Apuntes del natural
[Del 11 al 17 de junio de
2004]
n
La violencia
masculina contra las mujeres
(Jueves 17 de junio de 2004)
Se han puesto dos objeciones «de autoridad»
al proyecto de Ley sobre la llamada «violencia de género».
La primera la ha esgrimido la Real Academia
Española. Ha señalado que no es correcto el uso que hace el nuevo texto legal
del término «género».
Es cierto que su Diccionario no recoge esa
acepción, pero mucho me temo que la Academia llegue tarde una vez más. Debería
haber reaccionado hace años, cuando ese uso todavía no se había generalizado
tanto. Ahora está ya tan presente en los medios de comunicación y en las
publicaciones especializadas que no tiene sentido proponer su erradicación. Que
la RAE se la envaine y dé acogida a esa acepción. Otras bastante menos
justificadas ha avalado en el pasado reciente.
La segunda objeción «de autoridad» es la
que ha planteado el Consejo General del Poder Judicial. Sostiene, muy en
resumen, que es anticonstitucional legislar derechos que lo son sólo de las
mujeres y penas que sólo son aplicables a los hombres.
El Gobierno, por boca de la vicepresidenta
Fernández de la Vega, ha respondido que se trata de un caso de discriminación
positiva en el que el Ejecutivo se considera en la obligación de insistir.
No creo que sea necesario señalar en este
foro que mis simpatías por el CGPJ son tirando a limitadas. Tampoco creo que
sorprenda a nadie si digo que me siento solidario con la causa general del
movimiento feminista. Pero ninguno de esos dos juicios previos me impide
reflexionar sobre cada asunto concreto para tratar de encontrar los puntos de
vista más razonables y más justos, los formule quien sea.
En este caso, los argumentos que he oído hasta ahora en defensa de ese aspecto
del proyecto de Ley no me convencen.
En primer lugar, no me parece correcto que
se apele a la llamada «discriminación positiva». No hace al caso. La
discriminación positiva es aplicable cuando hay que elegir (para lo que sea:
para un cargo, para un puesto de trabajo, para una responsabilidad determinada)
entre hombres y mujeres que presentan méritos muy similares. En esas
circunstancias, algunas personas defendemos que se otorgue un plus de apoyo a
las mujeres candidatas, para así contribuir
a la más rápida consecución de la paridad efectiva. De la igualdad.
Pero la discriminación positiva no pinta
nada cuando se están regulando derechos y delitos. Si una persona maltrata a
otra, debe ser castigada en función de su acto, no de su sexo. Y si una persona
es maltratada por otra, merece resarcimiento y protección en todo caso, sea
hombre o mujer.
Sé de sobra que, en las relaciones de
pareja, los malos tratos más comunes –abrumadoramente más comunes– son
protagonizados por hombres y tienen como víctimas a mujeres. Lo cual ha de ser
tenido muy en cuenta para infinidad de aspectos prácticos: acogida, protección
y vigilancia, ayuda económica, hijos e hijas... Pero lo que no entiendo es por
qué la Ley debería excluir la
consideración de todas las otras hipótesis de malos tratos. Por ejemplo, que el
maltratado sea un hombre que vive en pareja con otro hombre. O que la
maltratadora sea una mujer que vive en pareja con otra mujer. O que el
maltratado sea un hombre al que maltrata una mujer que se prevalece de la minusvalía
física o de la fragilidad psicológica de él. No son casos frecuentísimos, sin
duda, pero tampoco imposibles, ni mucho menos, sobre todo si la Ley no se ciñe
en exclusiva a los malos tratos físicos y abarca también los casos de crueldad
mental. ¿Por qué habría que desatender todas esas hipótesis, por minoritarias
que sean? ¿Qué ganarían las mujeres maltratadas con el hecho de que la Ley
estableciera esa exclusión?
De veras que no lo entiendo. A no ser que
el fin perseguido no sea exactamente el declarado, y que el Gobierno esté
tratando de aprovechar este asunto con fines electoreros.
Pero si alguien me aporta argumentos que me
hagan cambiar de opinión, lo haré gustosamente. Nada me haría más feliz que no
coincidir con el CGPJ ni en eso.
