Apuntes del natural

[Del 11 al 17 de junio de 2004]

 

n

 

La violencia masculina contra las mujeres

(Jueves 17 de junio de 2004)

Se han puesto dos objeciones «de autoridad» al proyecto de Ley sobre la llamada «violencia de género».

La primera la ha esgrimido la Real Academia Española. Ha señalado que no es correcto el uso que hace el nuevo texto legal del término «género».

Es cierto que su Diccionario no recoge esa acepción, pero mucho me temo que la Academia llegue tarde una vez más. Debería haber reaccionado hace años, cuando ese uso todavía no se había generalizado tanto. Ahora está ya tan presente en los medios de comunicación y en las publicaciones especializadas que no tiene sentido proponer su erradicación. Que la RAE se la envaine y dé acogida a esa acepción. Otras bastante menos justificadas ha avalado en el pasado reciente.

La segunda objeción «de autoridad» es la que ha planteado el Consejo General del Poder Judicial. Sostiene, muy en resumen, que es anticonstitucional legislar derechos que lo son sólo de las mujeres y penas que sólo son aplicables a los hombres.

El Gobierno, por boca de la vicepresidenta Fernández de la Vega, ha respondido que se trata de un caso de discriminación positiva en el que el Ejecutivo se considera en la obligación de insistir.

No creo que sea necesario señalar en este foro que mis simpatías por el CGPJ son tirando a limitadas. Tampoco creo que sorprenda a nadie si digo que me siento solidario con la causa general del movimiento feminista. Pero ninguno de esos dos juicios previos me impide reflexionar sobre cada asunto concreto para tratar de encontrar los puntos de vista más razonables y más justos, los formule quien sea.

En este caso, los argumentos que he oído hasta ahora en defensa de ese aspecto del proyecto de Ley no me convencen.

En primer lugar, no me parece correcto que se apele a la llamada «discriminación positiva». No hace al caso. La discriminación positiva es aplicable cuando hay que elegir (para lo que sea: para un cargo, para un puesto de trabajo, para una responsabilidad determinada) entre hombres y mujeres que presentan méritos muy similares. En esas circunstancias, algunas personas defendemos que se otorgue un plus de apoyo a las mujeres candidatas, para así contribuir a la más rápida consecución de la paridad efectiva. De la igualdad.

Pero la discriminación positiva no pinta nada cuando se están regulando derechos y delitos. Si una persona maltrata a otra, debe ser castigada en función de su acto, no de su sexo. Y si una persona es maltratada por otra, merece resarcimiento y protección en todo caso, sea hombre o mujer.

Sé de sobra que, en las relaciones de pareja, los malos tratos más comunes –abrumadoramente más comunes– son protagonizados por hombres y tienen como víctimas a mujeres. Lo cual ha de ser tenido muy en cuenta para infinidad de aspectos prácticos: acogida, protección y vigilancia, ayuda económica, hijos e hijas... Pero lo que no entiendo es por qué la Ley debería excluir la consideración de todas las otras hipótesis de malos tratos. Por ejemplo, que el maltratado sea un hombre que vive en pareja con otro hombre. O que la maltratadora sea una mujer que vive en pareja con otra mujer. O que el maltratado sea un hombre al que maltrata una mujer que se prevalece de la minusvalía física o de la fragilidad psicológica de él. No son casos frecuentísimos, sin duda, pero tampoco imposibles, ni mucho menos, sobre todo si la Ley no se ciñe en exclusiva a los malos tratos físicos y abarca también los casos de crueldad mental. ¿Por qué habría que desatender todas esas hipótesis, por minoritarias que sean? ¿Qué ganarían las mujeres maltratadas con el hecho de que la Ley estableciera esa exclusión?

De veras que no lo entiendo. A no ser que el fin perseguido no sea exactamente el declarado, y que el Gobierno esté tratando de aprovechar este asunto con fines electoreros.

Pero si alguien me aporta argumentos que me hagan cambiar de opinión, lo haré gustosamente. Nada me haría más feliz que no coincidir con el CGPJ ni en eso.

