[Del 19 al 25 de agosto de 2005]
n
Bono miente
(Jueves 25 de agosto de 2005)
No
voy a desarrollar en detalle mi réplica a la intervención que tuvo ayer el
ministro de Defensa en el Congreso —a su «comparecencia», que dicen los
periodistas de ahora, adictos a los latiguillos y las frases hechas— por una
razón tan simple como particular: tengo muchas otras cosas que hacer hoy, y
cuanto antes.
Así
que iré a lo esencial.
1º)
Bono dice que la misión que cumplen las tropas españolas en Afganistán no es
prolongación de la operación «Justicia infinita» —rebautizada más tarde como
«Libertad duradera»— lanzada por Bush contra Afganistán tras los atentados del
11-S. Es falso. Se trata del mismo
proceso político-militar. Que Washington consiguiera implicar a las Naciones
Unidas en esa operación, venciendo las reticencias de Putin a cambio de dejarle
las manos libres en Chechenia, no cambia en nada la cuestión. Hoy mismo se ha
sabido (hay un despacho de Europa Press que lo
cuenta) que el Ejército norteamericano acaba de lanzar en Afganistán una amplia
operación militar, denominada «Resolución fulminante», que «se extenderá a todo
el país» y cuyo objetivo es, en palabras del portavoz militar estadounidense, John Siepmann, «fortalecer la
seguridad de los próximos procesos electorales». Siepmann
se refiere a las elecciones presidenciales del 9 de octubre y a las
legislativas retrasadas a la primavera de 2006 por la falta de seguridad que
reina fuera de Kabul.
Huelga
decir que el Ejército de los EEUU no ha sometido a la ONU ni a la OTAN la
propuesta de emprender esta operación. La ha lanzado, sin más. Queda con ello
una vez más en evidencia —si falta hiciera— el papel de simples comparsas que
están cumpliendo las tropas enviadas bajo la autoridad formal de la una y la
otra.
2º)
No menos falaz es la pretensión de que el Ejército español ha ido a Afganistán
para «mejorar las condiciones de vida y de seguridad del pueblo afgano». Desde
que se inició la intervención extranjera en Afganistán han empeorado tanto las unas
como las otras. Se ha incrementado el número de los desplazados que tratan de
huir a los países vecinos, en particular a Pakistán, y la pobreza, por difícil
que resultara tal cosa, ha ido a más.
3º)
Trata Bono de demostrar la pureza de los propósitos que mueven a la «coalición internacional» que ocupa militarmente
Afganistán alegando que allí no hay petróleo. No habiendo intereses materiales,
se supone que las intenciones sólo pueden ser altruistas. Oculta que
Afganistán, amén de su situación geográfica, de primera importancia
estratégica, proporciona unas magníficas rutas de tránsito hacia el Mar de
Omán, vía Pakistán, salida que se viene considerando como posible alternativa a
las utilizadas en la actualidad para conducir el petróleo y, sobre todo, el gas
extraído del subsuelo de los vecinos norteños de Afganistán.
4º) Afirma el ministro español de Defensa que las
tropas españolas tienen que estar en Afganistán porque es
desde allí donde parten las iniciativas del terrorismo internacional. Es el
argumento de la «guerra preventiva», tan caro a Bush. En realidad es otra
falacia. Afganistán pudo servir de base en el pasado a algunos grupos
terroristas, pero no más que Pakistán o, desde luego, que Arabia Saudí, principal patrocinadora de la rama del Islam más
proclive al fanatismo religioso y a la violencia política. Siguiendo la lógica
enunciada por Bono, la «coalición internacional» debería haber enviado sus
tropas hace años a Riad para hacerse con el control
de ese país y forzarlo a realizar elecciones libres. Pero, como muy bien dijo
Rodríguez Zapatero cuando ordenó la retirada española de Irak, «una acción
militar no es la vía para la lucha contra el terrorismo internacional».
