[Del 28 de octubre al 3 de noviembre de 2005]

 

n

Una de miedo

 (Jueves 3 de noviembre de 2005)

Un nutrido grupo rodea la unidad móvil de TV3 situada en las inmediaciones del Congreso de los Diputados, en Madrid. Corean sin parar consignas contra los catalanes —así, en general— a los que llaman «hijos de puta». Yo no los vi, pero lo oí en la radio. «Son una pequeña minoría, una anécdota», comenta la presentadora. «No, no lo creo», responde un contertulio.

No; yo tampoco lo creo. No son una anécdota. No tiene nada de anecdótico el clima anticatalán que se está exacerbando en España. Exacerbando, que no creando: existe desde hace mucho. En los tiempos en que Miquel Roca se postulaba para presidente del Gobierno español, un veteranísimo político catalán me dijo: «Pierde el tiempo. No sólo es catalán, sino que además se le nota mucho. Los españoles podrían aceptar que su mandamás fuera gallego, como Franco, o incluso vasco, pero nunca elegirían para jefe de Gobierno a alguien tan evidentemente catalán». No sé si cabe establecer una regla tan estricta. A cambio, me consta que el recelo hacia lo catalán y hacia los catalanes es, y no de ahora, bastante intenso en muchas zonas de España, y desde luego en Madrid. Recuerdo a una chavala, muy de izquierdas ella, que me comentó un día: «¡Cómo son los catalanes! ¡Telefoneo a nuestra delegación de allí y me responden en catalán!». Como si estuvieran obligados a saber que la llamada procedía de Madrid.

Se exacerba —insisto— el anticatalanismo, y lo hace hasta el punto de que no se produce ningún escándalo por el hecho de que un periódico de gran tirada, tenido por serio, publique una lista de productos catalanes y, a su lado, otra lista de productos equivalentes fabricados fuera de Cataluña, en invitación más que clara a boicotear los primeros. Ni siquiera se toman el trabajo de pretender que los fabricantes de esos productos son catalanes nacionalistas. Como dijo Arnaud Almaric, enviado por el Papa en 1209 para acabar con los herejes cátaros de Francia, cuando le preguntaron qué hacer para distinguir entre los vecinos de Béziers a los herejes de quienes no lo eran: «Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos».

 Los aprendices de brujo del PP y sus jaleadores mediáticos han puesto en marcha una campaña que, precisamente porque siembra en terreno abonado, puede ser feraz como pocas otras. Tanto más cuanto que lo que siembran es cizaña, ya de por sí prolífera.

Muchos hemos dicho muy a menudo hablando de Euskadi que los duros enfrentamientos protagonizados por los políticos han tenido siempre la involuntaria virtud de ser eso, enfrentamientos entre políticos. No trascienden, o por lo menos no con tanta ferocidad, a los actores de la vida cotidiana a ras de suelo. Por cada energúmeno de uno u otro signo que se manifiesta como tal en su vida diaria —en el trabajo, en el bar, por la calle— hay veinte, si es que no cincuenta, que se lo toman con calma. Me temo que el anticatalanismo militante que está creciendo a marchas forzadas en la España eterna es mucho más hondo. Y bastante más sólido.

España ha vivido durante estos últimos 25 años en un falso ten con ten, logrado gracias a que las mayorías de las poblaciones de Cataluña y Euskadi han venido renunciando a plantear sus aspiraciones nacionales tal cual son. En cuanto las han puesto sobre la mesa, han salido de sus tumbas todos los viejos fantasmas. Volvemos a las películas de miedo.

