[Serie que va del
15 al 21 de octubre de 2004]
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Una reunión con trampa
(Jueves
21 de octubre de 2004)
He comentado alguna vez lo que decía el
lehendakari Aguirre, primer presidente de Euskadi, sobre la asistencia o
inasistencia a las reuniones a las que era invitado su Gobierno, por entonces
ya en el exilio, o su propio partido, el PNV: «Nosotros tenemos que ir adonde
nos invitan, aunque sea un congreso de bomberos. Y si logramos sacar algo
positivo, estupendo. Y si no, pues lo habremos intentado».
José Antonio Aguirre respondía así a la
posición de algunos dirigentes nacionalistas de la época, opuestos a acudir a
convocatorias provenientes de grupos o instituciones que no reconocieran
claramente el derecho de autodeterminación de los vascos.
Me ha venido al recuerdo esa actitud de
Aguirre ahora que no se sabe si Ibarretxe acudirá o no a la reunión de
presidentes autonómicos convocada por Rodríguez Zapatero para el próximo 28.
Pero son asuntos de distinta naturaleza.
Las dudas de Ibarretxe no nacen del tipo de reunión que ha montado Zapatero,
sino de cómo la está montando.
Punto clave: cuando alguien quiere
realmente que asistas a una reunión de trabajo, te llama para preguntarte cómo
te viene tal fecha o tal otra, y te cuenta qué orden del día propone para el
encuentro. El presidente del Gobierno central ha anunciado la convocatoria de
la reunión sin haber consultado nada con Ibarretxe. Nada de nada. Ni la fecha,
ni el orden del día, ni nada. Es más: ni siquiera ha tenido el gesto de
elemental cortesía de notificar su decisión a los servicios de la
Lehendakaritza antes de darla a conocer a los medios informativos.
Cualquiera con un mínimo de experiencia en
este género de lides deduce de ese comportamiento que el inquilino de La Moncloa
ha puesto todos los medios para que Ibarretxe le mande a freír espárragos y
anuncie que no tiene la menor intención de poner los pies en esa reunión.
Dándole vueltas a esa evidencia me he
acordado de una caracterización del masoquista que oí hace años y que me
pareció particularmente bien traída: «Un masoquista es un individuo al que le
produce un enorme placer ducharse con agua fría en pleno invierno. Y que
precisamente por eso se ducha con agua caliente».
Mutatis mutandis: si
Rodríguez Zapatero está haciendo tanto para que Ibarretxe decida no acudir a la
reunión, es muy posible que lo que más le convenga a Ibarretxe es acudir.
P.S.– Ayer se me escapó un gazapo grueso. Escribí: «...Se prevaleció del cargo» en lugar de «se prevalió del cargo». El caso es que yo me quedé convencido de haber escrito «prevalió» y que todas las veces que repasé el texto leí «prevalió» en donde en realidad ponía «prevaleció». Lo que demuestra una vez más lo fácil que es ver u oír lo que uno da por supuesto que tiene que estar, sin confirmar si es eso u otra cosa lo que de hecho está.
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Cocineros y frailes
(Miércoles
20 de octubre de 2004)
Me llama la atención que algunos presuntos representantes
de la opinión pública española se estén planteando la conveniencia de que la
Justicia encarcele a dos cocineros acusados de haber cedido al miedo y pagado
un chantaje y que, en cambio, apenas hayan dicho nada –o no hayan dicho nada en
absoluto, o incluso hayan aplaudido– al saber de la puesta en libertad de
Enrique Rodríguez Galindo, individuo que se prevalió de su cargo público para
cometer secuestros, torturas y asesinatos.
La puesta en libertad de alguien así no les
incomoda, ocupados como están en reclamar que se castigue con cárcel el miedo
de dos cocineros.
Es pasmosa la naturalidad con la que se
utilizan hoy en día varas de medir escandalosamente diferentes.
