Apuntes del natural
[Del 3 al 9 de
septiembre de 2004]
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Le llaman Ibarra
(Jueves
9 de septiembre de 2004)
Acabo de repasar lo que publican hoy los periódicos sobre los
exabruptos del presidente de la comunidad autónoma de Extremadura.
Me he leído las resmas que los unos y los otros han dedicado al
asunto y me he aburrido muchísimo, porque ya me lo sabía.
Lo único que ha acabado por llamar mi atención es el empeño que
ponen en llamarle «Ibarra». No Rodríguez Ibarra, sino Ibarra a secas. Todos.
Es curioso.
La primera explicación que uno encuentra a ese unánime desdén por
el primer apellido del caballero es que, si no le identifican como Rodríguez,
es porque el apellido resulta demasiado común. Según eso, se le llamaría Ibarra
para distinguirlo.
Pero esa razón no vale. Su Rodríguez es tan vulgar como el del que
fue portavoz de Aznar, Miguel Ángel Rodríguez, al que nunca se le conoció por
su segundo apellido. El García de José María García tampoco es más singular,
ciertamente. Ni el Ramírez de Pedro J. Ni el Vázquez del defensor de Juan
Carlos Rodríguez, el alcalde coruñés. Si él hubiera optado por esconder su
primer apellido, sea tras una inicial (caso del periodista de El País Luis Rodríguez Aizpeolea) sea
haciéndolo desaparecer por completo (caso del filósofo Fernando Fernández
Savater), se entendería. Pero no es el caso.
Cabría argumentar que a los otros antes citados no se les conoce
por el segundo apellido porque ellos mismos lo han dejado en la reserva. Pero
tampoco esa explicación resulta convincente. Obsérvese que a los árbitros de
fútbol –a todos los árbitros (o ex árbitros), sin excepción– se les llama por
los dos apellidos, incluso cuando el primero es poco común y el segundo no. (V. gr.: Pes Pérez.) Los Fernández
Ordóñez –con la parcial excepción de Miguel Ángel, al que a veces llaman
«Mafo», quedándose con las iniciales, como al Bush de Florida– también han sido
citados siempre por los dos apellidos, como el Fernández Tapia, el Fernández
Flórez y tantos más.
Ha habido también casos de políticos a los que algunos diarios han
querido que fueran conocidos por el segundo apellido –más que nada para ganar
espacio en los titulares–, pero sin éxito, porque las radios y las televisiones
no les han secundado. Fue el caso del políticamente extinto Francisco Álvarez
Cascos. Es verdad que los amigos le llaman Paco Cascos, pero se ve que no tiene muchos amigos, porque la idea no cuajó.
Aparte de que lo de Cascos se prestaba a chistes fáciles, tratándose de alguien
que los tiene tan ligeros.
Retomando el inicio del asunto: ¿por qué los medios de
comunicación identifican a Juan Carlos Rodríguez Ibarra por su segundo
apellido?
Supongo que es uno de esos misterios insondables que tiene el alma
humana, doblemente insondables cuando se trata del alma humana celtibérica.
Llegado a tal punto, me pregunto si habré de decir algo sobre el
discurso que se soltó este hombre en los actos oficiales del Día de
Extremadura.
Supongo que no. Para qué.
Un solo comentario sobre algo que dijo y que no he visto (ni oído)
en demasiados medios.
Tras ponerse morado de criticar los «blasones» –para él ridículos–
que unas y otras comunidades autónomas tratan –dice– de desempolvar, fue el tío
y se descolgó reivindicando… ¡que el monasterio de la Virgen de Guadalupe deje de
depender de la archidiócesis de Toledo y pase a la jurisdicción eclesial de
Extremadura!
Ésa sí que es una reivindicación como Dios manda. Un blasonazo.
Cuando lo oí, llegué a pensar que este hombre no sólo es de coña,
sino que además lo sabe. Que todo le da igual. Que actúa. Y que, si insiste en
ese papel, es porque vive de él.
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Jugando a los barcos
(Miércoles
8 de septiembre de 2004)
Lamento no ofrecer datos más concretos, pero es que estaba en el
baño y no suelo meterme en la bañera con papel y pluma, como Marat. El caso es
que oí ayer una entrevista con un caballero (no retuve el nombre) que había
ejercido un cargo en la UE (no recuerdo cuál) y que ahora está en una
Universidad de Madrid (una) y que es experto (¡de eso sí me enteré!) en asuntos
de la industria naval.