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Líos informáticos
Perdonad mi retranca, pero
sabía que me íbais a castigar con medio centenar de correos sobre lo mal que lo
hago todo (en materia informática, al menos).
Estaba seguro, para empezar, de que iba a
echárseme encima la brigada ligera pro-Linux. ¡Que ya sé que tenéis razón,
leñe! Pero, qué queréis: estoy obligado a trabajar con varios ordenadores, y
todos funcionan con Windows. Mi cabeza de señor mayor no da ya para
interiorizar y convertir en instintivas órdenes pertenencientes a sistemas operativos
diferentes. ¡Pero si aún, después de cuatro años, me sorprendo intentando que
mi teclado responda a claves del Edicom 2000, que era el sistema de edición que
usaba en El Mundo!
Si alguna vez habéis tratado de alternar la
conducción de un coche de cambio manual con la de otro de cambio automático,
sabréis de qué os hablo. Sin pensarlo, pisas el embrague para cambiar de
marcha, y lo que logras es pegar un frenazo que te cagas. O quieres frenar y
aceleras. En Memphis (Tennessee, USA), a la vera de Graceland, la casa de Elvis
Presley, un conocido mío consiguió, gracias a esa inadecuación de sus diversos
aprendizajes, embestir contra otro vehículo, en el que –también es mala folla–
viajaba una embarazada. Me temo que no fue la experiencia más gratificante de
su vida.
Otros ha habido que me han proporcionado
algunos consejos estimables, pero que ya habían sido probados por mi
informático de cabecera, sin éxito. Por ejemplo, la cosa ésa de arrancar con
otro disco y poner el viejo a hacer de slave.
O, lo que viene a ser lo mismo: poner el disco como secundario en otro
ordenador para acceder a sus partes no infectadas. Todo eso lo intentamos, y
más aún, pero en ningún caso logramos entrar en el disco averiado. Ni siquiera
conseguimos que su presencia física fuera detectada.
No han faltado tampoco los que me han
explicado cómo cabía recuperar el disco, aunque se perdiera la información
contenida en él. Es lo que finalmente hemos hecho, pero la verdad es que eso me
daba un tanto igual, porque el disco estaba en garantía. Lo que me interesaba
no era tanto el disco duro como lo que tenía metido en él.
El consejo que más me ha interesado –y
admito mi culpa por no haberlo tenido en cuenta antes– es el que se refiere a
las ventajas de utilizar un disco duro externo con conexión usb. Un disco de
ese tipo permite almacenar a diario en un receptáculo pequeño y manejable toda
la información contenida en el disco duro del ordenador base, por así llamarlo. Gracias a él, puedes conservar todo lo que
quieres tener archivado, copiarlo a otros ordenadores... Puedes hacer con ello,
en suma, lo que te dé la gana. ¿Por qué me he resistido hasta ahora a utilizar
ese adminículo? Pues porque, como ya he dicho, trabajo en varios ordenadores y
ninguno es el ordenador base. Con lo
cual, habré de empezar por unificarlos. En fin, pijadas mías, que ya veré cómo
encajo.
Admitidme, de todos modos, que esto del reciclaje informático incesante acaba resultando bastante agotador. Estas máquinas te sirven de mucho, pero tampoco es tontería todo lo que te obligan a servirlas.
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¡Qué duro lo del
disco duro!
(Miércoles 16 de junio de 2004)
Tengo fama –creo que merecida– de ser un
usuario de ordenador extremadamente prudente y precavido contra hackers, virus,
troyanos, gusanos y demás ralea. Uso cortafuegos, dispongo de un programa para
examinar los correos electrónicos antes de permitirles entrar en mi PC, no abro
ningún fichero adjunto cuya procedencia desconozca (y, en cualquier caso, le
paso un detector de virus antes de abrirlo), no navego por zonas internáuticas
«de alto riesgo» y, sobre todo, cuento con el programa antivirus más
profesional –y también más caro, me temo– de los existentes en el mercado, que
además actualizo a diario, haga sol, llueva o nieve.
