Apuntes del natural
[Del 21 al 27 de noviembre
de 2003]
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Todos contra Esquerra
(Jueves, 27 de noviembre de 2003)
Me preguntaron ayer a qué atribuía que CiU
se hubiera mostrado «abierta» a la defensa de ERC de un gobierno catalán de
concentración, con CiU, PSC, IC-LV y la propia Esquerra. Respondí que si CiU no
rechazaba esa propuesta es porque sabía que ya se encargaría el PSC de
descartarla. ¿Para qué hacerle un feo a ERC?
Oigo que Maragall ya ha dicho que no
cuenten con el PSC para esa operación. Se ha dado prisa en cumplir el augurio.
Aznar acudió ayer a Barcelona a multiplicar
las presiones sobre «las fuerzas vivas» catalanas y, en particular, sobre el
empresariado. Ya las había formulado Rajoy hace escasos días también sobre el
mismo terreno, pero Aznar quería dejarlas más claras todavía: les dijo que el
Gobierno del PP miraría con recelo una Generalitat de la que formara parte una
fuerza independentista. Al definir a Esquerra por ese rasgo, que no figura
entre sus objetivos a corto plazo, Aznar estaba tratando de apuntalar su
trinchera por el flanco que más le preocupa: Cataluña puede quebrar la imagen
de unanimidad que quiere dar a su fantasmagórica cruzada contra el separatismo.
Y el mensaje que estaba trasmitiendo a los empresarios catalanes no podía ser
más unívoco: «Si permitís que esa gentuza se meta en el Gobierno de Cataluña,
miraremos vuestros negocios como miramos los vascos. Olvidaos del apoyo y las
facilidades que habéis tenido. Preparaos para toparos con nuestra indiferencia,
si es que no con nuestro boicot». Los empresarios catalanes no ignoran que, por
ejemplo, el Gobierno central todavía no ha pagado ni un euro de los millones
que el Ejecutivo de Vitoria tuvo que invertir para combatir el galipote del Prestige, mientras ha dirigido a Galicia
un auténtico río de euros. Y tampoco desconocen lo que ha hecho el Gobierno de
Madrid para lograr que los proyectos vascos de infraestructuras férreas
–destinados a unir las tres capitales por línea de alta velocidad: la llamada Y vasca–, que hasta hace nada figuraban
en la lista de preferencias de la UE, hayan sido relegados a un segundo plano.
Por ejemplo, digo.
El empresariado catalán no es un todo único
en el plano político, obviamente. De hecho, la cena organizada ayer por Aznar
resultó un fiasco parcial. Habían previsto la presencia de 300 comensales y
hubo sólo 170. Y algunos de los que
faltaron son gente clave en la estructura empresarial de Cataluña.
Pero las diferencias que tienen entre ellos
no contradicen su unidad en un punto esencial: están uniformemente apegados a
su dinero. Se dice, y con mucha razón, que el dinero «es cobarde». Aznar sabe
que sus amenazas no caen en saco roto. Y que esos tenedores de dinero cobarde
tienen muchas y muy buenas relaciones con CiU.
El frente contra Esquerra es más sólido de
lo que parece. Estoy convencido de ello. Amigo de las crisis del Poder como
soy, me encantaría equivocarme y que Esquerra entrara al final a formar parte
preeminente de la Generalitat catalana. Pero lo dudo.
He escrito ya en otra ocasión que Mas no es
Ibarretxe. Aclararé más y mejor lo que pretendo decir: el modo de hacer
política de Artur Mas y su ideología profunda no tienen nada que ver con los de
Ibarretxe. Nada. Cero patatero.
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¡La relación de
fuerzas, estúpidos!
(Miércoles, 26 de noviembre de 2003)
Gran escándalo: ¡Francia y Alemania
incumplen los acuerdos que van contra sus intereses!
