Columnas de Javier Ortiz aparecidas en

            

durante el mes de abril de 2005

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Objeción de conciencia

JAVIER ORTIZ

         
Al PP le parece bien que los alcaldes pertenecientes a su partido se nieguen a certificar matrimonios gays.

Vamos a ver. Cuando alguien asume el cargo de alcalde, se compromete a atenerse a las leyes vigentes, y a aplicarlas. Y si la ley dicta que los alcaldes deben cursar las peticiones casamenteras de las personas que lo soliciten en forma debida, sea su sexo el que sea, a ellos no les queda más narices que hacerlo. Les guste más o menos.

Si el PP fuera un partido propenso a la insumisión contra el Estado, no diría nada. Respeto mucho a los insumisos. Pero la gente del PP, Acebes mediante, suele transitar por las antípodas. Resulta tirando a chocante que el mismo partido que ha coreado el procesamiento de tres miembros de la Mesa del Parlamento Vasco porque se negaron a aplicar una sentencia del Tribunal Supremo que interfería en terrenos que no son de su competencia -según el criterio de los procesados, respaldado por el de un buen número de reputados juristas y avalado en último término por la Fiscalía General del Estado- predique ahora que se incumpla una ley que podrá gustarle más o menos, pero que es inequívoca y que, a efectos procesales, no tiene vuelta de hoja.

Insisto: no me cuesta nada aceptar que haya personas a las que la aplicación de una determinada ley les fastidie de lo lindo. Lo acepto: si hay alcaldes del PP que no quieren sancionar matrimonios homosexuales, están en su derecho.

Pero no como alcaldes. Si sus convicciones más íntimas les impiden colaborar en una ceremonia así, si consideran que hacerlo los colocaría en una senda de degradación moral comparable a la que llevó a algunos a cerrar los ojos ante el horror de Auschwitz, como ha dicho el cardenal emérito de Barcelona, Ricard María Carles -supongo que sin pretender con ello enlodar la memoria de Pío XII-, entonces nada les impide mostrar su perfecta coherencia y dimitir del cargo.

Imagínense ustedes lo que sucedería si hubiera alcaldes que se negaran a colaborar con la Iglesia católica por razones de principio, en rechazo de su comportamiento, y que no le permitieran usar las calles para procesiones, por ejemplo. Pondrían el grito en el cielo.

¿Dimitir? ¿Asumir las obligaciones del cargo? Sólo a ellos les corresponde evaluar qué pesa más en la balanza de sus devociones: si el bastón municipal o el hisopo episcopal.

Admito que, si optaran por la dimisión, me tomaría en serio su objeción de conciencia. Porque los gestos de desobediencia que acarrean un perjuicio para los propios intereses materiales son los inequívocos. Recordemos el ejemplo que dieron los muchos jóvenes que hace no tanto se avinieron incluso ir a la cárcel para mostrar su rechazo a las armas.

No les pido que se dejen llevar a la arena del circo para que los leones los destrocen. Sólo que demuestren que se toman su fe más en serio que su sueldo.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 30 de abril de 2005

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La dictadura del relativismo

JAVIER ORTIZ

         
En el discurso cumbre que pronunció antes de su designación como Papa, Joseph Ratzinger, ahora Benedicto XVI, lanzó una diatriba muy singular contra lo que llamó «la dictadura del relativismo».

No he visto que esa requisitoria haya merecido las exégesis necesarias.

«La dictadura del relativismo» es un concepto absurdo. Es una pura contradictio in terminis. Por las mismas podía haberse metido con el dogma del antidogmatismo. O con la libertad opresora. O con la oligarquía democrática.

El relativismo es el alma viva del conocimiento científico. Sólo quien duda de la exactitud de sus ideas puede sentirse impelido a ponerlas a prueba y, llegado el caso, a descartarlas, o a restringir su campo de validez, abriendo paso a ideas nuevas, ellas mismas igualmente cuestionables.

El elogio general del dogmatismo que hizo el nuevo Papa -al que, por cierto, ignoro por qué llamamos por aquí Benedicto, en vez de Benito, que es lo mismo, pero más fácil- no resulta sólo llamativo por lo que tiene de hostil a la esencia misma del pensamiento científico, sino también porque desdeña la propia experiencia de la Iglesia católica, tan abundante en errores, a veces muy aparatosos, e incluso sangrientos, cometidos en nombre de tales o cuales dogmas.

