complicidad, y que la rectificará,
para proclamar que lo de Ibarretxe es obviamente mucho más grave que el 23-F
porque, si bien aquello implicó la ocupación del Congreso de los Diputados y el
paseo de los tanques de Milans por las calles de Valencia, sólo duró unas
horas, en tanto lo de Ibarretxe representa un desafío mucho más
prolongado.
Hay una especie de
competición en la clase política española,
con nutrida participación del gremio judicial y fiscal, a ver quién es capaz de
calificar más duramente la iniciativa de Ibarretxe: intolerable ofensa contra
la Constitución, intento camuflado de minar las bases de la convivencia, ataque
letal contra la democracia...
¿Puede una propuesta
de discusión ser todo esto?
«¡Es un plan secesionista!», claman.
No lo es, y lo
saben. Ni en los pasos que se marca para su desarrollo ni en la fórmula final
que inicialmente se propone, y que atribuye al Poder central las tareas clave
de todo Estado, lo que entraña una renuncia expresa a la independencia de
Euskadi. (*)
Pero aunque lo
fuera. Nos pasamos años repitiendo la cantinela aquella de que todas las ideas
pueden ser defendidas, siempre que se propugnen por métodos pacíficos. ¿Qué era
aquello? ¿Una afirmación errónea? ¿Tal vez una artimaña? Pongamos que, en
efecto, la propuesta del Gobierno de Ibarretxe fuera secesionista. Pues se
discute, se argumenta la conveniencia de rechazarla, se muestran sus peligros,
se moviliza a la opinión pública contra ella. Como han hecho en Québec los
contrarios a la disgregación. Pero no se responde con un «¡Tú
te callas ahora mismo o te vas a enterar, pedazo de cerdo!». Más que nada
porque queda un poco feo viniendo de quien se pretende paladín de la
convivencia pacífica y el imperio de las libertades públicas.
«Nos avendríamos a
discutir si se tratara realmente de una propuesta», replican. «¡Pero no es eso! ¡Es un intento de imposición!».
Veamos de cerca el
asunto, porque para mí que es aquí donde está la clave.
Lo que proponen los
tres partidos del Gobierno de Vitoria –que mantienen importantes diferencias
entre sí en cuanto a dónde se trata de llegar– es iniciar un debate
parlamentario, cuya conclusión no cabe prefigurar, ni en el cuándo, ni en el
cómo, ni en el qué. Ibarretxe ha presentado un documento para que haga las
veces de guión del debate, pero ése es el punto de partida, no el de llegada.
No hay en este primer trámite imposición alguna.
Segundo paso:
supongamos que el debate concluyera con una fórmula que fuera aprobada por la
mayoría del Parlamento Vasco. Tampoco eso acarrearía ninguna imposición, puesto
que el Gobierno vasco admite sin problemas que tal acuerdo parlamentario no
tendría valor suficiente en sí mismo, y que la fórmula consensuada debería ser
sometida al refrendo o el rechazo del conjunto de la población de la Comunidad
Autónoma Vasca. Cosa que, por lo demás –insiste–, sólo podría materializarse en
condiciones de ausencia de violencia, que permitieran la defensa libre de todas
las opciones.
Pero es que tampoco
se pretende que la decisión mayoritaria de la población de la CAV, de
producirse, pudiera dar lugar a ningún trágala. Tampoco el eventual refrendo
popular de la fórmula acordada en el Parlamento representaría la última palabra
en el debate. Porque, en efecto, Ibarretxe aclara que, por muy mayoritariamente
que el pueblo vasco respaldara su proyecto u otro de similares características,
debería ser sometido a la consideración de los representantes de los demás
pueblos que se integran en el Estado español, puesto que de lo que se trata es de establecer un sistema de
convivencia que sea válido para todos, y eso no puede resultar de ninguna
decisión unilateral.
Así pues, el plan no
tiene carácter impositivo en ninguna de las fases que propone.
Lo cual no quiere
decir que no haya aquí un problema de imposiciones.
Al contrario, y como
decía antes, es precisamente ahí donde está la madre del cordero. Porque el
plan de Ibarretxe propone un camino que no está sujeto en ninguna de sus fases
a ninguna imposición exterior a la propia sociedad vasca. Establece una vía
para la determinación previa de la voluntad mayoritaria de Euskadi y, sólo una
vez fijada ésta, para alcanzar un acuerdo con España (o con el resto de España,
o del Estado, o como se quiera).