Empecé a poner interés en lo que decía cuando dejó sentado que sus
opiniones las expresaba a título meramente personal y sin ningún deseo de
beneficiar o perjudicar a ningún partido en concreto, porque no está vinculado
a ninguno. También me llamó la atención la delicadeza con la que supo
rectificar al entrevistador, que se soltó un rollo sobre la competencia desleal
que ejerce Corea del Norte. «Perdone –le dijo amablemente–. Se trata de Corea
del Sur. Me temo que la del Norte no tiene capacidad para competir en nada».
Lo que el experto en cuestión dijo es que Corea del Sur, en
efecto, hace una competencia desleal a los astilleros europeos ofreciendo precios
a la baja, pero que eso no lo consigue tanto porque pague salarios de miseria a
sus trabajadores, como suele decirse, sino porque les impone horarios y ritmos laborales que en Europa no serían
posibles. Denunció que no sólo Corea, sino también Japón y los EUA, aplican a
su industria naval, civil y militar, leyes descaradamente proteccionistas, que
prohíben a los armadores de sus respectivos países comprar barcos fabricados
fuera de sus fronteras. Tampoco se cortan un pelo a la hora de inyectar fondos
públicos a la industria naval, cuando les parece necesario. Hace cuatro años,
la Unión Europea, presionada por los astilleros civiles –que no por los
gobiernos concernidos, que estaban mano sobre mano–, denunció esas prácticas
ilícitas de Corea, Japón y EUA ante la Organización Mundial de Comercio, pero
la OMC aún no ha tomado ninguna resolución al respecto. Dicho de otro modo:
Bruselas impone a los estados integrantes de la UE un respeto escrupuloso de
las leyes de la libre competencia en un mercado que está dominado por estados
que violan a su conveniencia esas leyes. (Me pregunto por qué la UE no hace lo
mismo. Por qué no permite que sus estados miembros adopten medidas
proteccionistas, hasta que la OMC se vea forzada a imponer que todo el mundo se
atenga a las mismas reglas.)
Según el mencionado experto cuyo nombre lamento no proporcionar,
los sucesivos gobiernos españoles han cometido graves errores no tanto en las
grandes decisiones que han ido tomando como en la tardanza con la que lo han
hecho. Dijo que, si el Estado español hubiera estado más despierto, podría
haber inyectado a la industria naval militar los fondos que hubiera querido
antes de unirla a la civil, porque sobre los astilleros militares no había
ninguna prohibición, con lo que la subvención habría valido luego para el
conjunto. Añadió que, de todos modos, la fusión de los astilleros civiles y
militares fue un acierto, porque las demandas de los respectivos mercados
siguen sus propias tendencias: ocurre a veces que el mercado de la construcción
de buques civiles apenas registra demanda, pero el mercado de los barcos de
guerra se mueve, o al revés, lo que permite contar con una cartera de pedidos
menos fluctuante. (Horas después se supo que el Gobierno de Zapatero planea
volver a separar los astilleros militares de los civiles, lo que abocará a la
quiebra a la Naval de Sestao).
Un último dato que retuve de lo dicho por este experto, de cuyo
nombre no consigo acordarme: pese a que las condiciones que rigen para todos
los estados de la UE son las mismas, los astilleros alemanes cerraron el pasado
ejercicio con un saldo bastante positivo, parece ser que con todo tipo de
encargos navales, civiles y militares, mientras los españoles navegaban
bastante a la deriva. ¿Por qué? ¿Qué hacen –o que no hacen– allí que les
permite funcionar mejor que aquí?
Yo, no tengo ni idea.
Ni de esto ni tampoco de lo anterior, todo sea dicho.
Lo único que he aportado aquí es la intuición de que ese experto
anónimo al que oí sabía de qué hablaba. Y que no tenía ganas ni de sacar la
cara por nadie ni de perjudicar a nadie.
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No quieren ni oír a Aznar
(Martes
7 de septiembre de 2004)
Ignoro si el acuerdo será tácito o resultado de contactos ad hoc, pero es un hecho: el PSOE y el
PP han convenido que José María Aznar no sea llamado a declarar ante la
Comisión Parlamentaria sobre el 11-M.
Comprendo que el PP no viera con buenos ojos esa citación. Sólo
podía venirle mal.
Había dos posibilidades.
La primera es que Aznar defendiera sus argumentos peor que Acebes:
que incurriera en alguna contradicción, que aportara datos inconvenientes, que
se mostrara en exceso soberbio o agresivo... Eso no convendría nada a la imagen
del PP, porque acentuaría la evidencia de que tras la masacre del 11-M metió la
gamba hasta el corvejón.