El dogmatismo es esencialmente excluyente y agresivo; el relativismo, de natural pacífico y tolerante. Nadie de espíritu relativista habría montado la Santa Inquisición, ni las Cruzadas. Ningún relativista habría propiciado el asalto de Béziers, en el que los soldados adictos al Vaticano pasaron a cuchillo a 20.000 personas, incluyendo mujeres y niños, en nombre de la ortodoxia católica.

Las personas propensas al relativismo renuncian a considerar las ideas y los comportamientos de los humanos conforme a un patrón universal único. Saben que muchos fenómenos que les resultan extravagantes, o incluso aberrantes, se explican -aunque no se justifiquen- a partir de su vinculación con tradiciones culturales que les son ajenas.

Benedicto XVI debería sentirse agradecido a los progresos del relativismo cultural. Porque, de no ser por ellos, sería imposible entender que las sociedades civilizadas modernas acepten la pervivencia de un Estado como el que él ha pasado a encabezar: un Estado que niega la igualdad de derechos entre mujeres y hombres, que proscribe las libertades de expresión, de asociación y de culto, que rechaza el sufragio universal y elige a sus mandatarios por cooptación... Y paro, que tampoco es cosa de recorrer toda la Declaración Universal de Derechos Humanos.

«Hay que entender que el Vaticano es un Estado, sí, pero que responde a unas pautas muy especiales», replican algunos. Sí, a las pautas de la teocracia. Que sólo valen para quienes creen que algunos mandan «por la gracia de Dios».

¡Ah, si la democracia fuera dogmática!

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 27 de abril de 2005

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El peso de la demagogia

JAVIER ORTIZ

         
El PP acusa a Rodríguez Zapatero de haber hecho posible que la izquierda abertzale esté en el Parlamento vasco. No tiene razón. A quien hay que achacar que el Partido Comunista de las Tierras Vascas (EHAK, en euskara) lograra nueve escaños el pasado domingo es, en primer y destacado lugar, al 12,5% del electorado vasco, que dio su voto a esa candidatura. Ésa es la verdadera cuestión.

El PP sigue empeñado en ilegalizar la realidad. Lo hace apelando a argumentos de escasa consistencia jurídica (sus defensores a ultranza harían bien en repasar la sentencia 68/2005 del Tribunal Constitucional, en la que se afirma, entre otras cosas, que a ningún partido político se le puede exigir como condición para su existencia legal que condene de manera expresa el terrorismo de ETA). Pero eso es secundario, a estos efectos. Lo que me parece más digno de mención es que, además, esa política no sirve para los fines que pretende. A las pruebas me remito: tras cuatro años de esfuerzos sistemáticos para silenciar la expresión política de la izquierda abertzale, ésta ha pasado de tener siete escaños a contar con nueve.

No puede haber demostración más clara de los efectos contraproducentes que se derivan de la obsesión prohibicionista. En 2001, EH sufrió un fuerte revés en las urnas por culpa de sus propios errores políticos. En 2005, EHAK ha subido con fuerza gracias a la política errónea cuya máxima expresión ha sido la Ley de Partidos.

Rodríguez Zapatero parece haber entendido que por esa vía no se avanza en la transformación del sustrato social vasco, necesaria para asentar sobre bases firmes la pacificación y la normalización política de Euskadi. Quisiera dar un giro, y en parte lo está dando, pero tropieza con muchas dificultades. Él y su partido han pasado demasiado tiempo coreando las consignas del PP, y ahora se encuentran con que buena parte de su base social y de su electorado no entienden que explore otras vías.

Durante años ha contribuido a que algunos tópicos hueros pasen por principios incontrovertibles y ahora no sabe cómo orillarlos. ¿Por qué, cada vez que los del PP proclamaban que con Batasuna no se podía ni hablar, no les contestó que ellos bien que lo habían hecho, y al más alto nivel, aunque fuera en Burgos y a escondidas? ¿Por qué llegó a rivalizar con los del PP, presumiendo de que él, por no hablar, no hablaba ni siquiera con el presidente del PNV? ¿Por qué no recordó que Aznar envió a sus emisarios a negociar con la dirección de ETA? Y, sobre todo, ¿por qué no explicó a la ciudadanía que nada de eso tenía nada de infamante, porque un Gobierno debe moverse en todos los terrenos cuando están en juego intereses superiores?