5º)
Lo cual enlaza directamente con el último argumento de Bono: las tropas españolas,
compuestas por «verdaderos españoles sin fronteras» —no es nadie el menda—, están en campaña «contra el fanatismo, el terror y
la pobreza». Dejando de lado el asunto de la pobreza —ya debatiremos otro día
sobre la distribución de la riqueza allí donde la hay—, de lo que no hay duda
es de que, si de combatir el fanatismo y la falta de libertad se trata, nada
justifica que se limite el área de acción a Afganistán. Arabia Saudí, los Emiratos Árabes, Kuwait... ¿No se ha planteado
lo hermoso que sería llevar las libertades democráticas a los cientos de
millones de chinos que carecen de ellas?
Y
paro aquí. Podría añadir más y más argumentos. Las mentiras de Bono dan para
mucho. Pero, como decía, me esperan otras tareas urgentes.
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n
Otro absurdo
lógico
(Miércoles 24 de agosto de 2005)
Pide
Mariano Rajoy a Rodríguez Zapatero que se deje de reformas estatutarias y
vainas de ésas «que no interesan a nadie», y que se ocupe de «lo que de verdad
le importa a la gente», que es —dice— «el crecimiento económico y el
bienestar».
Dejemos
de lado la tontería que supone pretender que las reformas estatutarias «no
interesan a nadie». Si así fuera, nadie las plantearía.
Además,
si tan convencido estuviera de que carecen de interés, habría cursado
instrucciones a las organizaciones regionales del PP para que no perdieran el
tiempo con esas trivialidades. Lejos de ello, ha aplaudido que sea una
comunidad autónoma gobernada por el PP la primera que ha acordado una propuesta
de reforma de su Estatuto de Autonomía. Un churro de reforma, pero reforma al
fin y a la postre.
De
todos modos, el lado más absurdo de la perorata de Rajoy lo ofrece el aparente
desdén con el que alude a las reformas estatutarias, a las que él se refiere en
tanto que ejemplo de asuntos retóricos sin trascendencia práctica, que más
valdría dejar de lado.
Oyéndole,
tal se diría que la especialidad de su partido, y la suya propia, fuera ir al
grano, dejándose de dibujos teóricos y de derechos de papel que no se traducen
en avances económicos y sociales. Cuando lo cierto es que casi todas las grandes
guerras políticas a las que se han lanzado desde que perdieron las elecciones
generales han sido de las que no dan ni para un mendrugo. Han movilizado todas
sus fuerzas para protestar contra una negociación con ETA que no existe, para
oponerse a la devolución a Cataluña de los archivos de Salamanca, para rechazar
el matrimonio gay... ¿Qué tienen que ver esas batallas con «el crecimiento
económico y el bienestar» de la gente?
Incluso
cuando han tocado a rebato en relación con un asunto de importancia material
—el abastecimiento de agua de riego a la Comunidad Valenciana y a Murcia—, lo
han hecho movidos muy descaradamente por las ganas de armar bulla, sin
demasiado interés por los aspectos concretos y prácticos de la reivindicación.
La prueba es que, cuando se les preguntó si aceptarían un acuerdo de consenso
al que llegaran las propias asociaciones de regantes, respondieron que no. El
agua sólo les interesa para enchufar la manguera contra el PSOE.
A
todo lo cual hay que añadir —así sea sólo para poner aún más en evidencia lo
absurdo de la posición de Rajoy— el hecho de que las reformas autonómicas que
están en el candelero —algunas, al menos— tienen mucho que ver con «lo que de
verdad le interesa a la gente», a saber, con la aproximación y la mayor posibilidad
de control del gasto público.
El
presidente del PP ha perdido otra ocasión de guardar silencio. ¿Cuántas van ya?
No lo sé. He perdido la cuenta.
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Un absurdo
lógico
(Martes 23 de agosto de 2005)
He
dejado pasar unos días para ver cómo evolucionaban los comentarios de prensa
sobre el modo en que la España oficial ha reaccionado ante la tragedia que
supuso la muerte de 17 militares connacionales en
Afganistán. Finalmente, ya han empezado a oírse algunas voces que se elevan
ante la llamativa diferencia de trato que merecen los fallecidos en accidente
de trabajo, según sean militares o civiles.