Pues bien: pese a todo eso, un virus ha
logrado destruir el disco duro de mi PC de sobremesa. El modus operandi del virus, muy resumido, es el siguiente: lo primero
de todo, bloquea el anti-virus y el cortafuegos (no me preguntéis cómo); una
vez logrado eso, entra en la memoria del ordenador y borra varios ficheros del
sistema que son imprescindibles para que el disco arranque. Hecho lo cual, como
no puedes trabajar con el disco duro, ni siquiera desde MS-DOS, te es imposible
restablecer los ficheros dañados. Adiós al disco: tanto te daría que fuera de
madera.
Supongo que no hará falta decir que eso
representa una auténtica tragedia.
En mi caso menos que en otros, porque
dispongo también de un ordenador portátil, al que paso cada poco los trabajos
que hago en el de sobremesa (y viceversa). Además de eso, realizo con cierta
frecuencia copias en CD de las carpetas de mayor importancia. Gracias a esas
precauciones y alguna más que no cito para no ponerme todavía más pesado, la
catástrofe no ha llegado a ser absoluta. Pero sí importante. Primero, porque
siempre te olvidas de actualizar algo, o de copiar algo (lo sé por tristes
experiencias anteriores). Y segundo, porque no vas copiando todo todos los días. Así, la avería de
ayer se llevó por delante tres documentos recientes: la columna de El Mundo, que acababa de escribir pero
aún no había enviado, los cuatro primeros folios de un breve ensayo sobre la
situación de la Prensa hic et nunc y el
esquema-borrador de la presentación de un libro, acto que se celebrará hoy
justo a la hora del partido que juega la selección española (con lo que seremos
cuatro y el del tam-tam, dicho sea en honor del escenario africano en el que
trascurre la acción de la obra).
Os cuento todo esto porque he pensado que
mi buena obra del día podría ser la de permitiros escarmentar en cabeza ajena,
advirtiéndoos de que hay un virus por ahí capaz de hacer una faena como la
descrita y sugiriéndoos que dediquéis unos minutillos a pensar qué tenéis en el
ordenador que, en el caso de que se os fuera al carajo, no podríais recuperar y
os haría polvo. ¿Vuestras obras completas? ¿Las cartas de amor de vuestros/as
amantes? ¿Los datos de la declaración de la renta? ¿Las fotos digitales de las
vacaciones pasadas? Repasadlo y haced las copias de seguridad correspondientes.
Ya sé que no me lo agradeceréis nunca, porque sois una banda de ingratos, pero
me da igual. Me conformo con la conciencia del deber cumplido.
P.S. Excuso decir que también he perdido un montón de correos electrónicos recientes. Si teníais alguna cuenta pendiente conmigo, volved a contármelo.
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¿Qué hay por debajo?
(Martes 15 de junio de 2004)
La mayor parte de la gente convive con sus
reacciones instintivas sin preguntarse qué razones las suscitan. Se deja llevar
por ellas, o las reprime, o las disimula, pero no hace nada por explicárselas.
Filias, fobias, cambios de humor, accesos de pasión, de ira... Le vienen, se
van. No piensa en ello. Y es que reflexionar es siempre trabajoso y a veces,
además, conduce a conclusiones desagradables.
Tuve hace años un amigo –un tío muy majo,
por desgracia ya muerto– que era un amasijo de manías. Una de las más
características que sufría era que, si alguien le daba la mano, tenía que salir
corriendo a lavarse. Lo cual le aportaba un problema suplementario, porque no
podía secarse con nada que tuviera aspecto de haber sido tocado antes por otra
persona. Usaba sus propias toallas, lavadas por él mismo, o dejaba que las
manos se le secaran a su aire.
Cuando le pregunté por esa manía suya, tan
obsesiva, me respondió con toda tranquilidad:
–¡Ah, eso! Sí. Es fruto de un sentimiento
de culpa muy fuerte. Es que de pequeño quería follar con mi madre.
Ignoro qué fundamento científico tendría la
explicación (de tener alguno), pero pensé que, si de algo no cabía acusarle,
era de tratar de escurrir el bulto.
Agradezco al destino no haberme condenado a
llevar tan mal el complejo de Edipo, dotándome de unos sentimientos de culpa
bastante menos problemáticos. Pero tengo la suficiente curiosidad como para
preguntarme el porqué de mis reacciones más chocantes, más que nada por el
aquel de tratar de saber con quién me gasto los cuartos.