 

n

Líos informáticos

Perdonad mi retranca, pero sabía que me íbais a castigar con medio centenar de correos sobre lo mal que lo hago todo (en materia informática, al menos).

Estaba seguro, para empezar, de que iba a echárseme encima la brigada ligera pro-Linux. ¡Que ya sé que tenéis razón, leñe! Pero, qué queréis: estoy obligado a trabajar con varios ordenadores, y todos funcionan con Windows. Mi cabeza de señor mayor no da ya para interiorizar y convertir en instintivas órdenes pertenencientes a sistemas operativos diferentes. ¡Pero si aún, después de cuatro años, me sorprendo intentando que mi teclado responda a claves del Edicom 2000, que era el sistema de edición que usaba en El Mundo!

Si alguna vez habéis tratado de alternar la conducción de un coche de cambio manual con la de otro de cambio automático, sabréis de qué os hablo. Sin pensarlo, pisas el embrague para cambiar de marcha, y lo que logras es pegar un frenazo que te cagas. O quieres frenar y aceleras. En Memphis (Tennessee, USA), a la vera de Graceland, la casa de Elvis Presley, un conocido mío consiguió, gracias a esa inadecuación de sus diversos aprendizajes, embestir contra otro vehículo, en el que –también es mala folla– viajaba una embarazada. Me temo que no fue la experiencia más gratificante de su vida.

Otros ha habido que me han proporcionado algunos consejos estimables, pero que ya habían sido probados por mi informático de cabecera, sin éxito. Por ejemplo, la cosa ésa de arrancar con otro disco y poner el viejo a hacer de slave. O, lo que viene a ser lo mismo: poner el disco como secundario en otro ordenador para acceder a sus partes no infectadas. Todo eso lo intentamos, y más aún, pero en ningún caso logramos entrar en el disco averiado. Ni siquiera conseguimos que su presencia física fuera detectada.

No han faltado tampoco los que me han explicado cómo cabía recuperar el disco, aunque se perdiera la información contenida en él. Es lo que finalmente hemos hecho, pero la verdad es que eso me daba un tanto igual, porque el disco estaba en garantía. Lo que me interesaba no era tanto el disco duro como lo que tenía metido en él.

El consejo que más me ha interesado –y admito mi culpa por no haberlo tenido en cuenta antes– es el que se refiere a las ventajas de utilizar un disco duro externo con conexión usb. Un disco de ese tipo permite almacenar a diario en un receptáculo pequeño y manejable toda la información contenida en el disco duro del ordenador base, por así llamarlo. Gracias a él, puedes conservar todo lo que quieres tener archivado, copiarlo a otros ordenadores... Puedes hacer con ello, en suma, lo que te dé la gana. ¿Por qué me he resistido hasta ahora a utilizar ese adminículo? Pues porque, como ya he dicho, trabajo en varios ordenadores y ninguno es el ordenador base. Con lo cual, habré de empezar por unificarlos. En fin, pijadas mías, que ya veré cómo encajo.

Admitidme, de todos modos, que esto del reciclaje informático incesante acaba resultando bastante agotador. Estas máquinas te sirven de mucho, pero tampoco es tontería todo lo que te obligan a servirlas.

[ Vuelta a la página de inicio ]

 

n

¡Qué duro lo del disco duro!

(Miércoles 16 de junio de 2004)

Tengo fama –creo que merecida– de ser un usuario de ordenador extremadamente prudente y precavido contra hackers, virus, troyanos, gusanos y demás ralea. Uso cortafuegos, dispongo de un programa para examinar los correos electrónicos antes de permitirles entrar en mi PC, no abro ningún fichero adjunto cuya procedencia desconozca (y, en cualquier caso, le paso un detector de virus antes de abrirlo), no navego por zonas internáuticas «de alto riesgo» y, sobre todo, cuento con el programa antivirus más profesional –y también más caro, me temo– de los existentes en el mercado, que además actualizo a diario, haga sol, llueva o nieve.