Mientras todo el mundo especula sobre el
futuro penal de los dos cocineros, acusados por un detenido (que al parecer
tiene línea directa con los medios de comunicación), apenas se está hablando de
una disparatada vista judicial que se celebra estos días: la del llamado caso Otano. Se
supone que la Audiencia de Navarra juzga un delito de encubrimiento de cohecho
cometido por quien era a la sazón presidente de la Comunidad Foral, Javier Otano. Pues bien: el fiscal ha pedido que el tribunal se
declare incompetente porque –alega– el presunto delito se cometió fuera de
España. La muy injustamente llamada acusación pública se apoya en que el dinero
del cohecho fue depositado en una cuenta corriente en Suiza, desdeñando que la
operación se gestó y pactó en España. La pretensión exculpatoria del fiscal se
ve facilitada por la circunstancia, no menos insólita, de que el Gobierno de
Navarra decidió no querellarse contra los acusados, pese a que fueron las arcas
forales las sometidas a pillaje. Con lo cual, al no haber denuncia de la parte
perjudicada, el fundamento jurídico de la acusación anda por tiempos.
Otano comparte acusación con el también ex
presidente navarro y ex cura Gabriel Urralburu,
acusado de haberse embolsado la «dádiva» de 176 millones de pesetas de Bosch Siemens. Urralburu, según
nuestra singular legislación en materia de cohechos, sólo podría ser condenado
a cuatro años y dos meses de cárcel, que ya en ningún caso cumpliría.
Me pregunto cómo puede ser que pase sin
pena ni gloria el enjuiciamiento de un escándalo de esas dimensiones. Y cómo se
explica que haya tan escaso interés por recordar un caso de corrupción tan
flagrante. Y cómo se justifica que la propia justicia haya abordado el asunto
tan tarde y con tan poco entusiasmo, hasta el punto de dejarlo casi (o sin
casi) impune.
Me lo pregunto, sí, pero prefiero no
responderme, porque podría ser que la respuesta me acarreara una acción fiscal
en nada parecida a la que han merecido Otano y Urralburu, que han sido llamados a responder ante los
tribunales tarde, poco y mal.
No sé. Lo mismo es que ellos se benefician
de haber sido frailes antes que cocineros.
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Preguntas y respuestas sobre Cuba
(Martes
19 de octubre de 2004)
Mi
reciente Apunte sobre el castrismo y la
simpatía que le muestra una parte de la izquierda radical española me ha
aportado una nutrida correspondencia, casi toda crítica. Como no tengo tiempo
para responder uno por uno a cuantos me han escrito, he agrupado en unas
cuantas preguntas las objeciones más comunes que me han dirigido y las respondo
a continuación.
Pregunta.– ¿Por qué hablas de la falta de libertades y derechos en Cuba y no dices
nada sobre cómo está de mal la gente en el resto de los países
latinoamericanos?
Respuesta.–
Porque no tengo por las cercanías nadie que defienda los
regímenes políticos que padecen los pueblos de esos países. Si en la disidencia
española –o vasca, o catalana, que tanto me da a estos efectos– hubiera
entusiastas propagandistas de los gobiernos de México, Perú, Bolivia o
Paraguay, juro por lo más sagrado que los pondría de vuelta y media. Pero no.
Pregunta.– ¿No te tomas
demasiado en serio eso que llamas “los derechos y las libertades individuales y
colectivas”? ¿Qué entidad poseen esos derechos y esas libertades para quien no
tiene ni qué comer?
Respuesta.–
Por lo que me ha tocado ver en la vida, no hay ninguna
razón que obligue a elegir entre comer y ser libre. No me faltó nunca alimento
en los tiempos del franquismo (hablo de mí; ya sé que a otros sí tuvieron ese
problema), pero la comida que llenaba mi estómago nunca llegó a taparme la
boca.
Si
los dirigentes políticos cubanos se las arreglan para usar el dinero que sacan
al pueblo –porque los políticos profesionales no realizan ningún trabajo productivo:
conviene no olvidarlo– de modo y manera que la población de su país pueda
comer, e ir a la escuela, y recibir atención sanitaria y otros beneficios
sociales, habrán hecho algo muy digno de encomio, qué duda cabe. Pero si luego,
y además, impiden que el anti-marxista cuente por qué lo es, o que el marxista
diga por qué considera que los castristas no lo son, o que el o la homosexual
viva libremente su amor sin que nadie se meta por medio, o que el guevarista recuerde lo que Fidel le hizo al Che en su
dramático paso por Bolivia, o que alguien funde el Partido Medioambiental Medioimbécil Cubano, sencillamente porque le da la gana...
pues entonces, lo siento, no podré darles mi aprobación.