Es el proceso mismo
de determinación particular del deseo nacional vasco lo que no admiten los defensores
del Estado-Nación español, porque rechazan que merezca consideración singular
lo que ese segmento de la población española –que de eso se trata, para ellos–
pueda opinar por su cuenta.
A veces tratan de
ponerse didácticos y nos dicen a los vascos autodeterministas, nacionalistas o
no: «Es como si Álava os dijera que no quiere ser parte de Euskadi. ¿Lo
aceptaríais?». Y no entienden un pijo cuando les repondemos: «Si la mayoría del
pueblo de Álava –del pueblo, directamente, no de tales o cuales representantes
elegidos para otras tareas– expresara un rechazo así, admitiríamos que vamos
por mal camino. Y nos lo replantearíamos todo, por supuesto».
«Espíritu
foralista», señalarán algunos. «Confederalista», replicarán otros.
Me pregunto qué
nombre habrá que dar a la doctrina de quienes pretendemos que la gente esté
sola y en sociedad lo más a gusto que humanamente quepa.
–––––––––
(*) Invito a recordar lo que se dice en el artículo 45, capítulo V, del proyecto presentado por Ibarretxe, en relación las políticas públicas atribuidas al Estado en el ámbito de la Comunidad de Euskadi. Perdón por la longitud de la cita:
«1. En su relación con la Comunidad de
Euskadi, quedan reservadas al Estado bajo carácter exclusivo, las potestades
legislativas y de ejecución que correspondan, en los términos que a
continuación se establecen, a los efectos que requiera la elaboración,
ejecución y control de políticas públicas en los siguientes ámbitos:
a) Nacionalidad española, extranjería y
derecho de asilo, sin perjuicio del carácter compartido de las políticas de
emigración e inmigración, en función de su incidencia en las políticas
sectoriales exclusivas de la Comunidad de Euskadi.
b) Defensa y fuerzas armadas.
c) Régimen de producción, comercio, tenencia
y uso de armas y explosivos.
d) Sistema monetario.
e) Régimen aduanero y arancelario.
f) Marina mercante; abanderamiento de buques
y matriculación de aeronaves; control del espacio aéreo.
g) Relaciones internacionales, sin perjuicio
de las actuaciones con repercusión exterior que se reconocen a la Comunidad de
Euskadi en este Estatuto.
2. Asimismo en su relación con la Comunidad
de Euskadi, queda reservado al Estado dictar la legislación común en los
ámbitos que a continuación se señalan, sin perjuicio de la capacidad de las
Instituciones vascas para su desarrollo y adaptación a su derecho sustantivo,
así como para su aplicación y ejercicio de las potestades de ejecución que
correspondan.
De acuerdo con ello, corresponderá al
Estado:
a) Legislación penal, penitenciaria y
procesal, sin perjuicio de las particularidades del derecho sustantivo vasco.
b) Legislación mercantil, sin perjuicio del
desarrollo de las bases de las obligaciones contractuales de carácter
mercantil, así como en su caso de las bases de los contratos y concesiones
administrativas.
c) Legislación civil, sin perjuicio del
derecho privado civil foral o propio de Euskadi.
d) Legislación de propiedad intelectual e
industrial.
e) Pesas y medidas, contraste de metales y
determinación de la hora oficial.»
Nota final.— No me llaméis vago por terminar mi apunte a las 10:10. Lo he empezado a las 07:15. Pero unas veces divago, otras me entretengo poniéndome objeciones y polemizando conmigo mismo, otras... Otras salgo y paseo un rato para refrescarme y recordar que la vida sigue su curso.
Hace un tiempo precioso en este veranillo de San Martín mediterráneo.
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Sólo los ricos lloran
(Lunes,10 de noviembre de
2003)
El fin de semana
futbolístico ha resultado bastante desastroso para mis intereses.
Para mis intereses
futbolísticos, quiero decir. No para los laborales. Porque, como mi afán masoca
es más bien limitado, cuando estoy viendo por televisión un partido, el
resultado me disgusta y no le veo remedio, me pongo a trabajar y me quedo tan
ancho. Es lo que he hecho anoche y anteanoche durante los tramos finales de los
dos partidos perdidos por los equipos de mi preferencia, a saber, la Real y el
Valencia. A ambos les vi perder por el mismo resultado.