Dos respuestas:
1ª) Todos
los estados se saltan los acuerdos que van contra sus intereses cuando la
relación de fuerzas se lo permite. El Estado español, por ejemplo, no ha
honrado su firma al pie de acuerdos internacionales muy importantes, incluyendo
la Carta de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, por no hablar del Tratado de Kyoto sobre emisión de gases
contaminantes y del acuerdo mundial para ceder el 0,7% del PIB como
contribución al desarrollo de los países pobres.
2ª) Hay muchos economistas que sostienen
que el pacto europeo de estabilidad fue un error, porque convierte el déficit 0
en el objetivo esencial de las políticas económicas. Según ellos, ésa es sólo
una de las metas deseables, pero no la principal, que ni siquiera es el
crecimiento, considerado en abstracto, sino un crecimiento sostenible y
revertido en un crecimiento real del bienestar de las ciudadanías.
Yo no soy economista, pero la música de esa posición me suena bien.
En todo caso, lo esencial de este asunto es
que Alemania y Francia son la columna vertebral de la Unión Europea, tanto por
potencial económico como por realidad demográfica, lo que les permite marcar no
sólo el ritmo del avance comunitario, sino también el propio rumbo del avance.
Y si te gusta, estupendo, y si no, salte de la UE, a ver a qué te dedicas.
El anuncio del
cigarrillo
Hay un anuncio oficial destinado a disuadir
a la juventud del vicio de fumar tabaco que dice: «Sólo hay una forma
inteligente de coger un cigarrillo: ¡romperlo!».
Dando por supuesto que las autoridades no
estarán incitando a los jóvenes a romper cigarrillos de otras personas, porque eso equivaldría a incitarles a delinquir,
atentando contra el derecho a la propiedad privada, habremos de deducir que les animan a comprar cigarrillos, porque, si no, no
podrán romperlos.
Es decir: las autoridades piden a los
jóvenes que compren tabaco.
Lo cual es de lo más lógico, porque las
autoridades se forran con los impuestos por la venta de tabaco.
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¿Vale la pena?
(Martes, 25 de noviembre de 2003)
Asistí anoche a la conferencia que
pronunció Iñaki Anasagasti en el Club Siglo XXI. El público, el del Club Siglo
XXI: una exhibición de trajes grises con corbata rojas y
azules para ellos y una cierta cantidad de vestidos de chaqueta de
colorido discreto para ellas, escasas en número. Llegué con el acto recién
iniciado, así que me perdí una parte de la alocución introductoria de González
de Txabarri (que, según deduje de su
parte final, se había centrado en las alabanzas de rigor).
Anasagasti se había preparado su
intervención. Tal vez demasiado, porque, para que le cupiera exponer en la hora
reglamentaria todo lo que traía escrito, hubo de adoptar una velocidad de
lectura más que notable. Si a eso se añade que el texto era verdaderamente
denso, sin concesiones literarias ni anécdotas relajantes, resultó evidente la
dificultad del público para mantenerse a flote sobre el torrente de ideas. El portavoz
parlamentario del PNV hizo un recorrido histórico por las etapas del
nacionalismo, comenzando por la derrota de la causa carlista y la traición de
Bergara, examinando el sentimiento de frustración de la población autóctona de
finales de siglo, traumada por la hostilidad del poder político centralista y
el auge arrollador de una industrialización salvajemente manchesteriana,
recreando el ambiente en el que surgió y prendió con fuerza tanto la ideología
sabiniana como el nacionalismo político, contando cómo fueron los pasos de éste
durante el primer tercio del siglo XX, haciendo breve recuento de los aciertos
y los errores de la II República, dando cuenta del golpe tremendo que
representó el franquismo, insistiendo en cómo el nacimiento de ETA fue el fruto
conjunto de la brutal represión franquista y de la enorme popularidad que
encontraron en la juventud los idearios del nacionalismo tercermundista y del
comunismo guerrillero... ¿Sigo? La Transición, el papel del PNV durante la
misma, su parcial respaldo y sus reservas hacia el modelo de nuevo Estado
dibujado por la Constitución y por la realidad contante y sonante, sus apoyos
al PSOE, primero, y al PP, después, los
intentos de lograr una salida negociada a la violencia de ETA, su demostración
de que el llamado «conflicto vasco» no sólo es anterior, sino más amplio y más
hondo que el problema representado por ETA...