Pues bien: pese a todo eso, un virus ha logrado destruir el disco duro de mi PC de sobremesa. El modus operandi del virus, muy resumido, es el siguiente: lo primero de todo, bloquea el anti-virus y el cortafuegos (no me preguntéis cómo); una vez logrado eso, entra en la memoria del ordenador y borra varios ficheros del sistema que son imprescindibles para que el disco arranque. Hecho lo cual, como no puedes trabajar con el disco duro, ni siquiera desde MS-DOS, te es imposible restablecer los ficheros dañados. Adiós al disco: tanto te daría que fuera de madera.

Supongo que no hará falta decir que eso representa una auténtica tragedia.

En mi caso menos que en otros, porque dispongo también de un ordenador portátil, al que paso cada poco los trabajos que hago en el de sobremesa (y viceversa). Además de eso, realizo con cierta frecuencia copias en CD de las carpetas de mayor importancia. Gracias a esas precauciones y alguna más que no cito para no ponerme todavía más pesado, la catástrofe no ha llegado a ser absoluta. Pero sí importante. Primero, porque siempre te olvidas de actualizar algo, o de copiar algo (lo sé por tristes experiencias anteriores). Y segundo, porque no vas copiando todo todos los días. Así, la avería de ayer se llevó por delante tres documentos recientes: la columna de El Mundo, que acababa de escribir pero aún no había enviado, los cuatro primeros folios de un breve ensayo sobre la situación de la Prensa hic et nunc y el esquema-borrador de la presentación de un libro, acto que se celebrará hoy justo a la hora del partido que juega la selección española (con lo que seremos cuatro y el del tam-tam, dicho sea en honor del escenario africano en el que trascurre la acción de la obra).

Os cuento todo esto porque he pensado que mi buena obra del día podría ser la de permitiros escarmentar en cabeza ajena, advirtiéndoos de que hay un virus por ahí capaz de hacer una faena como la descrita y sugiriéndoos que dediquéis unos minutillos a pensar qué tenéis en el ordenador que, en el caso de que se os fuera al carajo, no podríais recuperar y os haría polvo. ¿Vuestras obras completas? ¿Las cartas de amor de vuestros/as amantes? ¿Los datos de la declaración de la renta? ¿Las fotos digitales de las vacaciones pasadas? Repasadlo y haced las copias de seguridad correspondientes. Ya sé que no me lo agradeceréis nunca, porque sois una banda de ingratos, pero me da igual. Me conformo con la conciencia del deber cumplido.

 

P.S. Excuso decir que también he perdido un montón de correos electrónicos recientes. Si teníais alguna cuenta pendiente conmigo, volved a contármelo.

 

[ Vuelta a la página de inicio ]

 

n

¿Qué hay por debajo?

(Martes 15 de junio de 2004)

La mayor parte de la gente convive con sus reacciones instintivas sin preguntarse qué razones las suscitan. Se deja llevar por ellas, o las reprime, o las disimula, pero no hace nada por explicárselas. Filias, fobias, cambios de humor, accesos de pasión, de ira... Le vienen, se van. No piensa en ello. Y es que reflexionar es siempre trabajoso y a veces, además, conduce a conclusiones desagradables.

Tuve hace años un amigo –un tío muy majo, por desgracia ya muerto– que era un amasijo de manías. Una de las más características que sufría era que, si alguien le daba la mano, tenía que salir corriendo a lavarse. Lo cual le aportaba un problema suplementario, porque no podía secarse con nada que tuviera aspecto de haber sido tocado antes por otra persona. Usaba sus propias toallas, lavadas por él mismo, o dejaba que las manos se le secaran a su aire.

Cuando le pregunté por esa manía suya, tan obsesiva, me respondió con toda tranquilidad:

–¡Ah, eso! Sí. Es fruto de un sentimiento de culpa muy fuerte. Es que de pequeño quería follar con mi madre.

Ignoro qué fundamento científico tendría la explicación (de tener alguno), pero pensé que, si de algo no cabía acusarle, era de tratar de escurrir el bulto.

Agradezco al destino no haberme condenado a llevar tan mal el complejo de Edipo, dotándome de unos sentimientos de culpa bastante menos problemáticos. Pero tengo la suficiente curiosidad como para preguntarme el porqué de mis reacciones más chocantes, más que nada por el aquel de tratar de saber con quién me gasto los cuartos.