  [Ver los Apuntes anteriores Ir a la página de inicio ]

 

n

Nacionalismo patriarcal

 (Miércoles 2 de noviembre de 2005)

Los nacionalistas españoles se están comportando como esos tipos, tan característicos, que se muestran dóciles y sumisos en su empresa, besando el suelo que pisa su patrón («Sí, don Miguel», «Por supuesto, don Miguel», «Faltaría más, don Miguel», «Ahora mismo, don Miguel»), y que, cuando vuelven a casa, la emprenden a gritos, cuando no a palos, con su mujer y sus hijos, incapaces de avenirse a tratarlos como personas libres e iguales. Los nacionalistas españoles lo admiten todo, hasta lo más injusto, cuando les llega de Washington o de Bruselas —a eso lo llaman «realismo»—, pero enrojecen de ira cuando vascos y catalanes reivindican sus derechos. En tal caso, lo primero que se les viene a la boca es un rotundo «¿Pero qué se habrán creído éstos?»

Acabo de oír la última gracia que se les ha ocurrido: especulan con la posibilidad de cambiar la Ley Electoral, de modo que Cataluña no tenga tanta representación (y, por consiguiente, tanta influencia) en el Parlamento de Madrid. Lo argumentan diciendo que «esa región» está sobrerrepresentada, porque cuenta con más diputados de los que le corresponderían de tomarse como referencia exclusiva su porcentaje de población sobre el total español. (Nótese que nunca han considerado intolerable la muy notable sobrerrepresentación parlamentaria de la que gozan las provincias menos pobladas, que son también las más derechistas. Lo que les inquieta no es la sobrerrepresentación: sólo reparan en ella cuando les parece que potencia el nacionalismo «periférico».)

La representación parlamentaria de las diferentes comunidades autónomas es acorde con su peso demográfico, aunque ajustado a la organización territorial del Estado llamado «de las autonomías». De aceptarse los cambios en la legislación electoral que sugieren los nacionalistas españoles más radicales, se liquidarían las bases mismas del Estado autonómico. En su afán por evitar que los estatutos de autonomía vayan a más, lo que están proponiendo es que vayan a menos.

Si a uno le toca nacer y crecer en el seno de una familia agarrotada por la típica dictadura patriarcal, lo más probable es que cobre en él con fuerza creciente la idea de salir por piernas a la primera de cambio.

Yo nunca he sido independentista. Pero dos no se llevan bien si uno no quiere. Si los nacionalistas españoles se empeñan en amargarnos la vida a catalanes y vascos con el entusiasmo que están poniendo últimamente en ello —ya veremos qué hacen con los gallegos—, tampoco se extrañe nadie si la mayoría de los catalanes y de los vascos, incluyendo a muchos que nunca hemos sido independentistas, empezamos a plantearnos seriamente cómo conseguir que dejen de tocarnos las narices. 

  [Ver los Apuntes anteriores Ir a la página de inicio ]

 

n

El signo de los tiempos

 (Martes 1 de noviembre de 2005)

Aprueba el príncipe Felipe que se reforme la Constitución para que el varón no prevalezca sobre la hembra en el orden sucesorio —en concordancia con «el signo de los tiempos», dice— y todo el mundo se felicita por su buena sintonía con los aires de igualdad que se tienen por propios de este siglo XXI. (Me sorprende que nadie se pregunte por qué considera que el «signo de los tiempos» debe regir los destinos de su hija, pero no los suyos propios. De ser coherente, debería aplicarse el criterio que aplaude, renunciando a su derecho de sucesión en beneficio de su hermana mayor. Pero de casta le viene al galgo: la generosidad dinástica nunca ha sido un rasgo demasiado característico de la familia.)

Aplauden no pocos reputados juristas la actitud de Felipe de Borbón, quien, según ellos, viene a reconocer el valor superior de lo proclamado en el artículo 14 de la Constitución, según el cual «los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social». Dejando a un lado que en la Constitución no hay artículos a los que quepa atribuir un rango jurídico —jurídico, digo— superior a los demás, de modo que tanto vale el artículo 14 como los incluidos en el Título II, se ve mal por qué todos, del Rey abajo, hayamos de inclinarnos ante la parte del artículo 14 que habla de la no discriminación por razón de sexo y, en cambio, debamos dar por no oída la parte que habla de la no discriminación por razón de nacimiento. Tal vez porque, si no aceptáramos la discriminación en razón de nacimiento, no sólo la recién nacida Leonor, sino toda la institución monárquica, quedaría en una situación extremadamente inconfortable.