La otra posibilidad –improbable, pero no imposible– es que Aznar
lo hiciera mejor que Acebes. Tampoco eso ayudaría en nada a Rajoy, que no puede
ver sino con preocupación cómo pasan los meses y la tasa de popularidad del ex
presidente sigue siendo superior a la suya.
Al actual jefe de filas del PP lo que le interesa es que no se
hable tanto de Aznar, ni para bien ni para mal.
Las dudas acuden en tropel cuando nos ponemos a examinar la
decisión del PSOE. ¿Por qué no quiere Zapatero que Aznar declare? La excusa
esgrimida por el secretario de Organización socialista, José Blanco, es que ya
el propio Rajoy ha dicho que Aznar no tienen nada nuevo que aportar y, si no
tiene nada nuevo que aportar, para qué llamarlo a declarar. La ciudadanía
debería sentirse ofendida por la nula capacidad de raciocinio que le supone
este señor. ¿De cuándo a aquí las opiniones de Rajoy tienen valor de prueba
para el PSOE? Eso sin contar con que la propia base del sofisma era falsa:
Rajoy no dijo que Aznar no pudiera aportar nada.
Una vez descartado que la razón por la que el PSOE no quiere ver a
Aznar ante la Comisión del 11-M sea la que confiesa, habrá que concluir que
actúa por razones inconfesables. ¿Cuáles? Tal vez temía que el PP forzara la
comparecencia de Zapatero en justa correspondencia, y que eso desluciera la
imagen del presidente, o que el PP pudiera sacar partido de la intervención de
Aznar por una u otra vía. Son hipótesis plausibles, pero más probable me parece
que los cerebros del PSOE hayan
llegado a la conclusión de que la tragedia del 11-M ya les ha dado todo el
rédito político que podía proporcionar, que la investigación de lo sucedido no
resulta demasiado prometedora, que el interés de la ciudadanía por ella ha
bajado mucho y que –«por consiguiente», como diría el otro– más vale ir dando
carpetazo al tratamiento parlamentario del asunto.
Es un cálculo de ésos que se suelen llamar «políticos».
De ésos que contribuyen a denigrar la política, porque demuestran
cuán poco interés por la verdad y qué nulo respeto por las víctimas tienen ese
tipo de políticos.
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Otro pase de modelos
Pensando en el tal Pepiño Blanco
y en el staff de politicastros que
Zapatero ha tomado como cohorte, me he acordado de algo que vi el pasado 29 de
agosto. Fue la imagen de los representantes de los grupos parlamentarios
durante su visita al Cuartel General del Ejército. Obsérvese el detalle: el
ínclito Alfredo Pérez Rubalcaba y el no menos ínclito Eduardo Zaplana iban
vestidos igual.
Me dije: «Tal vez no tengan las mismas opiniones, pero se ve que
sí los mismos gustos».
Más de una vez he pensado que hay políticos que son perfectamente
intercambiables.
El que más desentonaba era José Antonio Labordeta, que lucía una
vistosa camisa de color rojo e iba sin corbata.
Lo que no sé es para qué fue, con corbata o sin ella.
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El PP vasco
(Lunes
6 de septiembre de 2004)
El presidente del PP vasco en Estrasburgo, Carlos Iturgaiz, ha
aparecido por Euskadi y ha declarado que el plan
Ibarretxe «está fuera de la ley», «no es legítimo ni democrático» y, caso de
ser sometido a referéndum, representaría «un golpe de Estado». Sólo le
ha faltado afirmar que va en contra del protocolo de Kyoto y viola el Tratado
de No Proliferación de Armas Nucleares.
Ya se sabe que Iturgaiz no es ningún genio
–más bien todo lo contrario–, pero tampoco hay que atribuir esta intervención
estrafalaria suya a una ventolera personal. Es obvio que le han pedido que se
haga notar, para ver si así se habla de su partido. Porque el PP vasco está
pasando por un momento realmente patético. No pinta nada, nadie habla de él y a
nadie parece interesarle qué opina. La última ha sido fina: el ministro del
Interior, José Antonio Alonso, se ha montado una visita a Euskadi, ha
organizado una ronda de contactos y ni se ha tomado el trabajo de hacer un hueco
para ver a los jefes actuales del PP.