Viene esto a cuento de algo que me ocurrió
el domingo pasado por la noche.
Me puse a ver el partido
Francia-Inglaterra. Y, según se fue desarrollando, constaté que mis vísceras,
sin pedirme permiso alguno, se habían puesto decididamente del lado de la
selección francesa y en contra de la inglesa. No, no hay redundancia: hicieron
ambas cosas, pero cada una por su cuenta. Y cada vez con más intensidad. Veía a
los jugadores ingleses y sentía una vivísima hostilidad. No es sólo que su
juego me pareciera tosco y tirando a bruto; es que ellos mismos me echaban para
atrás. Ellos y muchísimos de sus hooligans.
Me sorprendí imaginándolos vestidos de marines,
torturando a prisioneros iraquíes.
Diréis que me pasé bastante. Y os contestaré
que mil pueblos.
Aquello carecía de sentido. Pero era así.
Salvando el momento de breve pero intensa
satisfacción que experimenté cuando Beckham falló un penalti, el partido fue
para mí una sucesión de disgustos. ¿Qué hacíamos,
que parecía que fuéramos incapaces
de tirar a gol? ¡Y ellos tan
contentos!
Hasta que llegaron los tres minutos
finales. Y se produjo una falta que ejecutó Zidane y fue gol. Y, acto seguido,
le hicieron un penalti absurdo a Trezeguet, y Zidane remató la faena. ¡Qué
maravilla! Derrota de Inglaterra. Y yo,
en trance de gozo, como si me fuera algo importante en aquella chorrada.
Serenado ya, ayer –porque tardé en
serenarme sobre este particular– me puse a reflexionar sobre los posibles
resortes de esa doble y virulenta reacción: el forofismo galo, de un lado, y la
aguda anglofobia, del otro.
Apunté algunos factores que probablemente
entren en juego.
Nací a 20 kilómetros del territorio de la
República Francesa y desde crío ví ese territorio como el contrapunto libre a
la dictadura de mierda en la que nosotros penábamos. Tuve una educación
afrancesada, no sólo porque el francés era la lengua extranjera que nos
enseñaban, sino también porque estábamos empapados en la música, en la
literatura, en el arte... y hasta en el cine francés, que ya es decir. Siempre
pensé que, para Historia, la de Francia, y no ese largo deambular de reacción
en reacción y tiran porque les toca que nos parecía la Historia de España.
Cuando tomé el camino del exilio, Francia fue para mí una tierra de cálida
acogida. El Estado francés se portó muy bien con nosotros. La izquierda
francesa nos ayudó en muchos aspectos.
¿Inglaterra? Lejana. Rara. Algunos amigos
iban allí de camareros y volvían con algunos discos interesantes, pero el
idioma, decididamente, no estaba hecho para mí. Demasiado... no sé: demasiado.
Y esa Casa Real... Y esos gobernantes... Y esa Historia, tan llena de dudosas
gestas en las que casi nunca salíamos bien
parados... Y su asociación uña y carne con los EEUU... Y su clase dirigente, tan
almidonada... Y sus colonias... Y sus neocolonizadores de la Costa del Sol... Y
su izquierda, tan suya...
¿Explica eso algo? Bueno, algo, lo que se
dice algo, supongo que sí. Pero tampoco demasiado. Porque ni Zidane es Marat,
ni Henry puede ser tenido por la reencarnación de Verlaine, ni Barthez recuerda
gran cosa el ciudadano Gustave Lefrançais, miembro de la Comuna de París, al
que Eugène Pottier dedicó La
Internacional. Por el equipo de
la otra orilla del Canal, lo mismo: ni Rooney es Jack el Destripador, ni James
se parece a Churchill, por mucho que le gusten los Martinis, ni Beckham es la
Reina de Inglaterra, y menos ahora, con el pelo tan cortito.