Viene esto a cuento de algo que me ocurrió el domingo pasado por la noche.

Me puse a ver el partido Francia-Inglaterra. Y, según se fue desarrollando, constaté que mis vísceras, sin pedirme permiso alguno, se habían puesto decididamente del lado de la selección francesa y en contra de la inglesa. No, no hay redundancia: hicieron ambas cosas, pero cada una por su cuenta. Y cada vez con más intensidad. Veía a los jugadores ingleses y sentía una vivísima hostilidad. No es sólo que su juego me pareciera tosco y tirando a bruto; es que ellos mismos me echaban para atrás. Ellos y muchísimos de sus hooligans. Me sorprendí imaginándolos vestidos de marines, torturando a prisioneros iraquíes.

Diréis que me pasé bastante. Y os contestaré que mil pueblos.

Aquello carecía de sentido. Pero era así.

Salvando el momento de breve pero intensa satisfacción que experimenté cuando Beckham falló un penalti, el partido fue para mí una sucesión de disgustos. ¿Qué hacíamos, que parecía que fuéramos incapaces de tirar a gol? ¡Y ellos tan contentos!

Hasta que llegaron los tres minutos finales. Y se produjo una falta que ejecutó Zidane y fue gol. Y, acto seguido, le hicieron un penalti absurdo a Trezeguet, y Zidane remató la faena. ¡Qué maravilla! Derrota de Inglaterra.  Y yo, en trance de gozo, como si me fuera algo importante en aquella chorrada.

Serenado ya, ayer –porque tardé en serenarme sobre este particular– me puse a reflexionar sobre los posibles resortes de esa doble y virulenta reacción: el forofismo galo, de un lado, y la aguda anglofobia, del otro.

Apunté algunos factores que probablemente entren en juego.

Nací a 20 kilómetros del territorio de la República Francesa y desde crío ví ese territorio como el contrapunto libre a la dictadura de mierda en la que nosotros penábamos. Tuve una educación afrancesada, no sólo porque el francés era la lengua extranjera que nos enseñaban, sino también porque estábamos empapados en la música, en la literatura, en el arte... y hasta en el cine francés, que ya es decir. Siempre pensé que, para Historia, la de Francia, y no ese largo deambular de reacción en reacción y tiran porque les toca que nos parecía la Historia de España. Cuando tomé el camino del exilio, Francia fue para mí una tierra de cálida acogida. El Estado francés se portó muy bien con nosotros. La izquierda francesa nos ayudó en muchos aspectos.

¿Inglaterra? Lejana. Rara. Algunos amigos iban allí de camareros y volvían con algunos discos interesantes, pero el idioma, decididamente, no estaba hecho para mí. Demasiado... no sé: demasiado. Y esa Casa Real... Y esos gobernantes... Y esa Historia, tan llena de dudosas gestas en las que casi nunca salíamos bien parados... Y su asociación uña y carne con los EEUU... Y su clase dirigente, tan almidonada... Y sus colonias... Y sus neocolonizadores de la Costa del Sol... Y su izquierda, tan suya...

¿Explica eso algo? Bueno, algo, lo que se dice algo, supongo que sí. Pero tampoco demasiado. Porque ni Zidane es Marat, ni Henry puede ser tenido por la reencarnación de Verlaine, ni Barthez recuerda gran cosa el ciudadano Gustave Lefrançais, miembro de la Comuna de París, al que Eugène Pottier dedicó La Internacional. Por el equipo de la otra orilla del Canal, lo mismo: ni Rooney es Jack el Destripador, ni James se parece a Churchill, por mucho que le gusten los Martinis, ni Beckham es la Reina de Inglaterra, y menos ahora, con el pelo tan cortito.