De los que se fueron para el Parlamento
Europeo –Mayor y el propio Iturgaiz–, podrá decirse de todo, y casi todo con
razón, pero tenían un poco más de chispa para hacerse notar. Cierto es que
trabajaban con el viento mediático de popa, pero tampoco puede decirse que los
de ahora tengan a la Prensa ferozmente en contra. Cuentan con el apoyo de
diarios influyentes –El Correo y El Diario Vasco son los de más venta en
Euskadi–, de emisoras de radios, de cadenas de televisión... y, pese a ello, no
logran hacerse notar.
Ahora se disponen a promocionar a María San
Gil, la licenciada en Filología Bíblica que el difunto Gregorio Ordóñez aupó al
Ayuntamiento donostiarra y que han decidido finalmente presentar como candidata
a lehendakari. Para nadie es un secreto que San Gil no tenía gran interés en
meterse en una aventura en la que imagino que sabe que habrá de sufrir duros
reveses (Iturgaiz, siempre tan discreto, ya ha dicho que el horizonte de San
Gil hay que situarlo «más allá de las elecciones autonómicas de 2005») y que
una parte de su propio partido, que defendía la candidatura de Loyola de
Palacio –los alaveses, sobre todo–, no ve con los mejores ojos. No es difícil
imaginar que San Gil ha sido designada para que se estrelle en las próximas
elecciones y dar tiempo para que se prepare un liderazgo de verdad, pero conviene recordar que un tal José Luis Rodríguez
Zapatero también fue promocionado en el PSOE con fines similares.
En todo caso, lo que está claro es que el PP
vasco, en este momento, pinta muy poco.
Y lo sabe. Se le nota.
Conclusión: el PSE-PSOE volverá a subir.
Porque el mapa electoral de Euskadi funciona en dos mitades, que son casi
fijas. Si el PP baja, sube el PSOE; si baja el PSOE, sube el PP. Lo mismo sucede
en el bando nacionalista: si éstos bajan, suben los otros, y al revés.
No
es demasiado divertido, la verdad. Sólo tiene su punto de gracia cuando alguno
que se creía destinado a subir y subir hasta alcanzar las más altas cumbres se
ve de repente bajando en caída libre. Como el PP ahora.
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Repetirse
(Domingo
5 de septiembre de 2004)
Me preguntó el martes pasado el médico que tengo asignado en la Seguridad
Social –que además de esforzarse por cuidar de mi físico se interesa también
por mis escritos, el pobre– cómo me las arreglo para tener siempre algo sobre
lo que escribir. Le contesté, como suelo hacerlo en estos casos, señalando la
gran variedad de asuntos sobre los que es posible hacer algún comentario y
apuntando, tal como lo hice por aquí hace unos días, que el mayor problema no
es encontrar el tema, sino el enfoque, para no resultar demasiado topiquero,
etcétera.
Horas después estaba escribiendo un
artículo, no recuerdo bien cuál, en el que me pareció que encajaba una cita de
un texto clásico latino. Para no patinar confiando demasiado en mi memoria,
busqué en la Red alguna referencia a esa frase. Y encontré una: era mía, de una
columna que publiqué en El Mundo hace
años.
Eso ya me dejó bastante mosca. Pero lo peor
vino cuando leí la columna: con otro pretexto –no demasiado diferente, por lo
demás– seguía el mismo hilo y empleaba los mismos argumentos que creía haber
imaginado ex nihilo momentos antes.
Me estaba copiando a mí mismo. Me estaba
repitiendo.
El descubrimiento, para qué negarlo, me
dejó un tanto abatido. Pero, así que me paré a pensar sobre ello, entendí que
tampoco tenía nada de extraño. Si uno escribe a diario durante años y años, es
fácil que al final no sea capaz de recordar qué ideas se le han venido a la
cabeza, sin más, qué otras ha comentado con la gente cercana, pero sin llegar a
escribir sobre ellas y, finalmente, cuáles se han convertido en artículos. Y,
como a fin de cuentas uno saca siempre el agua del mismo pozo –el que le
proporcionan sus limitados recursos ideológicos y culturales–, no resulta nada
sorprendente que acabe repitiéndose.
¿Como limitar ese peligro? ¿Cómo saber que
lo que estás escribiendo no lo has escrito ya antes?
Contar con un archivo que pudiera
consultarse sobre la marcha estaría bien, pero sería muy trabajoso hacerlo:
habría que incluir temas, ideas, nombres propios, citas... No parece factible.
Un remedio más sencillo sería escribir
menos. A menos artículos, menos posibilidades de repetirse.