Y a los jugadores de
ambos el mismo aire de desolación. Desolados los del
Valencia, porque se dejaron el liderazgo en un par de fallos defensivos casi
infantiles, y desolados los de la Real, porque iban ganando y fue uno de los
suyos, Jauregi, el que metió los dos goles del Depor.
A Jauregi le vi con
una cara de cabreo de aquí te espero. Pero no le vi llorar.
A quien sí le vi
llorar fue a Rubén, defensa del Real Madrid que ayer estuvo de pena. El chaval
no tuvo su día.
Son cosas que pasan.
Pero no a ellos. No a los del Real Madrid.
En el cuarto gol,
Casillas ni se movió. Y se quedó con una cara de asco francamente ofensiva para
sus defensas.
Aprender a perder es
un ejercicio como otro cualquiera. Requiere entrenamiento, desde luego, pero
también un temple particular. A la gente que vive entre algodones suele dársele
mal.
Creo que a los
jugadores del Madrid les viene bien perder. Creo que es bueno que pierdan.
Les deseo que
pierdan muchas veces. Por su propio bien.
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Las citas de Sabino
Arana
(Domingo, 9 de noviembre de 2003)
Desde hace unos
días, El Mundo incluye a diario en el
frontispicio de su portada una cita de Sabino de Arana Goiri, fundador del
Partido Nacionalista Vasco.
La inclusión de esa
serie de citas, en realidad bastante poco acorde con la intención inspiradora
de la mini-sección –en principio se decidió recoger en ese espacio frases,
sentencias y aforismos de carácter positivo, que animaran a los lectores a la
reflexión, no al enconamiento–, persigue el obvio fin de desprestigiar la
doctrina sabiniana, cosa que, al parecer, los autores de la idea consideran
especialmente pertinente ahora, cuando el Gobierno autónomo trata de impulsar
su plan soberanista.
Parten, para
empezar, del criterio de que la doctrina
sabiniana goza de un elevado predicamento dentro del mundo nacionalista vasco.
Lo cual es incierto.
La inmensa mayoría
de los nacionalistas vascos sabe de sobra que Arana Goiri defendió posiciones
abiertamente racistas y exclusivistas, y no les guarda ningún aprecio.
Lo que rescatan los
actuales nacionalistas vascos de la trayectoria de Arana no es su muy tosca y
cateta formulación del ideario euskotarra,
sino el impulso práctico que dio a la
conversión de la difusa rebeldía nacional de muchos vascos de finales del siglo
XIX en un movimiento político organizado.
Los postulados
doctrinales de Arana fueron muy pronto puestos en cuestión, incluso por él
mismo, hombre de notable inestabilidad ideológica. Lo que siguió adelante y
cobró fuerza, en cambio, fue su transformación del viejo foralismo en un
potente catalizador de las energías destinadas a eso que ahora se llama –a mi
juicio con escaso tino– «la construcción nacional de Euskal Herria».
En contra de lo que
tal vez imaginen los promotores de este compendio de citas, el recuerdo de las
ideas disparatadas de Arana Goiri no provoca ninguna desazón en los nacionalistas
vascos, que las conocen de sobra, y las desaprueban. Lo que sí puede es elevar
todavía más el grado de hostilidad que amplios sectores de la población
española sienten hacia el nacionalismo vasco, en particular, y ya para estas
alturas, contra los vascos, en general.
Puede elevar la
virulencia de esa hostilidad, sí, y –lo que es peor– hacerlo con trampa. Porque
no sólo no ilustra al lector poco versado sobre el hecho de que la mayoría de
los nacionalistas vascos están al margen de tan primitivo e irracional ideario,
sino que tampoco le hace saber que somos bastantes los vascos que, muy alejados
de la órbita del PNV, venimos defendiendo desde hace décadas el derecho a la
autodeterminación de nuestro pueblo no sólo al
margen del ideario sabiniano, sino incluso en contra de él.
Este modo de citar
tampoco previene al lector ante el hecho de que en la literatura, política y no
política, de los inicios del siglo pasado –por no remontarse en el tiempo– era
facilísimo toparse con formulaciones racistas, xenófobas, machistas, clasistas
y hasta descaradamente inciviles y violentas.
Incluso en autores
que hoy son considerados muy estimables.