Así que algo habrá de todo eso, seguro, pero también bastante más. Incluso específicamente futbolístico. Recuerdo, por ejemplo, lo mucho que sufrí con lo que le sucedió a la selección de Francia en el Mundial de España, en 1982. Fue de una injusticia clamorosa. Y me sentí solidario con ellos, primero con los de Platini y luego con sus sucesores, quizá porque los fracasos unen mucho, salvo en Izquierda Unida. Igual me pasó con la selección de Holanda en el Mundial de 1974, la de Cruyff y compañía. Algo me ha hecho siempre ponerme del lado de los que juegan para dar espectáculo, tratando de echarle imaginación y arte, aunque muchas veces acaben penalizados. Quizá sea lo mismo que me mueve a torcer el gesto ante el fútbol práctico, basado en la fuerza física, en las entradas que quitan el hipo y en el sota-caballo-rey del pase largo, el testarazo y la porfía en la raya del área, a ver si hay suerte y suena la flauta.

Pero todo lo que he citado hasta ahora no son más que ingredientes. Algunos ingredientes. El problema está en dilucidar cómo esas materias primas, y algunas más, acaban convirtiéndose en plato cocinado. Y cómo las engulles. Y cómo haces la digestión. Con qué jugos gástricos, con qué mezclas, atacando a qué úlceras, pendiente de qué secreciones. ¿Quién me dice que en mi instintiva anglofobia no ocupa un lugar importante el hecho de que nunca he conseguido dominar la lengua inglesa, pese a haberlo intentado con denuedo? ¿Quién puede certificar que en mi forofismo futbolero en pro de Francia no interviene el hecho de que incluya a un Bixente, y a un bereber, y a varios morenos que son, en resumen, la antítesis del modelo Beckham, rubio, alto y de ojos azules, que odio porque tal vez envidio en lo más recóndito de mi hígado? ¡Ay, cómo saberlo!

Pero está bien sospecharlo.

Lo que más me interesa de este tipo de reflexiones es lo mucho que ayudan a no fiarse de uno mismo. A maliciarse la poca inocencia de los factores que alientan las reacciones instintivas, los gustos, los afectos y los odios. Porque, en la medida en que asumimos que bajo nuestra apariencia más o menos fría y racional bulle un magma misterioso y a menudo muy poco inocente, nos hacemos más modestos. Y más tolerantes.

Ahora bien, y al margen de todo lo demás: ¡Francia, 2-Inglaterra, 1! ¡Qué gozada!

 

[ Vuelta a la página de inicio ]

 

n

Presagio de cambios

(Lunes 14 de junio de 2004)

4.291.465 ciudadanos y ciudadanas que dieron su voto al PSOE el 14 de marzo pasado no lo hicieron ayer. Al PP lo abandonaron 3.318.149. A Izquierda Unida, 585.283.

En esas condiciones, hablar de que si los unos han logrado el 43,3% y los otros el 41,3% y afirmar a partir de ello –como se está haciendo– que eso significa la reafirmación del primero y la consolidación del segundo, sólo puede tomarse como una broma.

El único porcentaje que no admite juegos malabares es el de la participación: tienen el 46% para repartírselo entre todos.  

Se supone, eso sí, que el desinterés del 54% no responderá en todos los casos a los mismos factores. De hecho, los diferentes partidos no han perdido votos en la misma proporción.

El descenso de Izquierda Unida, que se ha quedado casi al 50% de los sufragios que alcanzó en las elecciones europeas de 1999 y en las generales del pasado marzo –resultados ambos que en sus respectivos momentos fueron catalogados como malos–, es realmente espectacular.

También se ha dado un leñazo de mucho cuidado Convergència i Unió, que ha logrado la singular proeza de obtener menos votos que el PP catalán.

Por el contrario, han salido comparativamente bien librados el PNV –que se ha ratificado cómodamente como el primer partido de Euskadi, única comunidad autónoma en la que no ha vencido un partido de ámbito estatal– y ERC, convertida en el principal referente del nacionalismo catalán.

Es muy estimable también lo logrado por HZ (HB, si se quiere), que ha logrado que nada menos que 113.000 personas hayan acudido a las urnas a depositar un voto nulo.

No obstante estas consideraciones particulares –que las considero dignas de estima, y por eso las menciono–, no me parece discutible que el amplio desinterés demostrado por la población ante las elecciones de ayer se debe a lo que la mayoría ha creído ver en juego: muy poco y muy lejano.