Explicar todo eso –y un puñado más de
cosas– en el plazo de una hora sería misión casi imposible en todo caso. Pero
si además te hallas ante un público que en su mayor parte no tiene ni pajolera
idea de lo que le estás contando, que tampoco le parece muy buena idea
enterarse, porque lo mismo eso le obliga a replantearse algo, y que además ha
acudido a la conferencia para ver de cerca cómo es un cerdo separatista...
entonces vas bueno. Añade a ese panorama un buen puñado de periodistas a la
caza de un titular, o de una frase que convenientemente extraída del contexto
resulte escandalosa, y ya tienes a mano el conjunto de factores demostrativos
de que hubiera sido mejor dar otra charla o, como diría Brassens, «ne pas
parler du tout», o sea, agradecer la invitación a la presidencia del Club Siglo
XXI y decirle muy amablemente que quizá en otro momento.
Abandoné el Club Siglo XXI preguntándome si
tiene sentido explicar estas cosas a las
grandes masas, que se decía antes, del pueblo español. Están intoxicadas
hasta los tuétanos. Mientras me tomaba una cerveza en el propio Club, al final,
me vi en la obligación surrealista de explicarle a un señor –que no supe quién
era, pero que se ve que él sí sabía quién era yo– que lo que me estaba diciendo
sobre los planes peneuvistas de «imposición violenta» del plan Ibarretxe me recordaba al chiste del millón de personas que va
llorando por un camino. «¿Qué os pasa?», preguntan a
uno. «Que nos han pegado», responde. «¿Quién?». «¡Diez
desalmados!», contesta. «¿Diez? ¿Cómo van diez a pegar
a un millón?». «¡Es que nos han rodeado!», replica el
otro.
¡El nacionalismo vasco imponiendo por la fuerza sus planes al Estado español! Sí, hombre;
manda a la Ertzaintza a tomar por asalto la División Acorazada Brunete.
Y te cuentan eso después de que el
Ministerio haya mandado a la Guardia Civil a que haga «maniobras de
entrenamiento» en Euskadi, como si fuera la cosa más normal del mundo.
Mis profundas dudas sobre el interés del
esfuerzo que se tomó Anasagasti –cuyo discurso podía y merecía ser objetado en
varios de sus extremos, cosa que yo habría hecho, de ser otro el ambiente– se
extiende a buena parte de los afanes que yo mismo despliego por estos pagos
mesetarios. No es que no haya peor sordo que el que no quiere oír; es que no
hay nada más tonto que ponerse a dar explicaciones muy sesudas y educadas al
que enarbola una buena estaca esperando que te pongas a huevo.
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Pijadicas de fin de
semana
(Lunes, 24 de noviembre de 2003)
¿Por qué el PP ha boicoteado la lista única
para la dirección de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP)?
Había llegado a un acuerdo con el PSOE para elegir una directiva encabezada por
Francisco Vázquez, el alcalde coruñés, y la alcaldesa valenciana, Rita Barberá,
como vicepresidenta, pero a última hora dinamitó el pacto exigiendo la
aprobación de una moción contra el plan
Ibarretxe, a lo que el PSOE se negó para no arruinar sus relaciones con
Esquerra Republicana y CiU. Lo más curioso del asunto es que la maniobra, al
parecer ordenada por Mariano Rajoy, impidió que el PP se hiciera con la
dirección en pleno de la FEMP, porque, carnés al margen, es imposible saber
quién es más del PP, si Vázquez o Barberá. Vázquez es del género Nicolasín, sólo que además integrista
católico, como ha demostrado con sus campañas en contra del derecho al aborto.