Maleducó a sus seguidores y ahora es rehén de lo que dio por bueno, sabiendo que no lo era. Va a costarle contrarrestar tantos años de demagogia.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 23 de abril de 2005

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Un lugar en la cumbre

JAVIER ORTIZ

         Buscado o no, fruto de una conspiración planificada o resultado de un caprichoso giro del destino -en su momento habrá que volver al análisis de cómo se ha gestado esto-, el hecho es que Euskadi se ha metido en un brete.

Empecemos por el diagnóstico.

Los tres partidos que respaldan a Ibarretxe han logrado el 44% de los votos. En cualquier otro lugar y momento, eso se consideraría un éxito total. De contar con el apoyo -factible- de Aralar, el porcentaje se elevaría al 46,3%. Tómese como referencia, por el aquel de comparar: Zapatero llegó a la Presidencia del Gobierno de España con el 42,6% de los votos. Aznar obtuvo la mayoría absoluta en 2000 con el 44,5%. En 1998, el propio PNV consiguió la victoria con el 28%.

Dicen: «Pero Ibarretxe había pedido un respaldo masivo para su plan, y no lo ha obtenido.»

Claro que no lo ha logrado, pero no porque el electorado lo haya considerado extremoso, sino porque el 12,5% lo ha tenido por demasiado tibio. Hagan cuentas los que se dicen constitucionalistas: sumados quienes han apoyado a Ibarretxe y los que no lo han hecho porque lo querían más audaz, estamos ante casi al 60% del electorado.

Otra cosa es que las matemáticas parlamentarias den de sí lo que dan y que se vea mal qué gobierno podría trenzarse con los mimbres resultantes del domingo.

Hay desde hace tiempo una disputa sorda -no demasiado sorda, en realidad- dentro del PNV, que enfrenta a quienes consideran que la primacía nacionalista en la comunidad autónoma precisa de un acuerdo con el PSOE, semejante al que funcionó en los tiempos de Ardanza, y quienes entienden que eso supondría retornar a un pasado no muy glorioso de reparto de prebendas y de conchabanzas varias, que dejaría intacto el conflicto nacional y no permitiría avances reales ni en la pacificación ni en la normalización de la vida política vasca. Estos últimos prefieren intentar una ampliación de las alianzas dentro del campo abertzale, propiciando el acercamiento al trabajo institucional de la gente de Batasuna -se llame como se llame- y favoreciendo por esa vía el destierro de la violencia política.

Es una tensión interna que ya se hacía notar en el pasado, pero de modo más tenue, debido a que la autoridad moral de Ibarretxe dentro del PNV se tenía por indiscutible. Pero parece que desde el domingo ya no lo es. O eso creen algunos.

El PNV es el PNV y su circunstancia. Al margen de sus disensos internos, ha de contar con que una parte de sus diputados electos no son suyos, sino de EA, que tiene sus propios criterios. Igual que EB. Igual que Aralar. Supongo que sabrá que hacer nuevos amigos está muy bien... siempre que no sea a costa de quedarse sin los de siempre.

Los buenos montañeros lo tienen asumido: nunca hay que ceder a las prisas de quienes sólo piensan en llegar a la cumbre para hacerse la foto.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 20 de abril de 2005

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De fieles y domésticos

JAVIER ORTIZ

        
Siempre me ha parecido aberrante que el Código Civil español incluya entre los deberes de los cónyuges el de «guardarse fidelidad». Un juez no es quién para decidir qué diferencia la fidelidad y la infidelidad conyugales. Cada pareja es libre de pactar sus propias reglas de funcionamiento y definir su particular idea de la fidelidad. Si una de las partes se siente traicionada, en ese terreno como en cualquier otro, ¿qué sentencia judicial podrá obligarle a avenirse a lo contrario? Hay materias que deben ser reguladas, sí, pero no por el poder legislativo, sino por las personas que las comparten.

Bueno: pues, lejos de corregir ese absurdo del Código Civil, nuestros legisladores se disponen a añadirle otro semejante. Ahora quieren que la ley obligue también a los cónyuges a «compartir las responsabilidades domésticas».

Se ha puesto de moda aprobar normas muy vistosas, pero perfectamente inaplicables. Me malicio que las legislan para que no se diga que no hacen nada para corregir la mala educación cívica imperante, que es de pena. Primero se acomodan a un modelo social en el que la chavalería es educada en el individualismo más feroz -en las normas patriarcales más chirriantes, en la división de papeles más obvia, en el autoritarismo, en la ley del más fuerte-, y luego pretenden que van a arreglar los efectos devastadores de esa espantosa educación metiendo a un juez en el pasillo de cada casa, para que evalúe, con docta imparcialidad, si hay igualdad, trato exquisito y, por supuesto, un «reparto equitativo de las funciones domésticas».