Ahora que se lleva tanto lo del fútbol –quiero decir: que se lleva todavía más–, puede buscarse ahí la comparación y decir que la gente se tomó las elecciones de ayer como si se tratara de un partido amistoso.

No voy a entrar a evaluar si esa percepción es correcta. Admito que puede resultar equivocada y que este Parlamento Europeo quizá acabe jugando un papel de cierta importancia en nuestro porvenir colectivo. Pero el hecho es que, tal como las cosas de la UE están llegando al común de los ciudadanos, no despiertan ninguna simpatía. Y eso cuando vienen de Bruselas, porque de Estrasburgo ni siquiera vienen, y si vienen nadie las ve.

¿Qué efectos va a tener el batacazo casi continental de estas elecciones sobre el porvenir de la UE? ¿Crecerá a escala general la conciencia de que el proceso de unidad se está llevando muy mal, a oscuras, casi a escondidas, dando prioridad a factores que no apuntan visiblemente al bienestar de la población, sin hacer esfuerzos reales por sentar las bases de una conciencia de identidad europea? ¿O, por el contrario, habrá un cierto sentimiento de vértigo, de miedo a que la negación del modelo actual de construcción europea nos devuelva a las viejas confrontaciones del siglo XX?

No lo sé. Sé, eso sí, que lo que ha ocurrido en estas elecciones presagia cambios.

 

[ Vuelta a la página de inicio ]

 

n

La abstención

(Domingo 13 de junio de 2004)

Nunca había visto a los círculos del poder y a sus voceros tan preocupados por la posible abstención.

Especulan con el efecto que podría tener sobre los resultados. Dicen que una participación baja podría beneficiar al PP. Pero lo dicen basándose en experiencias electorales anteriores que no son necesariamente homologables. Todo depende de quién se sienta más desmovilizado: si el electorado del PSOE (el reposo del guerrero, como quien dice) o el del PP (la galbana subsiguiente a la derrota). Para mí que, en todo caso, la mayoría de los unos y de los otros sienten que lo que se juega en estas elecciones es un título más moral que material. De ahí que la desgana sea generalizada.

Es evidente que lo que más temen en los cuarteles generales del Poder –de todos los poderes– es que el porcentaje de abstención sea tan escandalosamente bajo que cercene la legitimidad no ya del Parlamento Europeo, sino de la construcción europea en su conjunto.

Una y otra vez, cuando les veo horrorizados por la posibilidad de que algo ocurra, no puedo eludir el deseo íntimo –y un tanto perverso– de que ese algo ocurra. Ya sé que no puede establecerse ese automatismo: no todo lo que es malo para ellos es necesariamente bueno para nosotros. Por ejemplo, el advenimiento del hipotético desastre mundial que describe la nueva película de catástrofes, The Day After Tomorrow, tiendo a pensar que resultaría más bien molesto para todos (excluidos los suicidas, que se ahorrarían la última pejiguera de su vida).

Pero no excluyo, en cambio, que un pequeño desastre electoral a escala europea pudiera tener ciertos efectos benéficos para la mayoría.

E incluso para la propia construcción europea. Quizá obligara a reflexionar más sobre cómo se están haciendo las cosas.

Porque se están haciendo decididamente mal.

Quizá el ejemplo más acabado de los malos caminos que está siguiendo la Europa unida nos lo haya dado este fin de semana la República de Irlanda, que ha votado una reforma constitucional para endurecer las condiciones de admisión de inmigrantes. ¡Los irlandeses, votando contra lo que ellos mismos hicieron masivamente desde mediados del XIX: huir del hambre!

 

El guateque

Me señala mi amigo Alberto Piris, fino observador, los abismos que asoman detrás de la frase que escribí en el apunte de ayer: « Íbamos a celebrar un guateque. No sé ni qué chicos ni con qué chicas». La observación es sumamente pertinente y pone de manifiesto una realidad que era general en la sociedad vasca de la época: los chicos funcionábamos en pandillas de chicos, en las que no tenían cabida las chicas. (Y no sólo los chicos: las sociedades gastronómicas donostiarras han vedado la admisión de mujeres hasta hace unos cuantos años y todavía hay fiestas vascas –los alardes, por ejemploen los que no se permite la participación igualitaria de las mujeres.)

