Apuntes del natural

[Del 20 al 26 de agosto de 2004]

 

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Si nieva en Madrid, es que nieva

(Jueves 26 de agosto de 2004)

También podría haber titulado este apunte «Hasta que no nieva en Madrid, no nieva».

Mi prolongada experiencia periodística me ha enseñado que da igual que media España esté hundida bajo la nieve que, mientras en la Comunidad de Madrid no nieve, la nieve no llega ni a las portadas de los periódicos ni a las aperturas de los telediarios.

Y al revés: si en el conjunto de España hace un tiempo tirando a apacible, pero en la Castellana caen cuatro copos, es que está nevando.

Sucede tal cual con las grúas. El conflicto de las grúas lleva en marcha –o sea, en paro– la intemerata, pero los medios que tan impropiamente se hacen llamar «nacionales» no lo han puesto en un lugar de honor hasta que sus jefes se han enterado de que les podía afectar incluso a ellos.

Ahora ya es un conflicto importante.

Pero, para no perder su inveterada costumbre de imitar a la rana de la fábula, han iniciado su aproximación al asunto reprochando a los gruistas que monten el conflicto «justo cuando se prepara la "operación retorno"». Dudo de que los primeros gruistas que se metieron en este fregado pensaran siquiera en la «operación salida». Lo que no van a hacer es suspender su movilización, precisamente ahora que se habla de ellos.

Acabo de oír que en Euskadi los gruistas se plantean ofrecer sus servicios directamente a los automovilistas, cobrando las tarifas que estiman correctas y dejando que quienes se han visto forzados a puentear a las aseguradoras reclamen luego a éstas el importe pagado, por vía judicial si hace falta. Parece que tanto SOS-DEIAK (servicio vasco de aviso de emergencias en carretera) como la OCU de Euskadi colaborarían para poner en marcha esa solución de emergencia. Me parece una buena idea. Las asociaciones de consumidores deberían emprender también acciones judiciales para reclamar a las compañías de seguros que devuelvan a los asegurados la parte de la cuota anual que les cobraron por unos servicios que finalmente no han dado.

Las aseguradoras, olvidándose de lo mucho que ellas mismas suelen presumir de lo que ganan cuando se pavonean ante sus accionistas, dicen que si asumieran las demandas de los gruistas tendrían que aplicar un aumento muy importante a las cuotas que cobran a los asegurados. Algo tendrá que decir el Estado sobre eso, supongo. A él le corresponde fijar una cuota razonable para el seguro obligatorio y vigilar para que no haya concertación de precios –es decir, violación de las leyes de la libre competencia– en aquellos apartados del seguro que son de contratación voluntaria.

 En todo caso, lo que parece de broma es que los grandes medios de comunicación, recién desayunados en este conflicto, traten de quitarse de en medio con cuatro tópicos sobre el bien general y las protestas fuera de tiempo.

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Tranquil, Jordi

(Miércoles 25 de agosto de 2004)

Tengo aquí, en mi casa de Aigües, en un lugar de cuyo nombre excuso acordarme, un grabado de un artista inglés apellidado Wilkinson que retrata cómo era San Sebastián –cómo la vio él– en 1835.

No la habrían reconocido ni por asomo los habitantes del San Sebastián de 1904, y en particular los vecinos de Gros, zona del municipio donostiarra del que guardo en mi estudio de Madrid una foto fechada a mano en ese año de gracia.

Habrían tenido toda la razón en no reconocerlo, porque lo que70 años antes no era más que un vasto arenal se había convertido para entonces en un barrio, pequeño pero coquetón, con su plaza de toros y todo.

También se divertirían con las labores de identificación las gentes de ese mismo barrio, que es el mío, si les enseñara algunas fotografías de los años 20, o de los 40, o de los 60, con plaza de toros y sin ella.

¡Cómo cambia todo!

Pero todo es Donostia. Es Gros. Muy cambiados, pero ellos.

¿Mejores o peores? Depende. Depende de muchas cosas: del aspecto al que te refieras, de tus propios gustos... Yo he escrito sobre esa transformación, a veces con amargura. Pero nunca se me ha ocurrido que San Sebastián haya desaparecido. Porque el ser de una ciudad no se vincula a ningún momento específico de su Historia. No vive ni en sus gentes, ni en sus edificios, ni en sus parques, ni en sus playas. Es decir: vive en todo a la vez, y en sus cambios constantes, buenos o malos.

Una nación es como un barrio, o como una ciudad, pero en más grande.

Un hecho; no una valoración.

Cambia lo mismo. ¿Para bien o para mal? Quién lo sabe. Depende.

Jordi Pujol dice que hay que tener mucho cuidado con el mestizaje, porque puede acarrear el fin de Cataluña. Se ve que Pujol piensa que Cataluña es como el arenal de Gros, o como la plaza de toros del Chofre, o como el viejo campo de fútbol de la Real.

Tranquil, Jordi, tranquil.

Cataluña vivirá. También con el mestizaje. Quizá más plurilingüe, quizá más morena.

¿Mejor, peor? Irá con los gustos.