Apoyándose en todo ello, no faltan los aguafiestas que hacen chanza de la adecuación de la Monarquía española al «signo de los tiempos». «Si tan partidarios son del "signo de los tiempos", que acepten el derecho igual de todos los ciudadanos a ser elegidos para el puesto de Jefe del Estado», argumentan.

Pero se equivocan. Cometen el error de dar por hecho que el signo de estos tiempos que corren empuja hacia la igualdad universal de derechos. No sé de dónde habrán podido sacar tan absurda idea. Lo característico del actual momento histórico —el signo de estos tiempos— es la combinación de las más hermosas proclamas igualitarias con el mantenimiento, o incluso el acrecentamiento, de las desigualdades más lacerantes. La Monarquía española se atiene estrictamente al signo de los tiempos. 

  [Ver los Apuntes anteriores Ir a la página de inicio ]

 

n

El parto de Doña Leonor

 (Lunes 31 de octubre de 2005)

Apenas acaba de venir al mundo y ya está creando problemas.

Le ha dado por nacer mujer.

A mí me da igual, pero al establishment no. Constata la clase gobernante que, de volver a concebir la princesa y de alumbrar varón, la ley, tal como está, daría a éste preferencia en la sucesión de la Corona. Para evitar que se produzca un caso tan flagrante de discriminación en razón de sexo, defienden que se modifique el artículo 57 de la Constitución.

Dicen que hay que cambiar ese artículo de la Constitución porque vulnera el principio fundamental de igualdad consagrado en el artículo 14 del propio texto constitucional. No me parece una buena razón. Si dijeran que quieren cambiarlo porque queda poco estético, lo entendería. Pero apelar al artículo 14 no viene a cuento. De atenerse a ese artículo, que dicta que «los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social», lo de menos sería el sexo de la descendencia de Felipe de Borbón y Letizia Ortiz. No cabría discutir quién tiene más derecho a la sucesión de la Corona porque no habría Corona: se procedería a abolir la Monarquía, institución que se basa en una discriminación radical en razón de nacimiento.

Pero el caso es que quieren cambiar ese artículo, y no lo tienen nada fácil. El título II de la Constitución, dedicado a la Corona, fue redactado para blindar la institución monárquica, que en 1977 estaba cogida con alfileres. Los artífices de la reforma que llaman Transición sembraron de dificultades cualquier intento de alterar el estatus legal de la Jefatura del Estado que legó Franco. De modo que, para rectificar el artículo de marras, están obligados a seguir un procedimiento de lo más complicado. Habrán de conseguir, en primer lugar, que dos tercios de los integrantes del Congreso y del Senado voten a favor del cambio. Logrado lo cual, deberá procederse a la disolución de las cámaras y a la convocatoria de elecciones generales. Realizadas éstas, el nuevo Congreso y el nuevo Senado habrán de ratificar, por la misma mayoría, la reforma legal. Tras de lo cual habrán  de convocar un referéndum ad hoc.

Primer problema: la única posibilidad de que la puesta en marcha de un proceso así no descabale toda la vida política normal pasa porque se realice coincidiendo con el final de una legislatura. Lo cual, en el caso presente, obligaría a esperar a 2008. (¿Se abstendrán los príncipes de Asturias de nuevas aventuras parentales de aquí a entonces? Más les valdrá porque, de tener un hijo varón antes de que la ley sea modificada, se verán en un grave aprieto: ¿cómo aplicar la nueva ley con efecto retroactivo al recién nacido y no hacerlo con el propio Felipe de Borbón, obligándolo a renunciar en favor de su hermana mayor, Elena?)