Conforme a esa división de sexos, cuando los chicos decidíamos hacer un guateque, lo decidíamos nosotros, sin contar con las chicas, que eran invitadas a posteriori. Conocí pandillas donostiarras en las que, si alguno de sus miembros se echaba novia, era directamente excluido del grupo. No volvía a ser invitado a ninguna actividad de la cuadrilla.

Ésa fue una de las muchas transformaciones que aportaron a la vida social de una parte de la juventud vasca los compromisos políticos de lo que convencionalmente se suele llamar «el 68», por más que para algunos vinieran ya de antes (de 1964, en mi caso).

Con 16 o 17 años empezamos a funcionar ya en grupos mixtos. En primer lugar, porque realizábamos actividades políticas y culturales mixtas. Pero luego también porque descubrimos que resultaba muchísimo más divertido.

El lado negativo es que muy poco después de eso dejamos ya de organizar guateques.

 

P.S. Otro buen amigo, José Ramón San Juan, con el que a veces tengo discusiones tan acaloradas como cordiales, me escribe para hacerme una precisión: «Las guitarras Gibson no deben su nombre a Don Gibson, aunque esa es una creencia bastante extendida, sino a Orville Gibson, que ya fabricaba instrumentos de cuerda desde finales del XIX..» Seguro que es así, porque sabe muy bien de lo que habla.

 

 

[ Vuelta a la página de inicio ]

 

n

Charles On My Mind

(Sábado 12 de junio de 2004)

Hay recuerdos raros, que se aferran a la memoria sin razón aparente. Éste me devuelve a una tarde de 1962, en casa de un amigo del colegio, Valentín Díez, al que no he vuelto a ver.

Valentín vivía en mi barrio, en un piso de la calle Primo de Rivera, ahora Sabino Arana.

Íbamos a celebrar un guateque. No sé ni qué chicos ni con qué chicas.

Todavía no era la hora del encuentro y yo me entretenía poniendo discos. Los que solíamos escuchar por entonces, supongo: Paul Anka, Richard Anthony, El Dúo Dinámico, Mina, Celentano... Pero ya digo que lo supongo. No los recuerdo.

Salvo uno.

Era un EP de aquéllos de 45 r.p.m. con cuatro canciones. Me llamó la atención porque era la edición norteamericana del disco y estaba recién salido al mercado. Una chulada. No sé quién lo había llevado. Quizá era de algún hermano mayor.

En la portada se veía a un hombre negro, con gafas negras. Decía: «Ray Charles. I Can’t Stop Loving You».

Lo puse, lo oí... y fue como si hubiera tenido una revelación. ¡Qué fuerza, qué emoción, qué sentimiento! No me pareció una buena canción, sino algo muy por encima de eso. No tenía nada que ver con nada de lo que había escuchado hasta entonces y, sin embargo, me resultaba extrañamente familiar.

Volví a poner el disco. Una y otra vez. Tanto más lo oía, tanto más me gustaba.

De aquella tarde sólo me acuerdo de otro detalle. Llegó un hermano mayor de Valentín con algunos amigos y amigas y se unieron a la fiesta. Se pusieron a bailar mezclándose con nosotros, lo que me pareció un detalle muy majo. Los veía muy mayores, aunque no creo que tuvieran más de 20 años. Recuerdo que un chico y una chica bailaban abrazadísimos y se miraban a los ojos con ternura.

Pasados los años supe mucho más sobre Ray Charles. Por supuesto. Y sobre aquel I Can’t Stop Loving You, del que me enteré que era un clásico de la música country, obra de un famoso caballero llamado Don Gibson, que incluso dio nombre a unas célebres guitarras. Aprendí que buena parte del secreto de aquella interpretación que tanto me había impresionado a los 14 años estaba en la sabiduría con la que el gran Ray Charles Robinson (Charles era su second name) había sabido penetrar en los diferentes estilos musicales, desde los más blancos a los más negros, desde los más reverentes a los más diabólicos, ayudándolos a comunicarse entre sí, a sacarse partido mutuo. Y que mi revelación de adolescente la habían sentido millones de personas en todo el mundo.