Así que algo habrá de todo eso, seguro,
pero también bastante más. Incluso específicamente futbolístico. Recuerdo, por
ejemplo, lo mucho que sufrí con lo que le sucedió a la selección de Francia en
el Mundial de España, en 1982. Fue de una injusticia clamorosa. Y me sentí
solidario con ellos, primero con los de Platini y luego con sus sucesores,
quizá porque los fracasos unen mucho, salvo en Izquierda Unida. Igual me pasó
con la selección de Holanda en el Mundial de 1974, la de Cruyff y compañía.
Algo me ha hecho siempre ponerme del lado de los que juegan para dar
espectáculo, tratando de echarle imaginación y arte, aunque muchas veces acaben
penalizados. Quizá sea lo mismo que me mueve a torcer el gesto ante el fútbol práctico, basado en la fuerza física, en
las entradas que quitan el hipo y en el sota-caballo-rey del pase largo, el
testarazo y la porfía en la raya del área, a ver si hay suerte y suena la
flauta.
Pero todo lo que he citado hasta ahora no
son más que ingredientes. Algunos ingredientes. El problema está en dilucidar
cómo esas materias primas, y algunas más, acaban convirtiéndose en plato cocinado.
Y cómo las engulles. Y cómo haces la digestión. Con qué jugos gástricos, con
qué mezclas, atacando a qué úlceras, pendiente de qué secreciones. ¿Quién me
dice que en mi instintiva anglofobia no ocupa un lugar importante el hecho de
que nunca he conseguido dominar la lengua inglesa, pese a haberlo intentado con
denuedo? ¿Quién puede certificar que en mi forofismo futbolero en pro de
Francia no interviene el hecho de que incluya a un Bixente, y a un bereber, y a varios morenos que son, en resumen, la
antítesis del modelo Beckham, rubio,
alto y de ojos azules, que odio porque tal vez envidio en lo más recóndito de
mi hígado? ¡Ay, cómo saberlo!
Pero está bien sospecharlo.
Lo que más me interesa de este tipo de
reflexiones es lo mucho que ayudan a no fiarse de uno mismo. A maliciarse la
poca inocencia de los factores que alientan las reacciones instintivas, los
gustos, los afectos y los odios. Porque, en la medida en que asumimos que bajo
nuestra apariencia más o menos fría y racional bulle un magma misterioso y a
menudo muy poco inocente, nos hacemos más modestos. Y más tolerantes.
Ahora bien, y al margen de todo lo demás:
¡Francia, 2-Inglaterra, 1! ¡Qué gozada!
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Presagio de cambios
(Lunes 14 de junio de 2004)
4.291.465 ciudadanos y ciudadanas que
dieron su voto al PSOE el 14 de marzo pasado no lo hicieron ayer. Al PP lo
abandonaron 3.318.149. A Izquierda Unida, 585.283.
En esas condiciones, hablar de que si los
unos han logrado el 43,3% y los otros el 41,3% y afirmar a partir de ello –como
se está haciendo– que eso significa la reafirmación del primero y la
consolidación del segundo, sólo puede tomarse como una broma.
El único porcentaje que no admite juegos
malabares es el de la participación: tienen el 46% para repartírselo entre
todos.
Se supone, eso sí, que el desinterés del
54% no responderá en todos los casos a los mismos factores. De hecho, los
diferentes partidos no han perdido votos en la misma proporción.
El descenso de Izquierda Unida, que se ha
quedado casi al 50% de los sufragios que alcanzó en las elecciones europeas de
1999 y en las generales del pasado marzo –resultados ambos que en sus
respectivos momentos fueron catalogados como malos–, es realmente espectacular.
También se ha dado un leñazo de mucho
cuidado Convergència i Unió, que ha logrado la singular proeza de obtener menos
votos que el PP catalán.
Por el contrario, han salido
comparativamente bien librados el PNV –que se ha ratificado cómodamente como el
primer partido de Euskadi, única comunidad autónoma en la que no ha vencido un
partido de ámbito estatal– y ERC, convertida en el principal referente del
nacionalismo catalán.
Es muy estimable también lo logrado por HZ
(HB, si se quiere), que ha logrado que nada menos que 113.000 personas hayan
acudido a las urnas a depositar un voto nulo.
No obstante estas consideraciones
particulares –que las considero dignas de estima, y por eso las menciono–, no
me parece discutible que el amplio desinterés demostrado por la población ante
las elecciones de ayer se debe a lo que la mayoría ha creído ver en juego: muy
poco y muy lejano.