Debo confesar que durante un buen rato
consideré seriamente la posibilidad de clausurar ya de una vez por todas este espacio en el que escribo a diario. Me dije que,
puesto a hacer economías, lo más propio sería empezar por aquello que resulta
menos productivo.
Pero luego derivé hacia otro tipo de ideas.
O de sensaciones, no sé.
Me pregunté si repetirse es tan grave.
Recordé cuán frecuente es en las parejas de viejos amantes que empiecen a
contarse cosas que ya se tenían contadas, y no por ello se separan, y hasta se
lo toman como motivo de chanza.
Se me ocurrió también que lo mismo estos
Apuntes me pueden servir para que, cuando me repita y algún viejo lector se dé
cuenta, me avise a tiempo y evite repetirme en el periódico, si es que pensaba
llevar esa misma idea al gran público.
Con todo lo cual me fui dando cuenta de que
cada vez me tomo menos en serio. Estoy rebajando sin parar mi nivel de
autoexigencia.
Y eso no es lo peor. Lo más grave es que no
me importa.
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100% Putin
(Sábado
4 de septiembre de 2004)
Sabía que el secuestro de los niños de la escuela de Beslán iba a terminar
con una carnicería. No porque sea adivino, sino por mera y dura experiencia de
la vida: Putin es así y, una vez más, se ha comportado como el Putin que es. No
soporta la idea de parecer débil, transigente. Le va la mano dura. Parte del
convencimiento de que su brutalidad cae bien tanto a una parte importante de su
base social como a muchos dirigentes occidentales, capaces de los más insólitos
malabarismos con tal de justificar sus decisiones dacronianas.
En esa línea, el ministro de Exteriores de Holanda, que ejerce la
Presidencia de turno de la UE, ha declarado que «comprende» el «terrible
dilema» al que se enfrentaban las autoridades rusas.
Dejaré sentado, antes de seguir con esto, que los métodos de los
guerrilleros chechenos me producen indignación y asco. Ninguna lucha llevada
adelante por vías como ésas puede conducir a nada bueno. No lo digo sólo por
razones éticas –porque rechace que el fin justifique los medios– sino también
por convencimiento político: está probado y más que probado por la Historia que
los medios prefiguran los fines. Lo conseguido por métodos abyectos acaba
siendo irremediablemente abyecto.
Dicho esto, vayamos al «terrible dilema» de Putin.
En primer lugar: es imposible hablar de este asunto sin ponerlo en
su contexto. Es obligado referirse a las raíces del conflicto de Rusia con
Chechenia y recordar que no hay ni una sola razón presentable que justifique
que las autoridades de Moscú se hayan resignado a la independencia de muchas de las repúblicas de la ex URSS y, en
cambio, se hayan negado a hacer lo mismo con Chechenia.
En segundo lugar: por lo que se sabe, nada obligó a las fuerzas de seguridad rusas –nada, salvo la orden de
Putin, claro está– a iniciar el asalto a la escuela de Beslán. Se han
justificado de diversas maneras (contradictorias entre sí, por cierto), pero
ninguna medianamente convincente. La última que he oído es que dicen que hubo
una explosión y que dedujeron que los secuestradores habían empezado a matar a
los niños. Se ve que, efectivamente, estalló una granada en el interior de la
escuela, pero fue porque se desprendió de la cinta adhesiva con la que la
habían sujetado a una ventana. De no estar esperando el menor pretexto para
montar la marimorena, las fuerzas rusas habrían podido saber que lo sucedido era
eso y que, en realidad, la situación seguía siendo la misma.
En tercer lugar, y poniéndose en el lugar de las autoridades rusas
(a título puramente retórico, se entiende): no hay ninguna causa razonable por
la cual, si va a producirse una matanza, la tengas que provocar tú. En el caso
de que el grupo guerrillero empiece a matar niños, tendrás que evaluar la
situación, haciendo un cálculo comparativo entre el desastre que están
produciendo ellos y el que puedes causar tú si intervienes.
Cualquier observador medianamente sensato que examine lo sucedido
con atención llega a la conclusión inevitable de que las fuerzas rusas han
intervenido con el objetivo principal de salvaguardar eso que llaman «el
principio de autoridad». Resultado: todos esos muertos y heridos. Un suceso
100% Putin. Que seguirá ahí, con el visto bueno de EEUU y la UE, para que pueda
seguir haciendo muchas como ésta.