Segundo problema, y no menor: el único modo de evitar que el referéndum preceptivo proporcione una ocasión para que se plantee por fin un gran debate sobre la Monarquía —lo que resultaría nefasto para ellos, aunque lo ganaran—, sería que esa iniciativa de reforma de la Constitución formara parte de un paquete más amplio, confundiéndose en un conjunto de propuestas varias. Ésa fue la idea inicial de Rodríguez Zapatero, que habló de acompañar el retoque del artículo 57 de otro, más vistoso, sobre la conversión del Senado en cámara territorial, y un par de asuntos más, menores. Pero, con el cisco que hay montado en relación a las reformas estatutarias, resulta más que improbable que Zapatero lograra el voto favorable del PP para la reforma del Senado. De modo que puede verse forzado a elegir entre plantear la reforma del artículo 57 en solitario o no plantearla de ningún modo.

«El sueño de la razón produce monstruos», escribió Goya al pie de uno de sus Caprichos. Vaya que sí.

  [Ver los Apuntes anteriores Ir a la página de inicio ]

 

n

Exigencias ilegales

 (Domingo 30 de octubre de 2005)

No siento simpatía personal por el reelegido secretario general del PSE-PSOE, Patxi López. No me va su estilo. Da la sensación de estar encantado de haberse conocido y —sobre todo desde que su primo el de Zumosol se ha instalado en la Moncloa— adopta un tono de prepotencia, e incluso de petulancia, que llevo muy mal.

Dicho lo cual, no puedo sino felicitarme de que, con la inestimable ayuda de los reveses electorales, haya logrado jubilar al anterior equipo dirigente del socialismo vasco (Nicolás Redondo Terreros, Rosa Díez y demás). No sé a qué carta se quedará finalmente él pero, a cambio,  tengo clarísimo cuál era el juego de sus antecesores, mayororejistas a ultranza.

Con éste es posible que no vayamos a ningún lado; con los otros era seguro.

En su discurso de apertura del V Congreso de su partido, López apuntó ayer algunas generalidades que no suenan mal, sobre todo en comparación. Me refiero a su declarada disposición a sentarse «con todos» para buscar la paz, siempre que no haya violencia, y a su proclamada confianza en que la paz llegará respaldada por el diálogo. En esa misma línea cabe retener también su afirmación de que las guías de su partido siguen siendo la Constitución y el Estatuto, pero exprimiendo a fondo todas sus posibilidades, incluida su reforma. Hace unos meses ponía su techo en el cumplimiento íntegro del Estatuto (lo que equivalía a reconocer, dicho sea de paso, que, un cuarto de siglo después de su aprobación, el Estatuto sigue sin cumplirse). Ahora ya acepta que tal vez convenga aprobar un nuevo Estatuto. Son avances.

No obstante, hubo en este punto de la intervención de López una observación importante y digna de comentario. Dijo que para que pueda salir adelante un nuevo Estatuto vasco será necesario que cuente con un apoyo mayor al que obtuvo el Estatuto que está en vigor. «Y no hablo del 53% del censo, que es la trampa que suele hacer Ibarretxe —añadió—, sino de más del 80% de los ciudadanos que lo refrendaron entonces».

Primera respuesta: el Estatuto de 1979 no fue refrendado por «más del 80% de los ciudadanos», sino por 831.839, exactamente, sobre un censo de 1.565.541. O sea, por el 53%. Ese porcentaje no procede de ninguna trampa, sino de una elemental regla del tres. La trampa sería prescindir de que 644.105 ciudadanos se abstuvieron. ¿Pretende López que tengamos en cuenta el porcentaje no sobre el total de «los ciudadanos», sino sobre el conjunto de los que votaron? Sea. Pero entonces hable del 94,6% (831.839 sobre 921.436). El 94,6% es, desde luego, «más del 80%», pero mucho, muchísimo más. ¿Quiere decir que su partido sólo apoyará un nuevo Estatuto si éste concita el respaldo de más del 94,6% de los votantes? En ese caso, diga mejor que no apoyará ningún nuevo Estatuto, y asunto concluido.