Si uno viaja en un helicóptero militar que se estrella en Afganistán,
merece todos los honores y todo el reconocimiento público, y sus familias,
todas las facilidades materiales del mundo. En cambio, si uno se cae de un
andamio tratando de materializar el derecho constitucional a una vivienda
digna, apenas se gana unas líneas en una columna de breves de la prensa local.
Sobre
lo que sigo sin oír comentarios —aunque puede que se haya producido alguno y yo
no me haya enterado— es con respecto al hecho más que chocante de que nuestras
autoridades califiquen de «funerales de Estado» lo que fue, de hecho, una
ceremonia esencialmente religiosa. Eso, en un Estado que se pretende no
confesional, es absurdo. Poco importa que todos los fallecidos fueran
cristianos, en el supuesto de que lo fueran. Allí se les homenajeaba en su
condición de funcionarios, ajena a toda profesión deísta.
El
colmo fue ya permitir que un sacerdote católico se dirigiera a los reunidos con
un discurso dedicado a comunicar a la opinión pública sus particulares puntos
de vista sobre lo sucedido.
Pero
el absurdo se vuelve menos si se considera que las Fuerzas Armadas españolas
siguen contando con religiosos castrenses, que incluso ostentan grado militar y
forman parte de la estructura del propio Ejército. Y si a ello se añade que el
Estado español sigue encomendándose cada año oficialmente —¡oficialmente!— al apóstol Santiago, llamado Matamoros, y que el Ejército desfila en
muchas procesiones religiosas, y que algunas autoridades políticas asisten en
su calidad de tales a ceremonias de la Iglesia Romana... entonces lo que se nos
aparece en toda su crudeza es la realidad de un Estado que se proclama
aconfesional, pero que no se atreve a cortar por lo sano y de una vez con las
tradiciones que puso en marcha un régimen confesional, cuyo jefe incluso
participaba en la designación de los obispos.
Esa superposición de declaraciones
genéricas que apuntan en una dirección y de tradiciones que marchan en la
contraria y que de hecho se imponen refleja muy bien la realidad de España, tan
dada a los aparentes absurdos que no son sino el lógico resultado de las
contradicciones que arrastra desde que superó el pasado sin superarlo.
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In vino veritas
(Lunes 22 de agosto de 2005)
Un
informe de la Organización Mundial de la Salud sostiene que uno de cada cuatro
casos de violencia machista en España está vinculado al consumo excesivo de
bebidas alcohólicas.
Las
autoridades sanitarias exhiben ese dato para advertir de los peligros que conlleva
la ingesta desmadrada de alcoholes.
Para
mí que revela sobre todo cuánta violencia reprimida hay entre los españoles
machistas, es decir, entre casi todos los españoles.
El
alcohol no genera violencia. El alcohol no genera nada. Sólo se pone violento
tras haber bebido quien previamente sentía ya propensión a la violencia, pero
la reprimía, por lo menos en sus expresiones más brutales.
Los
latinos decían: In vino veritas. Y
tenían razón. El alcohol desvela la verdad. Quita las máscaras. Deja al desnudo
al que mantiene el tipo cuando en realidad está hecho unos zorros. Y al que
presenta una imagen afable para disimular la indiferencia que siente por
quienes le rodean. Y a quien trata a su pareja guardando ciertas formas,
comiéndose las ganas de cruzarle la cara cada vez que contraría sus deseos.
El
alcohol desinhibe. Eso es todo.
Nada
más alejado de mis deseos que menospreciar los beneficios sociales que aportan
las inhibiciones. Me parece de perlas que la gente borde —sea borde de la bordería
que sea— haga un esfuerzo y se reprima.
Pero,
en el caso del violento reprimido, ha de tenerse en cuenta que, aunque
reprimido, sigue siendo violento y, por lo tanto, no sólo un peligro en
potencia, sino también, muy fácilmente, en acto. Porque cuando impide que
afloren y se desfoguen sus ansias de agresión física no acaba con ellas: las
deriva por otros cauces, no necesariamente inocuos.