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La cigarra y la hormiga
Esta mañana he estado examinando durante un buen
rato el comportamiento de una fila de hormigas. Más que nada para ver cómo
exterminarlas.
Acabada mi observación, puedo decir que La Fontaine o no tenía ni idea de lo que hablaba o era un perfecto reaccionario. Las hormigas son de un gregarismo feroz. Y de una laboriosidad enfermiza.
¡Proponer el comportamiento de esos bichos
como ejemplo para los humanos!
Nada más alejado de mi intención que
preferir el ejemplo de las cigarras, que cantan fatal y hacen un ruido
espantoso. Pero ¿qué necesidad hay de imitar a los animales?
Anoto en mi cuaderno de tareas pendientes:
«Escribir algo contra las fábulas».
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Los yo que mueren
(Viernes
3 de septiembre de 2004)
Es curiosa la memoria. Y sus variaciones. Y sus vacíos.
He vuelto a ver Let It Be,
la película de The Beatles. La vi en su día, allá por 1970, durante mi exilio
francés. Y cómo son estas cosas. Entonces me pareció un espectáculo penoso.
Saqué la conclusión de que aquella gente estaba a matar. Lennon a lo suyo, como
ausente, embobado con la japonesa de las narices, McCartney tal cual pero con
su chica Kodak, Harrison en estado de perpetuo cabreo rencoroso con el tándem
Lennon-McCartney, Starkey a su aire…
Creo que era deudor del buen rollito –cómo me carga esa
expresión, dicho sea de paso– de Qué
noche la de aquel día, Help!, Yellow Submarine y el Magical Mistery Tour. Supongo que daba por hecho que los Beatles
siempre estaban de risas, encantados de haberse conocido, haciendo juegos de
palabras y diciendo maldades contra la buena sociedad, y que me ponía de mal
cuerpo verlos tal cual eran. Ahora, recuperándolos en aquel ejercicio de
sinceridad documental, me he dado cuenta de cómo funcionaban realmente.
Entonces me dije: «¿Y
cómo podían estar juntos?». Ahora veo claro que se separaron porque estaban
hasta arriba de soberbia y de dinero, pero no porque no pudieran soportarse.
Porque, cada vez que en la sesión de grabación que recoge la película empezaba
a sonar algo con aire de rock & roll, se les veía entenderse, resucitar. De
acuerdo: es muy posible que a uno le ponga de los nervios alguien que te cuenta
cómo se refugia en la Virgen María cuando tiene problemas, pero todo se arregla
si a continuación se arranca con los acordes de Get Back o One After 909.
Y no digamos si encima tiene la idea de grabar en la azotea del edificio para
montar el escándalo en el centro de Londres.
Porque ésa es otra. Todo progre que se
precie da por hecho que Lennon era el estupendísimo del grupo y que McCartney
no era más que un burguesito gilipollín con conocimientos de música. Falso. La
película es una prueba irrefutable, y no sé cómo pude verla hace treintaitantos
años y no darme cuenta. A la altura de 1970 Lennon era un tío que apenas movía
el culo. ¿Qué McCartney era el 50%? Puede ser, pero sólo porque Harrison (y
Ringo, en su especialidad) ponían lo suyo. Lennon pasaba cantidad. Sólo
resucitaba cuando aquello sonaba a rock. Y a menudo sonaba a rock porque McCartney
volvía a las fuentes. Entonces –se ve en la película– John miraba a Paul con
complicidad, con cariño, como un amigo, como al loco con el que anduvo
encantado por Hamburgo. Para esas alturas, el trabajo esencial, tanto en
talento como en ganas, lo ponía McCartney.
Cuento esto no porque lo de Lennon y
McCartney me parezca trascendental para el destino de la Humanidad, sino para
llamar la atención sobre un hecho más general y hondo: cómo lo mismo –la misma
película, las mismas escenas, las mismas personas, experiencias similares–
podemos verlas de maneras totalmente diferentes, incluso opuestas, con el paso
de los años.
La película es la misma. Yo no.
Mi yo de 1970 ya no existe.
Me pregunto: cuando nos morimos ¿cuántos yo no están ya enterrados?
P.S.– Ya sé que es tarde. Para las 7:30 tenía prácticamente escrito el Apunte, pero me han llamado de Radio Euskadi para incorporarme a un programa y he tenido que dejar esto, porque de lo otro es de lo que vivo. De todos modos habría podido acabar antes, si no hubiera gente que me telefoneara para ver qué pasa y por qué a estas horas todavía no está actualizada la página.
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