Ahora que se lleva tanto lo del fútbol
–quiero decir: que se lleva todavía más–, puede buscarse ahí la comparación y
decir que la gente se tomó las elecciones de ayer como si se tratara de un
partido amistoso.
No voy a entrar a evaluar si esa percepción
es correcta. Admito que puede resultar equivocada y que este Parlamento Europeo
quizá acabe jugando un papel de cierta importancia en nuestro porvenir
colectivo. Pero el hecho es que, tal como las cosas de la UE están llegando al
común de los ciudadanos, no despiertan ninguna simpatía. Y eso cuando vienen de
Bruselas, porque de Estrasburgo ni siquiera vienen, y si vienen nadie las ve.
¿Qué
efectos va a tener el batacazo casi continental de estas elecciones sobre el
porvenir de la UE? ¿Crecerá a escala general la conciencia de que el proceso de
unidad se está llevando muy mal, a oscuras, casi a escondidas, dando prioridad
a factores que no apuntan visiblemente al bienestar de la población, sin hacer
esfuerzos reales por sentar las bases de una conciencia de identidad europea?
¿O, por el contrario, habrá un cierto sentimiento de vértigo, de miedo a que la
negación del modelo actual de construcción europea nos devuelva a las viejas
confrontaciones del siglo XX?
No
lo sé. Sé, eso sí, que lo que ha ocurrido en estas elecciones presagia cambios.
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La abstención
(Domingo 13 de junio de 2004)
Nunca había visto a los círculos del poder
y a sus voceros tan preocupados por la posible abstención.
Especulan con el efecto que podría tener
sobre los resultados. Dicen que una participación baja podría beneficiar al PP.
Pero lo dicen basándose en experiencias electorales anteriores que no son
necesariamente homologables. Todo depende de quién se sienta más desmovilizado:
si el electorado del PSOE (el reposo del guerrero, como quien dice) o el del PP
(la galbana subsiguiente a la derrota). Para mí que, en todo caso, la mayoría
de los unos y de los otros sienten que lo que se juega en estas elecciones es
un título más moral que material. De ahí que la desgana sea generalizada.
Es evidente que lo que más temen en los
cuarteles generales del Poder –de todos los poderes– es que el porcentaje de
abstención sea tan escandalosamente bajo que cercene la legitimidad no ya del
Parlamento Europeo, sino de la construcción europea en su conjunto.
Una y otra vez, cuando les veo horrorizados
por la posibilidad de que algo ocurra, no puedo eludir el deseo íntimo –y un
tanto perverso– de que ese algo ocurra. Ya sé que no puede establecerse ese
automatismo: no todo lo que es malo para ellos
es necesariamente bueno para nosotros.
Por ejemplo, el advenimiento del hipotético desastre mundial que describe
la nueva película de catástrofes, The Day
After Tomorrow, tiendo a pensar que resultaría más bien molesto para todos
(excluidos los suicidas, que se ahorrarían la última pejiguera de su vida).
Pero no excluyo, en cambio, que un pequeño
desastre electoral a escala europea pudiera tener ciertos efectos benéficos
para la mayoría.
E incluso para la propia construcción
europea. Quizá obligara a reflexionar más sobre cómo se están haciendo las
cosas.
Porque se están haciendo decididamente mal.
Quizá el ejemplo más acabado de los malos
caminos que está siguiendo la Europa unida nos lo haya dado este fin de semana
la República de Irlanda, que ha votado una reforma constitucional para
endurecer las condiciones de admisión de inmigrantes. ¡Los irlandeses, votando
contra lo que ellos mismos hicieron masivamente desde mediados del XIX: huir
del hambre!
El guateque
Me señala mi amigo Alberto
Piris, fino observador, los abismos que asoman detrás de la frase que escribí
en el apunte de ayer: « Íbamos a
celebrar un guateque. No sé ni qué chicos ni con qué chicas». La
observación es sumamente pertinente y pone de manifiesto una realidad que era
general en la sociedad vasca de la época: los chicos funcionábamos en pandillas
de chicos, en las que no tenían cabida las chicas. (Y no sólo los chicos: las
sociedades gastronómicas donostiarras han vedado la admisión de mujeres hasta
hace unos cuantos años y todavía hay fiestas vascas –los alardes, por ejemplo– en
los que no se permite la participación igualitaria de las mujeres.)