Al PP le da igual. Le sobran los consensos.
Tiene tanta hambre de oposición que cuando la oficial no ejerce de tal, él
mismo se monta su propia oposición, como en Madrid, donde están a la greña Esperanza
Aguirre y Alberto Ruiz Gallardón. Dice el PSOE que eso es «muy preocupante» y
«puede afectar a la gobernabilidad». Si el PSOE considera preferible que el
Ayuntamiento y la Comunidad estén en perfecta sintonía, me pregunto por qué se
presentó a las últimas elecciones. Si un cierto grado de disenso dentro del
mismo partido puede afectar a «la gobernabilidad», no digamos lo «preocupante»
que habría podido ser que cada una de las instituciones estuviera en manos de
un partido diferente.
La verdad es que el PSOE ejerce una
oposición que unas veces da risa y otras, pena. Insisto en mi vieja tesis,
ahora con más argumentos que nunca: lo que tienen que hacer los socialistas es
dejarse de vainas y presentar de candidato a Ruiz Gallardón. Les iría mejor.
Ah, me olvidaba de la noticia esencial del
fin de semana. Ayer, con intenso frío y recia lluvia, un centenar de fans de Michael Jackson se manifestó en
la Plaza de España, en Madrid, proclamando la inocencia de su ídolo.
Parece que no aprobaron ningún documento
contra el plan Ibarretxe.
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Públicos y anónimos
(Domingo, 23 de noviembre de 2003)
Me telefonea una amiga que está de paso por
Madrid. Me dice que si quiero verla tiene que ser algo así como un cuarto de
hora después, porque a continuación está liadísima. Es mujer con muchas
ocupaciones y una agotadora vida social. Le respondo que no puede ser; que
cuando venga con más tiempo me avise y ya nos veremos. A lo que me replica que
la verdad es que me ha llamado de todos modos porque –dice– soy capaz de
enterarme de que ha pasado por aquí y contar a todo el mundo que no me ha
llamado. «Como tú publicas todo lo que te pasa...», me bromea.
Le río la guasa, porque sé que no le falta
su tanto de razón. Es cierto que cuento bastantes cosas de las que me pasan. Es
lógico. Por dos razones, complementarias entre sí: una, porque escribo mucho, y
dos, porque tampoco me suele suceder gran cosa.
Tengo comprobado que alguna gente
identifica eso con una especie de renuncia a la intimidad. O de exhibicionismo,
incluso. No lo es. No mucho, por lo menos. En los apuntes –en las columnas– uno cuenta algunos sucesos y expone un
montón de opiniones; a veces se refiere también a sus estados de ánimo. Pero no
habla demasiado de su intimidad. Además, cuando se refiere a ella no tiene por
qué decir la verdad.
Quienes están vendidos en ese aspecto son
los poetas. Los intimistas, quiero decir. Se desnudan en público.
Yo no sería capaz de hacer una cosa así.
Tal vez por ello renuncié a la poesía hace decenios. (Bueno: lo hice también porque me di cuenta
de que era muy malo, pero eso, visto el gremio, tampoco tenía por qué haber sido
un factor decisivo.)
En el otro extremo de las posibilidades del
oficio de juntaletras se encuentra el escritor anónimo. Como es de suponer en
una carrera tan larga y sinuosa como la mía, también me ha tocado ejercer de
tal. En casi todas sus variantes. Fui durante muchos años autor de panfletos
subversivos, que o no se firmaban o se firmaban con seudónimo, por razones
obvias. Instalado ya en la legalidad, he escrito también en muchas ocasiones
con seudónimo, por muy diversos motivos. En tiempos de extrema precariedad
económica, serví también de negro
para algún autor de campanillas. He escrito igualmente en alguna ocasión para
amigos o amigas que tenían que hacer algún trabajo y no sabían cómo afrontarlo.