De todas maneras, yo objeto la mayor. Rechazo la manía, cada vez más generalizada, de exigir, para conceder validez a ciertas votaciones, que arrojen mayorías superiores a las establecidas por la ley. «La reforma de la Constitución exigiría un consenso más amplio que el de 1977», dicen muchos (el rey incluido, me parece recordar). «Para aprobar un nuevo Estatuto vasco sería necesaria una mayoría superior al 80%», afirma Patxi López, y bastantes más con él. Pues no, señores. Para lo uno y para lo otro hacen falta las mayorías estipuladas en el articulado de ambos textos legales. Ni más, ni menos. Si lo que pretenden es que en ambos casos serían convenientes respaldos más generalizados, porque una mayoría raspada precarizaría la situación resultante, les daré la razón sin oponer ninguna resistencia. Estoy de acuerdo en que, cuando se afrontan reformas de importancia, hay que hacer todos los esfuerzos para sumar los máximos apoyos. Pero una cosa es lo preferible y otra lo exigible. Sólo cabe exigir lo que fija la ley. Y la ley dice que debe hacerse aquello que consiga el apoyo del 50% + 1 de los votos válidos.

Cualquier exigencia diferente de ésa —exigencia, insisto— es ilegal.

  [Ver los Apuntes anteriores Ir a la página de inicio ]

 

n

Víctimas de usar y tirar

 (Sábado 29 de octubre de 2005)

Amina Lawal, la de ¡Salvemos a Amina!, vive, pero no se salvó. Se libró de ser lapidada, fue puesta en libertad —excarcelada: la libertad es otra cosa— y regresó a su pueblo, Kurami, al norte de Nigeria. Allí la volvieron a casar, su nuevo marido la abandonó y malvive en la miseria con dos de sus hijos, sin derecho a moverse y sin medios para sacarlos adelante.

Cada nuevo día es otra piedra que le golpea el rostro y la hiere.

Está siendo lapidada a cámara lenta.

No reprocho a Amnistía Internacional que se interesara por Amina Lawal sólo en tanto que posible lapidada y que, una vez evitada la ejecución, se desentendiera por completo de su suerte. AI se ocupa de las mujeres a las que las autoridades quieren enviar al infierno de golpe y porrazo, no de las que viven en él.

Amina es sólo una de las muchísimas víctimas de la injusticia y la barbarie que merecen la atención general durante algunos días, algunos meses a lo sumo, y luego caen en el olvido. En España sabemos bastante de eso. ¿Qué fue del chaval aquel de Rentería que pegó una patada a una mochila que contenía una bomba y se quedó sin piernas? Durante algún tiempo estuvo en todos los corazones. Y en todos los telediarios. Todo el mundo lloró por él, ¿cómo no? Pasadas unas cuantas semanas, su caso fue archivado en el desván mental de nuestras sociedades biempensantes y autosatisfechas.

Esa víctima ya había dado de sí todo lo que podía dar. Había que buscar una nueva víctima por la que llorar. No cabe eternizarse lamentando sin parar la misma desgracia. Hay que renovarlas.

  [Ver los Apuntes anteriores Ir a la página de inicio ]

 

n

Un, dos, tres... y Cuatro

 (Viernes 28 de octubre de 2005)

Después de enterarme de que una investigadora española ha descubierto que Tutankamón bebía vino tinto, lo que tal vez añada una nueva hipótesis a las muchas que se han manejado para explicar la misteriosa y muy prematura muerte del faraón, que cascó a los 18 años, y tras haberme detenido a considerar otro enigma no menos insondable (el hecho de que el equipo de mi pueblo, la Real Sociedad, que comenzó el campeonato recibiendo una soberana zurra del equipo que ahora ocupa el último lugar, esté el 5º en la clasificación de la Liga, empatado a puntos con el 3º), me siento ya psicológicamente preparado para afrontar otro rompecabezas no menos peliagudo: la situación y el porvenir de RTVE.