Conforme a esa división de sexos, cuando
los chicos decidíamos hacer un guateque, lo decidíamos nosotros, sin contar con
las chicas, que eran invitadas a
posteriori. Conocí pandillas donostiarras en las que, si alguno de sus
miembros se echaba novia, era
directamente excluido del grupo. No volvía a ser invitado a ninguna actividad
de la cuadrilla.
Ésa fue una de las muchas transformaciones
que aportaron a la vida social de una parte de la juventud vasca los
compromisos políticos de lo que convencionalmente se suele llamar «el 68», por
más que para algunos vinieran ya de antes (de 1964, en mi caso).
Con 16 o 17 años empezamos a funcionar ya
en grupos mixtos. En primer lugar, porque realizábamos actividades políticas y
culturales mixtas. Pero luego también porque descubrimos que resultaba
muchísimo más divertido.
El lado negativo es que muy poco después de
eso dejamos ya de organizar guateques.
P.S. Otro buen amigo, José Ramón San
Juan, con el que a veces tengo discusiones tan acaloradas como cordiales, me
escribe para hacerme una precisión: «Las guitarras Gibson no deben su nombre a Don Gibson, aunque
esa es una creencia bastante extendida, sino a Orville Gibson, que ya fabricaba
instrumentos de cuerda desde finales del XIX..» Seguro que es así, porque sabe
muy bien de lo que habla.
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Charles On My Mind
(Sábado 12 de junio de 2004)
Hay recuerdos raros, que se aferran a la
memoria sin razón aparente. Éste me devuelve a una tarde de 1962, en casa de un
amigo del colegio, Valentín Díez, al que no he vuelto a ver.
Valentín vivía en mi barrio, en un piso de
la calle Primo de Rivera, ahora Sabino Arana.
Íbamos a celebrar un guateque. No sé ni qué
chicos ni con qué chicas.
Todavía no era la hora del encuentro y yo
me entretenía poniendo discos. Los que solíamos escuchar por entonces, supongo:
Paul Anka, Richard Anthony, El Dúo Dinámico, Mina, Celentano... Pero ya digo
que lo supongo. No los recuerdo.
Salvo uno.
Era un EP de aquéllos de 45 r.p.m. con
cuatro canciones. Me llamó la atención porque era la edición norteamericana del
disco y estaba recién salido al mercado. Una chulada. No sé quién lo había
llevado. Quizá era de algún hermano mayor.
En la portada se veía a un hombre negro,
con gafas negras. Decía: «Ray Charles. I Can’t Stop Loving You».
Lo puse, lo oí... y fue como si hubiera
tenido una revelación. ¡Qué fuerza, qué emoción, qué sentimiento! No me pareció
una buena canción, sino algo muy por encima de eso. No tenía nada que ver con
nada de lo que había escuchado hasta entonces y, sin embargo, me resultaba
extrañamente familiar.
Volví a poner el disco. Una y otra vez.
Tanto más lo oía, tanto más me gustaba.
De aquella tarde sólo me acuerdo de otro
detalle. Llegó un hermano mayor de Valentín con algunos amigos y amigas y se
unieron a la fiesta. Se pusieron a bailar mezclándose con nosotros, lo que me
pareció un detalle muy majo. Los veía muy mayores, aunque no creo que tuvieran
más de 20 años. Recuerdo que un chico y una chica bailaban abrazadísimos y se
miraban a los ojos con ternura.
Pasados los años supe mucho más sobre Ray
Charles. Por supuesto. Y sobre aquel I
Can’t Stop Loving You, del que me enteré que era un clásico de la música country, obra de un famoso caballero
llamado Don Gibson, que incluso dio nombre a unas célebres guitarras. Aprendí
que buena parte del secreto de aquella interpretación que tanto me había
impresionado a los 14 años estaba en la sabiduría con la que el gran Ray
Charles Robinson (Charles era su second
name) había sabido penetrar en los diferentes estilos musicales, desde los
más blancos a los más negros, desde los más reverentes a los más diabólicos,
ayudándolos a comunicarse entre sí, a sacarse partido mutuo. Y que mi revelación de adolescente la habían
sentido millones de personas en todo el mundo.