Pregunta.– ¿Tanto te inquieta
la diferencia entre la ausencia de libertades formales y la ausencia de
libertades reales?
Respuesta.–
Rechazo que las llamadas “libertades formales” no sean
reales. De hecho, este ejercicio que realizo día a día desde aquí –decir lo que
me parece justo, convocar a la gente a la disidencia y a la revuelta– se ampara
en una libertad muy real. Sé de qué hablo: sufrí cárcel en mis años mozos nada
más que por mi negativa a aceptar que me obligaran a callar lo que pensaba (que
es, en buena medida, lo mismo que sigo pensando).
Siempre
me he preguntado si la razón que explica que algunos no sientan un gran aprecio
por la libertad de expresión no será que apenas tienen nada que decir.
Pregunta.– Pero ¿a qué viene
esa fijación tuya contra el castrismo?
Respuesta.–
No hay fijación ninguna. Quienquiera que repase las
columnas que he escrito en El Mundo durante
los últimos 15 años, verá que no he dedicado ni una sola a criticar a Castro.
Hablo de él en este espacio minoritario, reservado para los amigos. Son charlas
pro domo nostra.
Hay tantos malignos de más peso –de muchísimo más peso, incluso– que me
parecería un exceso poner a Castro en primer plano.
Pero
tampoco veo por qué habría de ocultar mi oposición a su régimen. Y a su
incapacidad para entender que él podrá creerse todo lo listo que le dé la gana,
pero que los que no estamos de acuerdo con su retórica tenemos tanto derecho
como él a comunicar nuestros gustos y nuestros disgustos a cuantos quieran
saber de ellos. Sin que nos metan en la cárcel por hacerlo.
No
acepto que existan delitos de opinión. Ni en Euskadi ni en La Habana.
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10.000 números
(Lunes
18 de octubre de 2004)
Hoy ha llegado a los kioscos el número 10.000 de El País. He echado una ojeada al especial
que han elaborado y he tenido ocasión de bostezar mucho con un tan largo como
insulso artículo de Juan Luis Cebrián, muy
representativo de los mares de burocratismo por los que navega ese periódico.
Mucha
gente tiene El País como periódico de
referencia. También en mi entorno. Yo no. Suelo echar todas las mañanas una
vistazo a las ediciones electrónicas de media docena de diarios, y a veces más, de por aquí o foráneos.
Lo suelo hacer para comparar los tratamientos que dan a algunas noticias, porque
no me fío ni un pimiento de ninguno y la experiencia me ha enseñado que de la
comparación suele salir algo de luz.
Esa
misma experiencia me ha llevado a establecer dos constataciones con respecto a El País: la primera, que no es un diario que llame la atención
por su rigor informativo; la segunda, que es de una patética uniformidad en sus
textos de opinión.
La
gama de su pluralismo ideológico y político es escandalosamente estrecha. Casi
siempre son los mismos opinando casi lo mismo sobre lo mismo. A la mayoría de
sus columnistas no vale la pena ni leerlos. Con enterarse sobre qué escriben es
suficiente: no cuesta nada prever lo que van a decir. Particularmente si el
propio diario ya ha fijado una posición editorial tajante al respecto. Porque
una regla de oro del columnismo en El
País es que nadie puede contrariar las opciones del Gran Patrón. Aunque las
opciones de Jesús Polanco sea tan bochornosas como la de colocar al protofranquista Martín Villa –sí, ése: el carnicero de
Vitoria y el salvador del Prestige– al
frente de Sogecable.