El Gobierno ha decidido que va a reducir por ley la cantidad de minutos de publicidad por hora que pueden emitir las televisiones públicas. Ahora es de 12 (una quinta parte del tiempo total) y lo va a dejar en 9.

La medida podría merecer otras valoraciones si no fuera porque es evidente por qué lo ha hecho: para evitar que Tele 5 y Antena 3 recurran ante la Audiencia Nacional la concesión a Sogecable de autorización para convertir Canal Plus, que recibió una licencia para emitir como canal de pago, en el canal en abierto Cuatro, que comenzará a funcionar dentro de unos días. Tele 5 y Antena 3 estaban seriamente preocupadas por la reducción de publicidad que podían sufrir tras la aparición de Cuatro. Al bajar la participación de TVE en el reparto de la llamada «tarta publicitaria», Tele 5 y Antena 3 pueden salir más o menos indemnes de la operación, con lo que el Gobierno ha conseguido que renuncien a la vía judicial.

Que el acuerdo vaya a plasmarse mediante una enmienda a la Ley de Presupuestos Generales del Estado es indicativo de lo que va a suponer: la reducción de ingresos de TVE se verá compensada a cuenta de las arcas públicas, es decir, del dinero de los contribuyentes. Dicho de otro modo: la aparición de Cuatro va a correr a cargo de quienes nos retratamos anualmente con el IRPF.

La directora general de RTVE, Carmen Caffarel, ha montado en cólera y ha arremetido contra Antena 3 y Tele 5 por su «voracidad» en la captación de publicidad. El reproche es ridículo, y ella lo sabe. Que las cadenas privadas aspiren a no perder su tajada está en el orden natural de las cosas. La responsabilidad de lo sucedido recae sobre el Gobierno, que ha decidido pagar el peaje del favor concedido a Sogecable con dinero de RTVE.

Caffarel afirma que las televisiones privadas quieren acabar con la pública. Pero hay diversos modos de acabar con la televisión pública. También desde dentro. Por ejemplo, gestionándola como si fuera una televisión privada, con el mismo bombardeo publicitario y el mismo predominio de lo zafio y lo populachero en la programación. De ese modo, sólo se distingue de las privadas en que sus servicios informativos respaldan incondicionalmente al Gobierno de turno. Otra vía para acabar con la televisión pública, más sutil pero no menos eficaz, es la que proponen quienes quisieran que actuara como «subsidiaria» de la TV privada, convirtiéndose en un producto de cierto nivel cultural, pero minoritario, marginal, sin capacidad para interesar a amplios sectores de la población e influir sobre ellos. En ese sentido, conviene no olvidar que las televisiones públicas —incluidas las autonómicas— se diferencian de las privadas en un punto esencial: no es imposible hacerlas cambiar de orientación, urnas mediantes.

De todos modos, si se trata de mejorar las finanzas de RTVE, hay que considerar no sólo sus ingresos, sino también sus gastos. El «ente público» gasta todos los años cantidades astronómicas procurándose en el mercado recursos materiales y humanos que podría suplir con los que ya cuenta y de los que no se sirve como debería. Admitamos que la plantilla de RTVE puede exceder sus necesidades. Es posible que convenga reducirla. Yo no lo sé, pero eso es lo que dicen los que sí saben. De todos modos, se convendrá conmigo en que el mejor modo para lograr que sobre personal a barrabarra es encargar los programas a productoras exteriores a la propia RTVE, como se está haciendo.

A decir verdad, asisto a todas estas batallas con conciencia de que son importantes, pero con el convencimiento de que van a acabar mal. Mal para la consolidación de una televisión pública que merezca el nombre de tal, y mal para mis intereses como telespectador, cada vez más alérgico a las programaciones preparadas para el gran público.

  [Ver los Apuntes anteriores Ir a la página de inicio ]