¡Cuanta hipocresía! ¿Por qué no empiezan por rechazar la obvia desigualdad de trato entre los sexos que se produce, por ejemplo, en la Iglesia católica? Han tenido ocasión de verlo en vivo y en directo: se han desplazado en masa a Roma para arrodillarse y cantar loas al «hondo contenido social» de esos santos varones que no permiten a ninguna santa hembra meter baza en sus asuntos. ¿Han constatado si hay un «reparto equitativo de las tareas domésticas» en el Vaticano?

O tal vez no nos haga falta viajar tan lejos. ¿Lo hay en el palacio de La Zarzuela?

Me pregunto si habrán previsto la posibilidad de que los tribunales juzguen, cuando se apruebe esta nueva redacción del artículo 68 del Código Civil, si en las casas bien hay un reparto equilibrado de las tareas domésticas entre el señor y la señora (una vez descontada, claro está, la labor del servicio).

Nos reímos en nuestra juventud -unos pocos, a decir verdad- de Francisco Franco, porque el dictador promulgó un decreto que prohibía la lucha de clases. «¡Qué ridículo!», dijimos. «¡Como si las realidades sociales pudieran suprimirse por decreto!».

Pues los hay que siguen en ese mismo empeño. Ellos prohíben. Y si luego los hechos no tienen nada que ver con lo legislado...pues peor para los hechos.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 16 de abril de 2005

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Con los sondeos a cuestas

JAVIER ORTIZ

        
Me he tomado el trabajo de estudiarme todos los sondeos publicados el pasado fin de semana sobre intención de voto en las elecciones autonómicas vascas. El único dato que me ha llamado la atención es el que pronostica que una proporción bastante alta del electorado tradicional de la izquierda abertzale puede que no atienda la consigna de Batasuna de votar al súbitamente célebre PCTV-EHAK. En efecto, se habla de que esa candidatura obtendría tres o cuatro escaños, lo cual supondría una pérdida de algo así como el 50% con respecto a los apoyos electorales que los de Otegi congregaron en 2001. Y eso que aquellos resultados fueron ya magros, con relación a los logrados en anteriores comicios.

¿Cabe que se produzca ese bajón? Cabe. Podría ser resultado de la conjunción de diversos factores. Hace algunos días le oí decir a Joseba Azkarraga que hay votantes de la izquierda abertzale que no darían jamás su voto a un partido que se proclama comunista. Eso no lo sé. Más probable me parece que los haya que no vean nada clara la maniobra que ha hecho Batasuna escudándose en ese partido y que no se fíen del papel que pudieran hacer en el Parlamento de Vitoria sus representantes, a los que no conocen de nada. Hay también bastante gente que antaño votó a Batasuna, con unas u otras siglas, y que rechaza la deriva que han seguido Otegi y los suyos en los últimos años, no sólo por sus paseos por la cuerda floja cada vez que ETA se ha metido de por medio, sino también por las supuestas astucias parlamentarias que han desplegado durante la pasada legislatura votando repetidamente lo mismo que el PP y el PSOE, con resultados prácticos harto problemáticos.

Hay un desánimo importante en amplios sectores de la izquierda abertzale, y eso tendrá su reflejo en las urnas. Reflejos, en plural: se pronostica un ascenso de PNV-EA, Aralar, Ezker Batua...y la abstención.

El fenómeno de la decadencia electoral de HB merece un análisis específico. No representa al 5% o el 6% del electorado, como tal vez pueda parecer tras las elecciones del próximo domingo. Su magma social es bastante más amplio; muy probablemente superior al 15%. Pero, con sus torpezas, con sus anuncios de mucho y sus avances de nada, se las está arreglando para que ese magma, del que forman parte decenas y decenas de miles de nacionalistas vascos que se sienten más radicales que el PNV (más radicales en su nacionalismo, más radicales en sus planteamientos sociales o en ambos terrenos a la vez), se vaya disgregando, sea en favor de opciones con más posibilidades de hacer algo práctico, sea fondeando en las apacibles aguas de la abstención.