En fin, he sido muy prolífico editorialista. Hechas todas las cuentas, me sale
que, en los 40 años que llevo publicando, he escrito muchos más folios no
firmados que firmados. Y sostengo que no está nada mal ser un autor anónimo. A
veces. Según cómo, cuándo y por qué.
Pero, por regla general, apetece más que te
hagan caso. Y saber que te lo están haciendo a ti.
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Tu peux quitter
l’enfance...
(Sábado, 22 de noviembre de 2003)
Hoy he publicado en El Mundo el apunte del
natural de ayer –el que va justo después de éste–, aunque con algunos
retoques, por supuesto (*). La verdad es que la mitad de la columna es una pura
gamberrada que dedico a cachondearme de mis desagradables sufrimientos bucales.
–¿Y por qué sacas una broma como ésa en más de 300.000 ejemplares?
Desaprovechas la posibilidad de incluir reflexiones de peso real, que puedan
resultar influyentes –me dice mi buen amigo Gervasio Guzmán, que me ha
telefoneado a primera hora, en cuanto ha visto el periódico.
–Es verdad, Gervasio –le respondo–, que
publicar un artículo así tiene algo de travesura infantil. Lo admito. Digo mal:
no es que lo admita; es que lo defiendo.
Sabes que alguna vez he teorizado sobre la columna como género
periodístico. Si conservas en la memoria lo que he escrito sobre eso,
recordarás que siempre he dado mucha importancia a la utilización de registros
diversos. De modos diferentes de mirar la realidad.
Es verdad que hay columnistas muy
meritorios, pero que sólo tienen un registro: el que está siempre de cachondeo,
el que aparece perpetuamente abrumado
por la vida, el que se diría que jamás desciende del púlpito, por el piñón fijo
sentencioso y sermoneante de sus columnas... El que o la que.
Yo soy partidario de que el columnista se
muestre tal cual es. Que las columnas reflejen sus diversos estados de ánimo y
sus diferentes centros de interés, de modo que no aparezca como un tipo
distante que desde la altura de su columna mira desdeñosamente las ridículas
miserias humanas, sino como uno más de los que pueblan el entorno social,
semejante a todos en todo menos en eso: en que tiene cierta habilidad para
contar y analizar lo que ve, mostrando lo que no necesariamente los demás han
pensado por sí mismos a la primera. O incluso lo que no pensarán jamás, porque
no están de acuerdo, o les parece mal.
Pues bien: si yo quiero aparecer tal cual
soy, no puedo prescindir de vez en cuando de ese aire un tanto infantil y
gamberro que me sale espontáneamente ante determinadas situaciones. Como me
sale el humor negro. No lo reprimo. Lo saco a pasear, y a ver qué pasa.
No sé si a todo el mundo le ocurrirá lo
mismo, pero a mí me sucede con cierta frecuencia que veo la vida como si mi
envoltura mortal fuera envejeciendo por su cuenta, pero mi espíritu –mi «verdadero
yo»– se mantuviera en una edad indefinida, según los casos: entre los 14 y los
20 años. Veo a un cincuentón y me digo: «Un señor mayor». Olvidándome de que,
para cincuentón, yo mismo. Hace un par de días se lo escuché a Maxime Le
Forestier, cantautor francés de Mayo del 68 que ha mantenido una frescura
sorprendente en lo musical y en lo ideológico (no así en lo físico,
lamentablemente). Decía en una de las últimas canciones de su espléndido
concierto:«Tu peux quitter l’enfance, mais l’enfance ne
te quitte pas». Es exactamente eso: puedes abandonar la infancia, pero la
infancia no te abandona.
De vez en cuando dejo que sea ese niño el
que tome las riendas, y sigo sus bromas como los abuelos con los nietos:
consintiéndolo. Echándolo a perder, probablemente.