Hay
una enorme, una enormísima cantidad de violencia machista que no se expresa a
través de tortas, puñetazos y cuchilladas, sino de insultos, desconsideraciones
y menosprecios, que no porque rara vez desemboquen en denuncias recogibles en estadísticas encierran menos capacidad para
amargar la vida de quienes los sufren.
He
conocido a lo largo de los años a bastante gente pacífica que, por muchas copas
que se trague, sigue siendo pacífica. Plasta, pero pacífica. Y me ha tocado
conocer también a no pocos de vena irascible que, por sobrios que se mantengan,
no logran nunca ser pacíficos del todo.
Hay
que combatir el alcoholismo; no digo yo que no. Pero tan importante como eso
—más, en realidad— me parece educar a los niños en la igualdad y el respeto
hacia todas las personas, sean del sexo, del color o de la nacionalidad que
sean. Para que, si alguna vez se desinhiben, no saquen a relucir un fondo
repulsivo.
Brindo
por ello.
Nota.— Vuelvo
a introducir un fondo ligero. No creo que dificulte gran cosa la lectura, y es
bastante la gente que me dice que el blanco total le resulta agresivo para la vista. A ver si acabo
por contentar a la mayoría.
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n
Mihura,
humorista de derechas
(Domingo 21 de agosto de 2005)
El
estreno de la película Ninette, dirigida por Garci
sobre guión basado en la obra teatral Ninette y un señor de
Murcia, de Miguel Mihura, ha puesto de actualidad
dos viejos temas muy dados a la polémica: el de la relaciones de la literatura,
de un lado, y del humor, del otro —o del mismo, según los casos—, con las
posiciones ideológico-políticas de quienes se han dedicado o se dedican a tales
menesteres.
La
tesis según la cual la ideología de los autores «no tiene nada que ver» con el
contenido de su obra es boba como ella sola. Toda
ideología es deudora de una determinada concepción del mundo. Quien percibe la
realidad de una manera concreta, habla, escribe o actúa, impepinablemente,
a partir de esa visión, sea o no consciente de ello.
Ocurre
—y ése es asunto muy otro— que luego la obra puede tener más o menos calidad, o
carecer de ella por completo, con independencia de que su autor sea acérrimo
defensor del orden establecido o desee con furia incontenible que muera Sansón
con todos los filisteos. Hay ejemplos a puñados. Para lo primero, siempre me
quedo con el de Quevedo, para no tener que referirme a ningún vivo:
insoportable en su actitud política, genial con la pluma en ristre.
Otro
punto de polémica: las ideas políticas y el humor. «La derecha no tiene sentido
del humor», dicen algunos. Otra tontería. En rigor, la gente bien cuenta con muchos más motivos para
reír que la perteneciente a la legión de los apurados. Después de una buena
comida, con café y copa, cualquiera se siente mucho más dispuesto a imaginar
situaciones divertidas y a fabricar juegos de palabras desopilantes que tras
hacer cuentas y comprobar que no le llega para pagar el alquiler de la casa y
el colegio de los niños. El maltratado por la vida puede tener un gran sentido
del humor, sin duda, pero sus condiciones de existencia le empujan más bien
hacia el humor negro (o cenizo, si hace al caso) y el sarcasmo.
Mihura perteneció a una
generación de humoristas bien instalados —unos desde la cuna, otros con el paso
del tiempo—, capaces de mostrar con desenfado tanto el lado más absurdo y
disparatado de las situaciones como los dobles sentidos y equívocos del
lenguaje. Junto a él, Muñoz Seca, Tono,
López Rubio, Neville (republicano acomodaticio), y el
desternillante Jardiel, que se topó también al final
con la espalda de la fortuna («Si queréis los mayores elogios, moríos», llegó a
escribir).
Todos ellos fueron
o devinieron franquistas, por
vocación o por interés. Es cierto, y nada más ridículo que pretender
disfrazarlos ahora de demócratas clandestinos. Pero tuvieron la capacidad de
mirarlo todo —incluida su propia sombra— con la distancia y la falta de
solemnidad que facilitan la burla.
n
Escribe Haro Teglen sobre el franquismo del autor de Tres sombreros de copa (ver «Mihura» en El País de ayer, página 69) y vuelve a insistir en su ya obsesivo argumento según
el cual «una dictadura se distingue porque obliga, porque no da libertad de
elección».