Me
parece bien que exista El País. Hay
un montón de gente que lleva todos los meses un sueldo a su casa gracias a
ello. Y, aunque he dicho muchas veces que, si se miran las cosas con un cierto
nivel de abstracción, es de rigor reconocer que todos los grandes diarios son
el mismo diario, también creo que más vale que haya unos cuantos, aunque sólo
sea para asegurar que existe una cierta variedad en el nivel de abstracción más
bajo.
Además,
no hay diario que no tenga algo bueno. ABC,
por ejemplo, cuenta con la
cartelera más fiable de Madrid. Y, por lo menos en tiempos (no sé si todavía:
hace mucho que no lo leo con atención) era el único periódico capitalino que
incluía crítica de misas, lo que sustituía con ventaja a las mejores secciones
de humor. El País, por su parte, ya que no otras cosas, tiene una
hemeroteca on line que nos
es muy útil a los escribidores (aunque nos obligue a pagar para acceder a
ella). El Mundo aporta muchas
ventajas, incluida la de permitir a los forofos de Federico Jiménez Losantos leerle a él y cagarse en mis muertos, todo por el
mismo precio. El Correo tiene las
tiras de Olmo, que no sé qué haría yo sin ellas.
Y
así todos.
Con
lo que vengo a rematar estas líneas subrayando su tesis primordial, a saber:
que El País es un periódico más, otro
más, cuyo mayor mérito es haber convencido a bastante gente de que es algo más
que otro periódico más.
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Entre Estrada y Castro
(Domingo
17 de octubre de 2004)
He visto esta mañana –esta madrugada, más bien– el título
que ha puesto El Mundo a su editorial
del día. Dice: «No cabe diálogo con una dictadura que silencia a los
disidentes».
–¡Vaya, por fin un artículo
enérgico sobre el régimen chino! –me ha salido decir.
Pero
no he tardado en comprobar que la cosa no iba con China. Ni con Libia. Ni con
Siria. Ni con Argelia. Ni con Marruecos.
Que
hablaba de Castro y los suyos.
No
sé qué opinará la dirección de El Mundo sobre
la llamada «doctrina Estrada». Según esa doctrina, reivindicada por los
sucesivos gobiernos españoles, las relaciones diplomáticas no se establecen con
los gobiernos que mandan en los países en cada momento, sino con los estados.
He
oído apelar a esa «doctrina» una y otra vez para justificar el mantenimiento de
relaciones con regímenes perfectamente impresentables. En su nombre, España
nunca rompió relaciones con el Chile de Pinochet, ni con la Argentina de los
generales, por poner dos ejemplos bien sentidos. Nuestros gobernantes
comerciaron con ellos como si tal cosa. Incluso les vendieron armamento. El
gobierno de Felipe González llegó a proporcionarles material antidisturbios, y
no creo que dudara de para qué servía.
Se
puede estar a favor o en contra de la «doctrina Estrada». A mí nunca me ha
convencido: me da que la distinción que establece entre los estados y los
gobiernos tiene no poco de retórica. Pero reclamo que, si alguien la defiende,
la asuma en todos los casos. No es aceptable que sirva para justificar el
diálogo con unos dictadores y no con otros. No vale decir amén a los chinos y vade
retro a Castro. O todos o ninguno. O hacemos como que no nos enteramos del
trato que unos y otros dan a los disidentes o tomamos nota universal de la
materia.
Dicho
lo cual, y establecidas las distancias de rigor con respecto a quienes tienen o
no tienen principios según los casos, quizá no esté de más aclarar que mis
simpatías hacia el régimen de Castro son mínimas. Y que me produce un enorme disgusto que muchos que se presentan en
España como enérgicos defensores de las libertades democráticas sufran severos
ataques de relativismo en cuanto se ponen a hablar de Fidel Castro.
Le
encuentran permanente excusa, como si algo pudiera excusar la violación de las
libertades individuales y colectivas.
–¡Elige! –me
espetó el otro día un amigo–: ¡O Castro o Bush!
¿Y por qué habría yo de elegir? Oponerme a
John Kennedy no me obligó nunca a defender a Nikita Jruschov. Ni a mí ni a Castro que, cuando la llamada crisis de los misiles, promovió una
manifestación en la que cientos de miles de cubanos desfilaron al grito –asaz
discutible, por cierto– de «¡Nikita
mariquita, lo que se da no se quita!».