Pero tú, Jordi, joder... ¡Tanto tiempo adorando a La Moreneta y venirnos ahora con ésas!

 

P.S. Otro día que tenga el temple menos de coña escribiré sobre los esencialismos nacionales, ¿vale?

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Una de cal y otra de arena

(Martes 24 de agosto de 2004)

–A los cinco años, un porcentaje importante de niños y niñas sufre de incontinencia urinaria nocturna.

«O sea, que se mean en la cama», traduzco.

Lo cuenta una señora que dice hablar en nombre del Consejo General de Farmacéuticos para Radio 5 Todo Noticias, aunque dudo de que el Consejo se haya reunido para aprobar el guión del mini-espacio.

Sigo fregando los platos, sumido en la problemática de la micción infantil, tal vez estimulado por el chorro del grifo.

La señora («o señorita», que diría Bobby Deglané) añade a continuación:

–Sólo uno de cada cien niños sufre de incontinencia urinaria en la edad adulta.

Soy de natural reflexivo.

Cierro el grifo. Me seco las manos.

Acudo a la vecindad de Charo, mi mujer, que se dedica circunstancialmente a labores de albañilería aplicada a la jardinería.

Le pregunto:

–Perdona, Charo. Si a ti te dicen: «Sólo uno de cada cien niños sufre de incontinencia urinaria en la edad adulta», ¿qué piensas?

Y ella, enseñante en funciones de albañila veraniega, empieza a hablarme de los niños, las niñas y el pis. Compruebo que es un asunto sobre el que posee un conocimiento empírico de mil pares. Pero yo no voy por ahí.

Le corto. 

–No, no. Te repito la pregunta. Si te dicen: «Sólo uno de cada cien niños sufre de incontinencia urinaria en la edad adulta», ¿qué piensas?

–No sé adónde quieres ir a parar –me responde, mientras evalúa el tamaño de varias piedras con las que está delimitando una pequeña plantación en el fondo del jardín, en la que algún día crecerán un pino y dos palmeras si todo funciona como está previsto, cosa que no recuerdo cuándo ocurrió por última vez.

–¿Que adónde pretendo ir a parar? Pues muy sencillo –le contesto–. Trato de llamar tu atención sobre el absurdo que encierra plantearse lo que pueden hacer o dejar de hacer los niños «en la edad adulta».

–Ah, ¿sí? ¡Qué bien! –susurra, distraída–. ¿Y eso?

–Charo, porque un adulto, por definición, no es un niño. No existe ningún niño en edad adulta. Es una contradicción in terminis. Un niño-adulto no existe. En consecuencia, no puede hacer nada.

–Ajá. Ya. Una de esas cosas tiquismiquis tuyas, ¿verdad? –prosigue, mientras examina con suma atención la base de una jardinera que parece perder agua.

–Charo, ¡por favor! Si nadie se tomara en serio el rigor, ¿qué sería de la Ciencia? –le respondo.

–Cuánta razón tienes, Javier. Yo también me lo pregunto –dice, mientras introduce un dedo en la mezcla de arena y cemento que trata de aplicar al sellado de jardineras y cuya consistencia examina con interés de entomóloga.

–Hummm... ¿No te parece que quizá le estoy poniendo demasiada arena a la mezcla?

–No sé. ¿Has probado con una de cal y otra de arena? –le digo, mientras regreso a la cocina.

 Sé que estoy perdido, pero no me importa.

Los héroes somos así.

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Los otros dopajes

(Lunes 23 de agosto de 2004)

Supongo que habéis visto a las gimnastas de los Juegos Olímpicos. Me refiero a las que se dedican a ejercicios de suelo, barras, aros y demás. ¿Qué les hacen para frenar su evolución biológica y conseguir que conserven su elasticidad de niñas durante tanto tiempo? No sé qué, pero algo es evidente que les hacen.

Me pregunto acerca de las consecuencias psicológicas que tendrá sobre ellas –o al menos sobre algunas de ellas– pasar por esa experiencia: parecer una niña cuando tus compañeras y amigas tienen ya aspecto y vida social de jóvenes mujeres, alcanzar una gran fama a tan temprana edad y que se te esfume al poco, no dedicar apenas tiempo a preparar tu futuro profesional y que te regalen los títulos para que no «pierdas tiempo» y puedas dedicarte a entrenar...

¿Sabe alguien cuántos juguetes rotos fabrican los Juegos Olímpicos y su terrible, su implacable, su salvaje espíritu de superación, que es superación de récords, no de valores?

He hablado de las niñas gimnastas, pero podría haberlo hecho de otros y otras (más de otras, de todos modos, porque son los físicos de las mujeres los que más afectados se ven por su preparación para ciertas prácticas deportivas).

¿Habéis tenido ocasión de presenciar los ejercicios de las levantadoras de peso? Hay una que pesa 156 kilos. ¡Levantadora de peso! Y tanto: del suyo, para empezar. Y tanto ella como sus rivales tienen veintipocos años.