Pío Baroja,
radicalmente hostil al nacionalismo vasco, escribió, bastante después que Arana,
los artículos que fueron compendiados en Comunistas,
judíos y demás ralea, antología de disparates racistas, reaccionarios y
antisemitas que hizo las delicias de
los falangistas españoles. Otro vasco anti-nacionalista, el españolísimo Miguel de Unanumo –quien,
por cierto, tenía un elevado concepto de Sabino Arana, lo que dice bastante...
de ambos–, perpetró páginas xenófobas de grueso calibre. Llegó a pretender que
los catalanes son «como sus edificios: todo fachada», desvarío muy del estilo
del que condujo al magnífico gallego y galleguista Curros Enríquez a
compararnos a los vascos con nuestras montañas, para «demostrar» que en
realidad parecemos mucho, pero somos poca cosa. Ni qué decir tiene los sustos
que podría procurar a más de uno la consideración ideológico-política de la
obra de José Ortega y Gasset, al que no pocos consideran no ya el mejor, sino
el único filósofo español del siglo XX digno de estima.
No quiero ni pensar
lo que podría dar de sí una antología de las letras hispanas que tomara como
sujeto –y objeto– la etnia gitana. Habría que reservar un espacio en el oprobio
colectivo incluso para personas tan «buenas, en el buen sentido de la palabra»
como don Antonio Machado, que hasta en verso dejó constancia de las debilidades
de su sentido de la hermandad universal.
De Cervantes a Santa
Teresa, pasando por Tirso y Calderón. Y, a escala internacional, desde Shakespeare a Lincoln, pasando por
Napoleón y Bakunin. El que no tenía
entre ceja y ceja a los judíos, tenía a los moros,
o a los negros. ¿Lincoln a los negros? Ay, sí, hijos míos: don Abraham
siempre pensó que lo mejor era devolverlos a África y quitárselos de enmedio.
Nada más alejado de
mi intención que comparar las reales o supuestas excelencias literarias de
estas y otras prestigiosas firmas con la prosa de Sabino Arana, inasequible a
la admiración, se tome por donde se tome. Pero admítaseme que, si de
descalificarla por su incorrección política se trata, habría que ponerla en la
abundante compañía histórica que se merece.
No sé, en suma, qué
de inteligente y de benéfico puede tener, a la hora de considerar el proyecto
de reforma del Estatuto presentado por el Gobierno vasco, meter en danza los
delirios de grandeza bizkaitarra de
Sabino de Arana-Goiri. Porque el proyecto de Ibarretxe –más o menos acertado en
esto o en lo otro: discutible por propia definición– no se basa en ninguna
pretensión de superioridad de los vascos, sino en una modesta reivindicación de
igualdad.
«Decidan ustedes
sobre su vida en paz; dejen que nosotros decidamos en paz sobre la nuestra. Y,
a partir de ahí, de ese respeto mutuo, veamos en qué podemos ponernos de
acuerdo para ayudarnos y colaborar en todo lo que a todos nos convenga».
Si ése es un mensaje
sabiniano, que venga Jaungoikoa y lo vea.
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Gente extravagante
(Sábado, 8 de noviembre de 2003)
El príncipe de Gales
–al que por aquí le dicen Carlos, si bien se llama Charles– está metido en un
lío de mil pares. (En otro lío de mil
pares, habría que decir, aunque no sé si la nobleza inglesa dará para tanto
par.)
El asunto es que ha
corrido como la pólvora por aquellos lares un rumor maledicente que le afecta y
que, como casi todos los de ese género, parece que forma parte del rico legado
de chismes dejado por su ex, la difunta lady
Diana Spencer.
Se cuenta que,
siendo Charles mozalbete, presenció sin hacer demasiados ascos cómo un noble de
la Corte sodomizaba a otro jovenzuelo.
Bien, eso es lo que
se dice, pero sin aportar más prueba que el enésimo «lo contó Diana» (que tanto
da que lo contara o no, porque está acreditado que mentía cual bellaca
recalcitrante y, además, hablaba necesariamente de oídas, porque no pudo
presenciar los hechos).