Nada
ni nadie podrá obligarme nunca a defender la falta de libertad. Para estas
alturas de la vida, ésa es una de las pocas cosas que tengo meridianamente
claras.
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La perdición de los principios
(Sábado
16 de octubre de 2004)
Releo lo que escribí ayer acerca de Juan Mari Arzak y Pedro Subijana (que, de
creer a mi difunta y venerada madre, es medio pariente mío) y me viene al
recuerdo, al hilo de lo que digo sobre los atracos callejeros, una historia que
viví algo así como en 1985.
Habitaba
yo por aquel tiempo en el barrio de Malasaña, en
Madrid.
Malasaña era a la
sazón de lo más cutrecillo de todas las Españas. Menudeaban los robos y las agresiones. El comercio
de drogas, incluidas las legales, estaba en su mayor esplendor. Por cada
ciudadano de orden que avecindaba la zona –incluyéndome a mí, que ya es
incluir– había no menos de seis tipos catalogables y
catalogados como delincuentes.
Todos
los días teníamos alguna. Llegué a acostumbrarme a pasear por el barrio con un
aire de perdonavidas que habría hecho las delicias del mismísimo Frank Nitty.
Mi
prestigio ganó muchos enteros un día que un grupo de pandilleros acosó a mi novia cuando salía a la calle. Me avisó,
bajé a escape, histérico, y me encaré con ellos blandiendo un afilado machete
de ésos que utilizan en Centroamérica para abrirse paso en la selva,
preguntando a grandes voces si alguien quería pelea.
Nadie
se mostró dispuesto a pegarse con un canijo tan rematadamente enloquecido.
Gracias
a ello, nuestro estatus mejoró mucho. A partir de entonces, los vendedores de caballo, chocolate y pastillas me saludaban con gran respeto. Para mí que se
inclinaban ante quien veían claramente como un asesino en potencia.
Pero
mi fama, por desgracia, no alcanzó la plena universalidad. Había por el barrio pringaos que no sabían quién era yo, ni
el tremendo peligro que escondía mi enjuto cuerpo de escaso metro con 68
centímetros.
Una
de esas escorias desinformadas optó por asaltarme una mala noche, navaja en mano,
en la calle Valverde.
–¡Dame todo lo que tengas!
–bramó.
«¿Todo?»,
pensé. Pero renuncié a discutir con él sobre el volumen real del conjunto de
mis propiedades físicas y espirituales. Le di las 2.500 pesetas que tenía y se
fue.
Días
después volvía a casa por la misma calle a las tantas de la madrugada. Recuerdo
muy bien que llevaba encima las 12.500 pesetas con las que contaba para acabar
el mes. Y volvió a ponérseme por delante el cretino de la navaja.
–¡Dame todo lo que tengas! –se
repitió.
–No
–respondí.
–¿No tienes nada? –me
preguntó, como escandalizado por mi indigencia.
–Sí,
sí tengo –le repliqué–. Pero no me da la gana dártelo.
Precisado
lo cual, le arreé un puñetazo en plena cara que dio con su enclenque cuerpo en
tierra. Y salí corriendo.
Por
aquel entonces yo estaba en relativa buena forma y mi atracador, en cambio, en
las últimas. Cuando llegué al portal de mi casa le llevaba no menos de 50
metros de ventaja. Abrí, entré y suspiré tranquilizado. No contaba con que la
cerradura del portal era tan mierda como el resto de la casa. El tío llegó,
pegó una patada a la puerta y la abrió. Con lo que me encontré en las mismas,
sólo que mucho peor.
Procedí
a subir las escaleras de tres en tres, gritando «¡¡Socorro!!» como un poseso.
Por supuesto, nadie me hizo caso. Pero se ve que mi atracador no estaba en
condiciones de mantener una persecución escaleras arriba y acabó desistiendo al
segundo tramo.
¿Resultado?