«Sorprendente y conmovedor», definió su encuentro infantil con la música de Ray Charles un chico de Belfast llamado Van Morrison. Los dos adjetivos le van como un guante.

Ray Charles dio un concierto en Alicante en julio de 1999. Estábamos en Aigües pasando el verano y fuimos a verlo. Actuó con su big band y fue todo un espectáculo. Se le veía con el físico muy cascado. Tenía la cadera hecha polvo, pero seguía poniendo la misma fuerza en las interpretaciones, con su voz poderosa y ronca.

Lo mejor que puedo decir es que, cuando arrancó con las primeras notas de I Can’t Stop Loving You, 35 años después, no sentí la menor nostalgia del pasado. Sólo la irrepetible magia y la fascinación de aquel mismo momento.

 

[ Vuelta a la página de inicio ]

 

n

¡Pues mira que tú...!

(Viernes 11 de junio de 2004)

TVE se ha disculpado porque la emisión de un programa electoral gratuito del PP, que incluía una intervención de Mayor Oreja, sufrió un «accidente técnico» y no fue posible verlo adecuadamente.

El PP ha declarado que no se cree la excusa del fallo técnico en la emisión de su programa. Piensa que el incidente fue deliberado.

No me parece probable. Hay modos mucho más sutiles de influir sobre la audiencia. Éste sería muy burdo, además de dudosamente eficaz. Puede que incluso haya tenido un efecto beneficioso para Mayor Oreja, haciéndolo aparecer como víctima de un manejo sectario.

El PSOE se ha indignado con la acusación del PP. Dice que cómo osa hablar de manipulación el partido que mantuvo durante años al frente de los servicios informativos a Alfredo Urdaci, condenado por manipulación.

Hacen mal los socialistas en plantear las cosas así. Hacen mal, para empezar, metiendo baza en esta polémica. Habrían hecho mejor quedándose al margen, como si el asunto no fuera con ellos. Como si la línea informativa de TVE fuera cosa de sus organismos rectores, que para algo están catalogados como autónomos. Si el Gobierno y el partido que lo sustenta quieren aparentar que esa autonomía es real, lo mejor que pueden hacer es no darse por aludidos cuando alguien critica la actuación de la radiotelevisión del Estado.

Pero es que, además, que el PSOE descalifique al PP apelando a las manipulaciones de Urdaci es de una imprudencia verdaderamente temeraria, sobre todo cuando el encargado de formular la descalificación es (de Alfredo a Alfredo y tiro porque me toca) Pérez Rubalcaba. Los que vivimos día a día el trecenato de Felipe González nos acordamos bien de lo que fue RTVE en aquellos tiempos, cuando el llamado «comando Rubalcaba» se servía de los telediarios para hacer agitación descarada y a sus anchas. Tuvieron momentos antológicos, como el día en el que ofrecieron a Julián Sancristóbal la posibilidad de abrir el telediario en directo desde la cárcel, sin presentador ni nada, para decir que lo de los GAL era un invento de El Mundo y el juez Garzón, y tirarse en ello todo el tiempo que le vino en gana, sin nadie que le pusiera ninguna objeción. No le ofrecieron ni mucho menos la misma tribuna pocas semanas después, cuando se desdijo y reconoció que, lamentablemente, todas las acusaciones que pesaban sobre él se basaban en hechos ciertos.

Y como ésa, varias. Y algo menores, a decenas.

Por el bien de todos, y para no tener que oír el relato de las mismas barbaridades mes tras mes, año tras año, señalando el uno las manipulaciones del otro y a la inversa, convendría que se centraran en la crítica concreta de lo que vaya sucediendo en concreto.

Lo que ha ocurrido en esta ocasión merece ser investigado. Y sancionado como corresponda quien haya tenido la culpa. O por malévolo o por incompetente. Y ya está.

 

[ Archivo de los Apuntes del Natural Vuelta a la página de inicio ]