El asunto circulaba
por los circuitos de internet y otras vías propicias al infundio cuando hete
aquí que un tabloide sensacionalista,
Mail On Sunday, consideró que, de
cara al fin primordial y último de la moderna profesión periodística, que no es
otro que el de ganar mucho dinero, podía ser buena idea recoger la historia
negro sobre blanco, o todavía mejor a colorines, un buen domingo de este
plomizo noviembre británico. Lo cual levantó las iras de la Casa Real, que
presionó con todas sus fuerzas y el apoyo de un juez para que la historieta no
fuera publicada, lo cual, a su vez, levantó las iras de The Guardian, solvente diario de la city, que reclamó el derecho de los ciudadanos a conocer las
extralimitaciones de Buckingham Palace (si bien añadió que no concedía a la
historia crédito alguno, pero ésa es otra). Al final, pa cagala, como en el chiste, el secretario personal del príncipe
de Gales ha salido a la palestra para decir a millones de personas que lo que estaban
cotilleando unos pocos cientos de miles es mentira, con lo que lo fundamental
que ha conseguido es que ahora mismo el cotilleo corra desatado por todo el
Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, y hasta por el ancho mundo de la
Commonwealth.
¿Qué es lo más
interesante de este episodio? La evidencia de que, para estas alturas, la gran
mayoría de los ciudadanos británicos está dispuesta a creer cualquier cosa de
los miembros de la Corte. Con lo cual este cuento también ha podido entrar en
el circuito de los escándalos y ser aceptado como perfectamente verosímil.
La Casa Real
española debería hacer un homenaje de devoción y agradecimiento infinito a los
mandamases del periodismo local. Éstos, renunciando a sus obligaciones
profesionales, se enteran cada año de varias historias tan extravagantes y
bochornosas como las más floridas del monarquismo británico, pero guardan
sepulcral silencio, reservándoselas para las sobremesas picantes de la gente guapa. ¡Ah, si las paredes de Baqueira
hablaran y contaran lo que no relatan los diarios españoles (todos ellos, por
cierto, de formato tabloide)!
La Prensa británica
pretende contar hasta lo que es mentira. La española calla, incluso lo que sabe
que es indiscutible verdad. Cuanta razón tenía aquel ministro de Turismo de
Franco, por nombre Manuel y por apellido Fraga, que se inventó el lema Spain is different.
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Sin demasiado ánimo
de polémica
(Viernes, 7 de noviembre de 2003)
Dice El
País en su artículo editorial de hoy, titulado «La opción del Príncipe»: «El
matrimonio [el anuncio del matrimonio, supongo que quiere decir. JO]
con una mujer moderna, universitaria y de
destacado perfil profesional ha sido bienvenido para la mayoría de los
españoles, según todas las encuestas. Sólo puristas del monarquismo de siglos
pasados pueden echar de menos junto al heredero de la Corona a una princesa,
aunque sea de opereta y cuyos únicos méritos fueran su cuna y presencia en el
Gotha.»
Sin ánimo de mucha polémica –sólo la
imprescindible–, señalaré que, aplicando la propia lógica del editorialista al
conjunto del temario que aborda, debería decir: «Sólo monárquicos absurdos –es
decir, monárquicos– pueden pretender que la Jefatura del Estado español la
herede un caballero cuyos únicos méritos son su cuna y su presencia en el
Gotha».
Se ve mal por qué el editorialista
independiente de la mañana considera que esos méritos son «de opereta» cuando
se trata de la aspirante a reina, pero no cuando se trata del aspirante a rey.
Añade el escribidor: «Cabe esperar que la modernización de la
Monarquía incluya también en un futuro próximo la abolición del privilegio
sucesorio que la Constitución establece a favor de los descendientes varones,
aunque se trata de un artículo de la Carta Magna especialmente blindado y la
oportunidad de su reforma exige un cuidadoso cálculo por parte de las fuerzas
políticas.»
A lo que cabe responder, y respondo:
1.- Es vana su
pretensión de que la Monarquía se modernice. Modernizar una Monarquía es como
actualizar el neolítico.
2.- ¿Por qué
hay que abolir el privilegio sucesorio de los descendientes sobre las
descendientes y no abolir, sin más, el privilegio que tienen todos los
descendientes regios, varones y hembras, sobre el resto de la ciudadanía?
3.- ¿Qué mierda de «cuidadoso cálculo» hay
que hacer para modificar esas leyes chorras, sobre las que es imposible tratar
sin contaminarse de antidemocratismo? ¿Qué teme el editorialista de El País? ¿Que la Jefatura del Estado español
caiga en manos de un (o una) sinvergüenza? ¿Y sería eso una novedad?
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de los Apuntes del Natural – ¿Qué son los Apuntes? –
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