No sé casi nada de escultura. Algo sí, en cambio, de temperamentos. Debía de tener yo como 16 años cuando una mañana me planté delante de la puerta de la villa que Jorge Oteiza tenía en Irún, cerca de la frontera con Hendaya, y llamé al timbre. Abrió Itziar, su mujer. “¿Qué quieres?”, me preguntó. “Conocer a Jorge”, respondí. “¿Por qué?”, me dijo. “Yo escribo”, contesté. Itziar se dio la vuelta y dio una voz: “¡Jorge, aquí hay un chaval que escribe y quiere conocerte!”. Y él se asomó, y me invitó a entrar. Le dije que había leído su Quousque tandem! y su Androcanto y sigo, y que me habían parecido fascinantes. Me invitó a que le mostrara algo de lo mío, pero yo no llevaba nada. Me dijo que por qué no volvía otro día para enseñárselo. Quedamos en ello, y así fue. Lo leyó con atención y me conminó, con tono solemne: “¡Tienes que dedicarte a esto!”. Le hice caso.
Seré sincero: lo más probable es que, si se presentara en la puerta de mi casa un chaval de 16 años diciendo que quiere que charlemos de literatura, le respondería que lo siento, pero que estoy muy ocupado. Jorge Oteiza no lo hizo conmigo. Y le guardo un agradecimiento enorme.
Ahora se cumple el centenario de su nacimiento y se le están haciendo muchos homenajes y festejos. Como dice quien fuera su amigo y vecino, el también escultor Néstor Basterretxea, parece que por aquí sea necesario morirse para que te reconozcan algo.
Lo recuerdo en otra ocasión en la que me soltó una de sus sentencias favoritas: “¡Nunca malogres tu carrera de perdedor con un éxito de mierda!”. Él nunca se vendió por un éxito de mierda, aunque logró premios importantes, casi a pesar suyo. Su personalidad rebelde, insobornable e inclasificable fue y sigue siendo un referente para muchos, entre los que me encuentro.
Aparte de todo eso, los expertos aseguran que fue un magnífico escultor, asunto del que no estoy en condiciones de opinar, porque tengo mis gustos, pero no los conocimientos necesarios. A mí sus esculturas me interesan, por esa obsesión suya de dar tanta o más importancia a lo que falta que a lo que hay. Pero eso quizá tenga más que ver con la filosofía de la vida que con la escultura.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (23 de octubre de 2008).