–––––––––
(*) Si alguien lee lo
publicado en El Mundo, verá que han
desaparecido las referencias explícitas a la hostia, como exclamación. Que no
piense que ha habido censura del periódico. Es autocensura. Cuando hicimos el
Libro de Estilo del diario, decidimos prohibir
los tacos y las blasfemias que no fueran esenciales para la comprensión
de los hechos relatados. Yo fui uno de los partidarios de incluir esa
prohibición, más que nada para refrenar a los muchos malhablados que pueblan el
gremio de los periodistas.
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Tiempo de reflexión
(Viernes, 21 de noviembre de 2003)
Ayer oí la noticia del atentado de
Estambul, pero apenas la escuché. Pasé el día ocupado y preocupado por algo
que, si se considera a escala social, se descubre de inmediato que no vale la
pena (considerarlo a esa escala, quiero decir) pero que, planteado como asunto
estrictamente individual, puede convertirse en obsesivo: a primeas horas de la
mañana una simpática dentista me hizo toda suerte de tejemanejes bucales, a
resultas de los cuales me han desaparecido las dos paletillas que asomaban por
debajo de mi bigote cuando sonreía –qué tiempos aquellos– y han sido
reemplazadas por unas piezas de fabricación exógena, que estéticamente estarán
todo lo bien que se quiera, pero que dan como resultado que el señor que
aparece en el espejo cuando me miro no soy yo.
Eso por fuera. Por dentro, las encías sangraban
y, como la simpática dentista me había prohibido enjuagarme, me pasé todo el
puñetero día tragando sangre. No entiendo cómo no se me puso cara de vampiro. A
lo peor se me puso y no me enteré, porque nunca he sabido cómo tienen la cara
los vampiros.
De modo que oía lo de Estambul, pero tenía
toda la atención ocupada en mis cosas, y como si nada.
Sólo hoy, cuando he despertado con menos
signos de todo lo anteriormente descrito, me he hecho cargo de lo sucedido y me
he puesto a pensar en ello.
Tuve hace años un compañero de trabajo
periodístico –hace años que no tengo compañeros de trabajo periodístico– cuya
capacidad de análisis se expresaba uniformemente del mismo modo: «¡Es la hostia!», decía. Todo cuanto de extraordinario
sucedía en este áspero mundo le conducía a esa rotunda conclusión. Me he
acordado de él, porque ése ha sido el resultado de mi análisis: «¡Qué hostia!», he exclamado, dando al análisis un ligero
toque personal.
Luego ya me he detenido en los detalles. Y
lo primero que se me ha ocurrido es que pocas cosas hay tan idiotas como la
teoría ésa aznaro-bushoniana de la guerra preventiva contra el terrorismo. La
experiencia demuestra que los intentos de acabar manu militari con la fuerza viva del terrorismo (digamos, para
atenernos a la terminología de Claus von Clausewitz) sólo conducen a su
extensión. Tanto más se universaliza el frente atacante, tanto más se amplía el
escenario posible de la guerra. Para responder a la gran coalición del Nuevo
Orden, tanto les da a los terroristas golpear en Nueva York, en Estambul, en
Bagdad, en Londres... o en Astorga.
Dedicarse al terrorismo tiene muchos
inconvenientes, sobre todo de tipo moral, pero presenta también algunas
ventajas prácticas difícilmente discutibles. Para empezar, uno puede elegir
cuándo y dónde golpea. Y a quién. Y a cuántos, más o menos. No es fácil apuntar
directamente a los jefes –que serán todo lo que se quiera, pero no suicidas, y
suelen moverse muy protegidos– pero a cambio puedes emprenderla sin ninguna
dificultad contra sus múltiples súbditos, buena parte de ellos comprometidos
con la causa de los jefes vía papeleta de voto.
¿Hay algún medio de combatir eficazmente el
terrorismo? Algunos defendemos uno, que consiste en analizar las causas que
enarbolan los terroristas para justificar sus acciones, ver lo que de justo hay
en sus demandas y darle cumplimiento.
Es una vía cuya eficacia está por probarse,
sin duda, pero que carece de contraindicaciones. A diferencia de todas las que
están poniendo en práctica.
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