Haro recurre a esa
idea con frecuencia, sea refiriéndose a otros, sea para justificar su propio
pasado y explicar las loas a Franco y
a José Antonio Primo de Rivera que escribió de joven.
No por mucho
insistir en el argumento lo convertirá en convincente. Las dictaduras coartan
la libertad de elección de las personas y
trasforman en trágicas decisiones que no tendrían por qué serlo. Lo que no
pueden, porque no está en su mano, es convertir en sumiso lameculos
a quien se niega en redondo a ello. En la España de la posguerra, todo escritor
antifranquista no encarcelado se vio en la obligación
de elegir: o dedicarse a otro oficio para ganarse el pan, o tomar el camino del
exilio... o someterse y ponerse del lado del régimen del caudillo victorioso.
Sí había libertad de elección.
Siempre hay
libertad de elección. Ocurre que a veces tener principios sale muy caro.
Nota.— He
recibido bastantes comentarios sobre el cambio de letra y fondo de estos Apuntes. La mayoría coincide en que este
tipo de letra es más legible y mancha menos,
aunque no faltan los que prefieren la anterior. Lo del fondo provoca más
disparidad de opiniones. Algunos consideran que el blanco facilita la lectura,
al aumentar el contraste; a otros les resulta demasiado «agresivo». Yo me he
amparado en el criterio de los expertos: las web más
visitadas, incluidas las de los principales periódicos del mundo, usan todas fondos blancos, aunque utilicen publicidades,
recuadros y animaciones con fondo de color. Además, y puesto que me estoy
preparando para la conversión de esta página en un blog —por cierto: ¿no podríamos tratar de promocionar el término bloc, ya asentado en la lengua
castellana?—, no está de más que vayamos acostumbrándonos al fondo blanco,
típico de ese formato.
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Humanitarios
(Sábado 20 de agosto de 2005)
De
los muchos abusos político-lingüísticos que acostumbran a cometer los políticos
del establishment y sus periodistas
de cámara, quizá el más irritante sea
el que perpetran sin parar con el adjetivo «humanitario» en ristre.
Todo
lo que ellos tocan se convierte en «humanitario». No sólo las presuntas ayudas
que prestan son «humanitarias»; también lo son sus intervenciones militares, e
incluso las desgracias que dicen combatir: llegan al absurdo de hablar de
«catástrofes humanitarias».
Tanto
Rodríguez Zapatero como Bono nos han dicho y repetido hasta el aburrimiento
desde el pasado martes que la labor que cumplen las tropas españolas en
Afganistán es «humanitaria». Mienten. Si así fuera, el Ejército español se
dedicaría allí a auxiliar a la población local, contribuyendo a aliviar los daños
causados por la guerra. Construiría hospitales, escuelas, carreteras... Pero
no. Sus tareas son muy otras. Siguiendo las instrucciones impartidas por la
gran potencia que desencadenó la guerra, realiza funciones de vigilancia y
control destinadas a favorecer la celebración de un paripé
electoral que dé una pátina de legalidad al correspondiente gobierno títere.
Desempeña una función militar en pos de un objetivo político expansionista, que
no tiene nada de «humanitario» y que lleva causadas en los últimos años
infinitas más víctimas mortales que todos los atentados del terrorismo islámico
juntos.
Mariano Rajoy se ha
elevado contra la recurrente tendencia del Gobierno a calificar de
«humanitaria» la misión de las tropas españolas en Afganistán. Dice que el
empeño del Ejército español es estrictamente militar, y que no hay por qué
ocultarlo. Estoy de acuerdo con él en lo primero: las tropas españolas están
realizando una función estrictamente militar, desde luego. Pero se equivoca en
lo segundo: quizá él no tuviera por qué ocultar nada —después de lo de Irak,
para qué—, pero Rodríguez Zapatero sí. Sabe que no pocos de sus votantes se
sentirían incómodos si les mostrara sin afeites el papel de comparsa que está
haciendo su Gobierno en la materialización de los designios imperiales de
Washington.