¿Por qué son aceptables las prácticas que siguen esas deportistas –que les programan– y no el uso de fármacos que permiten un desarrollo superior de la masa muscular, un sobreesfuerzo o una resistencia máxima? ¿Es más grave agotar un físico que tarar psicológicamente una existencia?

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De la importancia

(Domingo 22 de agosto de 2004)

Me telefonea mi buen amigo Gervasio Guzmán:

–¿No crees que has dado demasiada importancia al pase de modelos de las ministras? –dice.

–No. No lo creo –le respondo.

Me explico.

Hay asuntos que son importantes y otros que se convierten –o los convierten– en importantes. Lo comprobamos a diario. Existen catástrofes a las que apenas se concede atención y minucias de las que se habla y habla sin parar.

En mi criterio, el pase de modelos de las ministras forma parte de una categoría especial. Es de ese tipo de asuntos que no poseen una importancia específica, pero que muchísima gente magnifica, o se aviene a magnificar, por lo que ve en ellos de simbólicos (aunque ni siquiera sea consciente de que lo hace por eso). Cité algunos de esos asuntos, ya históricos, en mi columna de ayer: los tropecientos excusados y la caseta con calefacción para el perro de la casa de Miguel Boyer, la habitación acondicionada para la conservación de abrigos de piel de la villa que se hizo construir Aida Alvarez cuando fue ascendida al gremio de los comisionistas del partido, las actividades de conseguidor de Juan Guerra en el absurdo despacho que le pusieron en la Delegación del Gobierno en Andalucía, el reactor del Ejército que Alfonso Guerra llegó a usar para saltarse un atasco de tráfico y llegar puntual a una corrida de toros...

Son los asuntos preferidos de la dicencia política de este país, y no tenerlo en cuenta es propio de botarates sin remedio, que es lo que han demostrado ser Zapatero y sus pasantes de modelos.

Otra cosa es la importancia que dé yo a esas historias. Muy poca.

Con el tiempo, he acabado por cogerles paquete. No porque crea que carecen del lado simbólico que mencionaba más arriba, sino por la superabundancia de comentaristas de radio, televisión y de barra de café que se quedan en ellas y en su simbolismo... y no dicen ni una mierda de lo principal, totalmente materializado y nada simbólico: de las guerras, de la miseria galopante, de la degradación de las condiciones de vida y trabajo, del deterioro ambiental, de los beneficios pornográficos de la Banca y las multinacionales... etcétera, etcétera, etcétera, etcétera, etcétera.

De todas esas historias que conforman el quehacer diario de los ministros y ministras de medio mundo cuando no están probándose trajes.

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Grúas

(Sábado 21 de agosto de 2004)

Seguro que se me escapan aspectos importantes del conflicto de los gruistas de la Comunidad Autónoma Vasca con las compañías aseguradoras. Pero hay otros que veo clarísimos.

Uno: en los contratos que los automovilistas firman con las compañías aseguradoras no aparece por ningún lado, que yo haya visto, ninguna cláusula que les autorice a incumplir sus obligaciones. Ellas han firmado un papel por el que se comprometen a mandar una grúa para recoger los coches averiados o accidentados y a los asegurados les son indiferentes los problemas que puedan tener para atender sus compromisos. Deben hacerlo, y ya está.

Segundo punto: si del incumplimiento de un deber asumido mediante contrato por una persona física o jurídica se deriva un quebranto grave y manifiesto para la comunidad, la autoridad debe intervenir de inmediato. Me parece de cajón. Debe exigir al incumplidor que atienda sus compromisos, tomar las medidas necesarias para restaurar la normalidad en caso de que no le haga caso y procurar que el infractor reciba un castigo proporcional al daño causado. Lo que no cabe de ningún modo es que se quede de brazos cruzados sin hacer nada mientras los laterales de las carreteras se llenan de coches que siguen ahí días y más días a la espera de ser totalmente desvalijados.

Tercero: no creo yo que supusiera un gasto inasumible para las arcas públicas que se repartiera en los puestos fronterizos una hojita multilingüe en la que se explicara a los automovilistas el riesgo que corren en caso de sufrir una avería o un accidente dentro de la CAV y cómo, si se desvían unos cuantos kilómetros y entran en el Estado español por Navarra, donde el conflicto no está todavía planteado, lo mismo se ahorran un disgusto de la repera.

Cuarto: si es cierto que los gruistas de aquí cobran por servicio algo así como la mitad de lo que se llevan sus congéneres de Francia o de Alemania por hacer lo mismo, eso es un escándalo.

Y quinto: lo que alega la patronal de las aseguradoras para no firmar una subida general de precios (dice que las normas sobre libertad de la competencia no le permiten acordar un alza unificada de las tarifas) no pasa de ser una broma de mal gusto. Que explique cómo puede ser que los actuales precios sí estén unificados por abajo. Si los propietarios de las grúas les reclaman un aumento conjunto en todo el territorio del Estado es porque saben que los precios actuales son resultado de un acuerdo entre las aseguradoras, aunque sea encubierto.

 

P.S. Contrariamente a lo que tengo por costumbre, la columna que aparece hoy publicada en El Mundo (ver la sección de columnas) no está tomada de estos Apuntes.

 

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