Eso podría dar lugar a un debate realmente profundo y clarificador en Euskadi, si no fuera por el empeño que ponen muchos en tratar los problemas políticos vascos como meros asuntos de orden público.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 13 de abril de 2005

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Don José Quiroga López

JAVIER ORTIZ

        
De todas las muertes que se han producido en los últimos días -de las que he tenido noticia- la que más me ha impresionado es la de don José Quiroga López. No sabía que se apellidara así. Regentaba una tienda de frutos secos y chuches enfrente de mi casa, en el barrio de Ventas, en Madrid.

La calle en la que vivo tiene dos aceras, como casi todas las calles. Pero en nuestro caso las dos aceras no marcan sólo la existencia de un lado derecho y un lado izquierdo, según se mire, sino también la frontera entre la parte bien y la parte más modesta, las más castiza y, hoy en día, también la más cosmopolita de nuestro barrio. De un lado, las casas nuevas, con grandes ventanas e imponentes galerías. Del otro, las típicas de ladrillo visto, con balconcillos llenos de tiestos y cachivaches. La tienda de don José estaba de ese lado.

Solía visitarla para comprar patatas fritas, almendras, pipas con sal y gajos de naranja y limón, mayormente. Aprovechaba para charlar un rato con él. Tenía un conocimiento enciclopédico del barrio. Seguro que se sabía toneladas de maldades de todo pichichi, pero nunca hablaba mal de nadie. Me fascinaba la paciencia con la que atendía a los críos, que entraban en su local con cuatro perras y querían comprar un poco de todo. Les sonreía sin pizca de malicia y les aconsejaba con aire de experto, cómplice de sus gustos: «Casi coge dos de éstos y uno de estos otros, y así tienes para pillar este chicle, que es buenísimo». Y los chavalines, lo mismo los oriundos de Ventas que los venidos del Ecuador, se dejaban aconsejar por él, porque sabían que les hablaba un entendido.

Tiempo ha, un día me preguntó:

-Y usted ¿a qué se dedica?

-Escribo -le respondí.

-Ah, ¿sí? ¿Y qué escribe? -se interesó.

-Soy periodista -suspiré mirando hacia la calle, a través del escaparate.

-¡Vaya por Dios! -dijo el buen hombre.

Y cambió de tema. Se lo agradecí.

Hace un par de semanas entré a comprarle pipas con sal, porque con tanto fútbol se me estaban agotando las existencias, y le vi con unas bolitas de algodón en los agujeros de la nariz. Me explicó que estaba fastidiado porque sangraba espontáneamente, sin razón aparente.

-Hipertensión, tal vez -le dije, por decir algo.

-Algo así.

No era tan mayor.

Anteayer me acerqué para comprarle patatas fritas -él sabía con qué cantidad de sal me gustan- y me encontré con que la tienda tenía la persiana echada. Y sobre la persiana, un cartelito: «Cerrado por el fallecimiento de José Quiroga López».

Entré en la farmacia de al lado.

-¿Es Pepe el que ha muerto?

-Sí, el pobre. Una pancreatitis.

Me quedé hecho polvo. Pepe. ¿Y por qué él? Karol Wojtyla no formaba parte de mi vida. Rainiero de Mónaco, aún menos (o igual, no sé). Pero José Quiroga López -Pepe, el de los frutos secos-, sí. Lo que más lamento en no haberle dicho nunca que me parecía un tipo estupendo.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 9 de abril de 2005

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Precampaña sin campaña

JAVIER ORTIZ

        
El debate televisado entre los cuatro candidatos legales a la Lehendakaritza del Gobierno vasco fue la plena confirmación de lo que muchos venimos diciendo desde que se inició esta campaña electoral: que está de sobra. La única incógnita que existía era -para quien lo fuera- qué iba a suceder con Aukera Guztiak. Confirmada la retirada forzosa de sus listas, parecía evidente que estábamos abocados a 15 días de «basura», dicho sea en términos propios del baloncesto.

Todo lo que cada candidatura tiene que decir está ya dicho desde hace meses, si es que no años. Y lo que éste o el otro no quiere decir -porque cree que no le conviene, o porque espera a conocer los resultados electorales para ver por dónde tira- no lo va decir ahora. Al debate de ETB me remito: no hubo manera de que Patxi López soltara prenda sobre sus planes futuros de alianzas ni hubo modo humano de que Ibarretxe explicitara en qué medida está dispuesto a replantearse los términos de su famoso plan y en qué medida no.