«Bajo mando de las
Naciones Unidas», se justifican. No. Con el aval de las Naciones Unidas, sí.
Pero el mando supremo nadie ignora dónde está.
Recordemos que
también las Naciones Unidas dieron su respaldo a los Estados Unidos cuando, con
Douglas MacArthur al frente
—aquel enloquecido que quiso lanzar un ataque nuclear contra China—, se
metieron de hoz y coz en la Guerra de Corea. Eso no
hizo mejor la guerra. Ni tampoco a las Naciones Unidas.
Nota.— A
título experimental, he cambiado el tipo de letra de los Apuntes y he suprimido el
fondo tipo «papel de forrar» que llevaban. Creo que ambos cambios facilitan la
lectura y cansan menos la vista. Ya me diréis.
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n
Versiones
oficiales
(Viernes 19 de agosto de 2005)
Algunos
de mis conocidos no entienden que desconfíe por sistema de las versiones
oficiales de los hechos.
Critican,
por ejemplo, mi empeño en hablar siempre de «presuntos culpables», en tanto no
se haya producido una sentencia firme e inapelable que establezca la efectiva
culpabilidad del acusado. «Pero, si él mismo ha reconocido su participación en
los hechos, ¿qué sentido tiene que no la des por segura?», me dicen. A lo que
respondo que nunca es el propio detenido, sino algún otro –responsable policial
o político, por lo común–, el que asegura que el arrestado ha admitido su
culpabilidad. A lo cual añado que tampoco es raro que algunos detenidos admitan
ante la policía los crímenes que les imputan, aunque no los hayan cometido, con
tal de librarse del «hábil interrogatorio» que estaban padeciendo.
La
mayoría de los ciudadanos incurre en el error de poner límites a la capacidad
de mentir de quienes ostentan el poder. La experiencia está lejos de justificar
su credulidad. Demuestra más bien todo lo contrario: con tal de librarse de
responsabilidades o de apuntarse tantos, son capaces de decir –y lo que es
peor, también de hacer– lo que sea. Hasta lo más inicuo.
La
actuación del alto mando de Scotland Yard después de que sus agentes dieran
muerte al ciudadano brasileño Jean Charles de Menezes el pasado 22 de julio
avala esa afirmación, por dura que resulte. Ahora sabemos que toda la versión
que ofreció el jefe de la policía británica, Ian Blair, fue una pura patraña. Y
que además era consciente de que mentía: intentó por todos los medios que no se
llevara a cabo una investigación independiente de lo ocurrido. En contra de lo
que él afirmó para justificar la actuación homicida de sus agentes, De Menezes
no vestía un abrigo abultado, sino una cazadora vaquera, no saltó la barrera de
entrada en el Metro y no huyó de la policía. Fue detenido, inmovilizado contra
el suelo y acribillado a tiros cuando no podía –y, por lo que dijeron los
testigos, tampoco quería– ofrecer resistencia.
Encaramos
aquí y ahora el trágico caso del helicóptero militar español que se estrelló el
pasado martes en Afganistán. El ministro del ramo ha dado diversas
explicaciones para inducir a la ciudadanía a pensar que fue un accidente. No le
creo. Y con razón. Ya sabemos de un punto en el que Bono ha faltado a la
verdad: dijo que la población autóctona de la zona tiene una actitud amistosa
hacia los soldados españoles, y no es así.
Insisto
en mi planteamiento general: mientras lo único que sepamos de lo ocurrido sea
lo que nos llega a través de la versión oficial, no sabremos nada a ciencia
cierta.
Nota.– El avispado lector
—por no hablar ya de la avispada lectora— notará que las columnas que incluyen
hoy Marat y Belén Martos en esta web
tienen entre sí una sintonía, en tema y tratamiento, realmente excepcional. Es
prueba de la profunda coherencia de nuestros sentimientos y nuestras
reflexiones.
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