«Sorprendente y conmovedor», definió su
encuentro infantil con la música de Ray Charles un chico de Belfast llamado Van
Morrison. Los dos adjetivos le van como un guante.
Ray Charles dio un concierto en Alicante en
julio de 1999. Estábamos en Aigües pasando el verano y fuimos a verlo. Actuó
con su big band y fue todo un
espectáculo. Se le veía con el físico muy cascado. Tenía la cadera hecha polvo,
pero seguía poniendo la misma fuerza en las interpretaciones, con su voz
poderosa y ronca.
Lo mejor que puedo decir es que, cuando
arrancó con las primeras notas de I Can’t
Stop Loving You, 35 años después, no sentí la menor nostalgia del pasado.
Sólo la irrepetible magia y la fascinación de aquel mismo momento.
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¡Pues mira que tú...!
(Viernes 11 de junio de 2004)
TVE se ha disculpado porque la emisión de
un programa electoral gratuito del PP, que incluía una intervención de Mayor
Oreja, sufrió un «accidente técnico» y no fue posible verlo adecuadamente.
El
PP ha declarado que no se cree la excusa del fallo técnico en la emisión de su
programa. Piensa que el incidente fue deliberado.
No
me parece probable. Hay modos mucho más sutiles de influir sobre la audiencia.
Éste sería muy burdo, además de dudosamente eficaz. Puede que incluso haya
tenido un efecto beneficioso para Mayor Oreja, haciéndolo aparecer como víctima
de un manejo sectario.
El
PSOE se ha indignado con la acusación del PP. Dice que cómo osa hablar de
manipulación el partido que mantuvo durante años al frente de los servicios
informativos a Alfredo Urdaci, condenado por manipulación.
Hacen
mal los socialistas en plantear las cosas así. Hacen mal, para empezar,
metiendo baza en esta polémica. Habrían hecho mejor quedándose al margen, como
si el asunto no fuera con ellos. Como si la línea informativa de TVE fuera cosa
de sus organismos rectores, que para algo están catalogados como autónomos. Si
el Gobierno y el partido que lo sustenta quieren aparentar que esa autonomía es
real, lo mejor que pueden hacer es no darse por aludidos cuando alguien critica
la actuación de la radiotelevisión del Estado.
Pero
es que, además, que el PSOE descalifique al PP apelando a las manipulaciones de
Urdaci es de una imprudencia verdaderamente temeraria, sobre todo cuando el
encargado de formular la descalificación es (de Alfredo a Alfredo y tiro porque
me toca) Pérez Rubalcaba. Los que vivimos día a día el trecenato de Felipe González nos acordamos bien de lo que fue
RTVE en aquellos tiempos, cuando el llamado «comando Rubalcaba» se servía de
los telediarios para hacer agitación descarada y a sus anchas. Tuvieron
momentos antológicos, como el día en el que ofrecieron a Julián Sancristóbal la
posibilidad de abrir el telediario en
directo desde la cárcel, sin presentador ni nada, para decir que lo de los GAL
era un invento de El Mundo y el juez
Garzón, y tirarse en ello todo el tiempo que le vino en gana, sin nadie que le
pusiera ninguna objeción. No le ofrecieron ni mucho menos la misma tribuna
pocas semanas después, cuando se desdijo y reconoció que, lamentablemente,
todas las acusaciones que pesaban sobre él se basaban en hechos ciertos.
Y
como ésa, varias. Y algo menores, a decenas.
Por
el bien de todos, y para no tener que oír el relato de las mismas barbaridades
mes tras mes, año tras año, señalando el uno las manipulaciones del otro y a la
inversa, convendría que se centraran en la crítica concreta de lo que vaya
sucediendo en concreto.
Lo
que ha ocurrido en esta ocasión merece ser investigado. Y sancionado como
corresponda quien haya tenido la culpa. O por malévolo o por incompetente. Y ya
está.
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