Se hace tanto trabajo hoy en día en las precampañas que las campañas propiamente dichas se quedan vacías de contenido. Los partidos prefieren las precampañas por muchas razones: están sujetas a menos restricciones legales, dan más tiempo para que calen sus discursos (tal como dicen los campesinos, agua de lluvia no quita riego), resultan más baratas... Además, la experiencia ha demostrado que los acelerones electorales de última hora son muy peligrosos: pueden provocar el patinazo. Que se lo pregunten si no a Mayor Oreja, que lanzó tal ataque en tromba en los últimos días de la campaña de 2001 que logró justo lo contrario de lo que pretendía: consiguió que se movilizara como nunca el electorado nacionalista, al que logró atemorizar. Sabedores de ello, los candidatos prefieren atenerse fielmente al guión planificado. O sea, que se repiten más que la morcilla.

Por supuesto que durante las campañas pueden producirse sucesos imprevistos de importancia mayor. Si lo sabrá Aznar. Pero lo imprevisto no se puede planificar, por definición. Llegado el caso, cada cual improvisa lo mejor que sabe. Cuando sabe.

En el caso de las vecinas elecciones autonómicas vascas existen varias incógnitas. Una es el comportamiento que tendrá el electorado abertzale radical: en qué medida optará por abstenerse y en qué proporción decidirá votar (y, en tal caso, a qué listas). Otra, qué efecto tendrá en la distribución de escaños la menor afluencia a las urnas, que parece inevitable. Pero ninguna de esas incógnitas, precisamente porque lo son, alterará los mensajes electorales de las diferentes candidaturas.

Quiero decir con todo esto que, bien mirado, podría votarse el próximo domingo y un rollo menos que nos tocaba aguantar.

Con una semana de campaña basta y sobra. Que ya están de por sí bastante plastas los noticiarios.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 6 de abril de 2005

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Por sus hechos los conoceréis

JAVIER ORTIZ

        
Quisiera referirme a la noticia del día con el debido respeto para quienes no piensen, no sientan y no crean como yo, pero reclamando de ellos, a su vez, el necesario respeto para quienes pensamos de modo muy distinto y creemos tan sólo en las cosas que nos parecen creíbles, entre las cuales no figura la hipótesis de que haya un Dios, y menos todavía uno que cuente con un representante en la Tierra.

Los católicos deben asumir que los no católicos examinemos la personalidad de Karol Wojtyla desde una perspectiva desprovista de la menor dimensión trascendente: para nosotros, con toda la razón (o con toda la Razón, con mayúscula), se trata del dirigente mortal de una congregación humana, cuyas acciones evaluamos con criterios éticos y políticos estrictamente terrenales.

Fijada esta premisa elemental, ¿qué balance cabe hacer del largo ejercicio de Wojtyla como jefe del Estado vaticano y de la Iglesia católica?

Apuesto cualquier cosa a que las páginas de cientos de periódicos de todo el mundo incluirán hoy artículos editoriales que se referirán a la trayectoria del Papa polaco con idéntico criterio: figura controvertida, lo positivo y lo negativo, personaje de difícil clasificación, luces y sombras... Y que, cuando entren en materia, dirán que las luces hay que ponerlas en su honda preocupación social y su lucha por la paz, mientras las sombras recaen sobre sus posiciones retrógradas en materia de costumbres, familia, sexo, etcétera.

Harán trampa. Un balance correcto requiere el uso de magnitudes comparables.

La supuesta «honda preocupación social» y la tan mentada «lucha por la paz» de Karol Wojtyla no ha traspasado jamás la frontera de las proclamas y los discursos. En la práctica, ha mantenido siempre excelentes relaciones con los alimentadores del becerro de oro, lo mismo que con los señores de la guerra del mundo entero. Nunca rompió relaciones con ninguno de ellos. Para juzgar su preocupación por la pobreza, me basta con constatar que ni se le ocurrió la posibilidad de poner en venta así fuera una pequeña parte de las inmensas riquezas que posee la Iglesia católica -en terrenos, en edificios, en obras de arte- para dar con ello algún socorro a los parias del orbe entero.

En cambio, las batallas que ha encabezado contra el control de la natalidad, contra el uso de profilácticos en las relaciones sexuales, contra la igualdad de derechos de las mujeres (dentro de su propia Iglesia, para empezar), contra el derecho al aborto, contra el divorcio, contra los avances de la genética con fines terapéuticos... y un largo etcétera, han sido reales y muy reales, materiales y muy materiales, y han tenido graves consecuencias para millones de personas a lo largo y lo ancho del mundo.

No lo digo yo, ni la sentencia es mía: «Por sus hechos los conoceréis.»

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 2 de abril de 2005

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