Tres días después recogí todos mis trastos, los metí en una furgoneta y no paré
hasta llegar a Colmenar Viejo, allá por donde el Yiyo dio las tres voces. Sabía que si
mi atracador recurrente volvía a verme por el barrio, primero me daba un
pinchazo a la altura del píloro y luego se cagaba en mis muertos, por el aquel
de recordarme a quienes habrían de constituir mi inmediato entorno.
Aquella
noche de autos volví a constatar que el mayor problema que plantean las peleas
no está en el momento de la pelea misma. Que lo realmente complicado es
soportar una vida caracterizada por una interminable sucesión de pendencias.
Ése
es mi caso. Y es tremendo. Porque, de verdad: no creo que haya en todo el mundo
persona más pacífica y menos pendenciera que yo. Pero ¿qué puede hacer uno, si
tiene principios?
Ésa
es la verdadera maldición. Creedme: no hay nada peor que tener principios.
Quien tiene principios está perdido.
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Miedo insuperable
(Viernes
15 de octubre de 2004)
Un presunto miembro de ETA detenido en la última redada ha
declarado que los cocineros Juan Mari Arzak y Pedro Subijana pagaron a ETA para que no los pusiera en su punto
de mira. Ha dicho que también Karlos Arguiñano y Martín Berasategi
fueron conminados a pagar, pero que no tiene constancia de que lo hicieran.
Todo
el mundo ha recordado al instante que el pago del malísimamente llamado
«impuesto revolucionario» constituye un delito de colaboración con banda armada
tipificado en el artículo 576 del Código Penal vigente, que lo castiga con pena
de entre cinco y diez años.
No
veo por qué. Me parece harto dudoso que el pago de una extorsión pueda ser
definido como un acto de colaboración con el terrorismo. Colaborar es trabajar
de manera conjunta, cooperar para la consecución de un fin, y quien paga a ETA
bajo amenaza no persigue ni mucho menos el mismo fin que los terroristas. Ellos
buscan promocionar su causa; quien paga, en cambio, lo único que pretende es
evitar que le den dos tiros por negarse a hacerlo. Si eso es colaborar con el
terrorismo, habrá que acusar de promocionar los atracos a mano armada a todo
aquel que sea asaltado a punta de pistola y se avenga a desprenderse de su
billetera.
No
estamos hablando de un peligro hipotético, sino de un riesgo cierto. ETA ha
llegado a castigar con la pena de muerte el impago de su sedicente «impuesto».
Es cierto que ha habido empresarios que han rehusado pasar por el aro –también
hay gente que planta cara a los atracadores cuando la asaltan en plena calle,
si vamos a eso–, pero no creo que quepa exigir al común de los mortales que
ejerza de héroe, y menos cuando su profesión le obliga a estar de cara al
público –desprotegido, en consecuencia– día sí y día también.
Se
dice que Arzak y Subijana
pueden alegar la eximente de «estado de necesidad». No diré que no, pero yo que
ellos, en el caso de que reconozcan haber pagado, apelaría directamente a la
circunstancia prevista en sexto lugar en el artículo 20 del Código Penal, que
exime de responsabilidad «a el que obre impulsado por miedo insuperable». Es su
caso concreto.
De
todos modos, no deja de ser chocante que muchos de los que apenas hace unos
días felicitaban al Gobierno italiano por haber resuelto felizmente el
secuestro de las Simonas
gracias a un generoso pago en dólares, se lleven las manos a la cabeza
ahora ante unos particulares que huyen de problemas mayores haciendo lo propio.
Del mismo modo que resulta chocante que quien castigue con tanta severidad esos
desembolsos sea el mismo Estado cuyos dirigentes pagaron 200 millones de
pesetas en 1979 para liberar a uno de los suyos: el hoy director del Comité
Antiterrorista de la ONU, Javier Rupérez, que había
sido secuestrado por ETA. Nadie llevó entonces ante los tribunales a Adolfo
Suárez, pese a que el delito en cuestión ya figuraba en el Código Penal,
concretamente en el art. 174 bis a) de la época.
Convendría
servirse de los embudos para lo que valen, dejándolos al margen de la Ley.
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