Columnas
de Javier Ortiz aparecidas en
durante el
mes de octubre de 2005
[Se incluyen en orden inverso al de su publicación.
Para fechas anteriores, ve al final de esta página]
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Ya, ni de broma |
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JAVIER ORTIZ Ese es uno de los cambios culturales más llamativos que ha experimentado Euskadi en el último cuarto de siglo. Ahora es mayoría la gente vasca que ríe las «irreverencias» de los humoristas. Le parece de perlas que no dejen títere con cabeza, lo que da prueba de una sana predisposición a no tomarse demasiado en serio y a distanciarse críticamente de lo propio. El enorme éxito de ¡Vaya semanita!, un programa de la televisión autonómica que hace irrisión de todos los personajes públicos, sin excepción, y de todos los arquetipos sociales y políticos de la sociedad vasca, lo demuestra de manera palmaria. Ni la ikurriña, ni la Ertzaintza, ni el nacionalismo, ni el españolismo, ni el Cristo que los fundó: ya nadie se libra de la trituradora del humor. Se da por hecho que todo va de broma, incluida la propia broma. Es en ese contexto en el que debe entenderse un reciente
anuncio de la radiotelevisión autonómica vasca, que juega, como en la canción
infantil Vamos a contar mentiras, a
invertir los términos de la realidad sobreentendida. De la misma manera que
por el mar corren las liebres y por los montes las sardinas, tralará, el
anuncio presenta a un andaluz soso que llega a un País Vasco convertido en
idílico paraíso de la alegría. El spot
se atiene a todos los tópicos de rigor, sólo que invirtiéndolos, para sacar
más jugo de la paradoja. Pues bien: el PP andaluz ha montado en cólera. Ha
decidido que el anuncio es reflejo del «imaginario colectivo nacionalista,
etnicista y excluyente» y ha exigido su «urgente retirada» (lo cual
demuestra, ya de paso, lo bien que se ha informado antes de hablar: la
campaña publicitaria en cuestión ya había concluido). Reclama igualmente que
la radiotelevisión pública vasca entone un mea culpa acorde con la gravedad
de los hechos. Es un asunto menor, sin duda, pero significativo. Revela
hasta qué punto los hay que se dedican a la crispación por sistema, siempre
dispuestos, como dicen los franceses, a «hacer fuego con cualquier madera».
Aunque eso les lleve al ridículo de desmentir indignados que las liebres
corran por el mar y por el monte las sardinas, y les mueva a exigir
airadamente al autor de la canción infantil que pida perdón sin tardanza alguna.
Es copia de la columna publicada en El Mundo el 27 de octubre de 2005 Para
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Errores inconscientes |
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JAVIER ORTIZ En esa doble línea de interés, el segundo tiempo del Barça-Osasuna del sábado me pareció de perlas. Sirvieron buen fútbol y, como guarnición, un comportamiento -el del árbitro, Muñiz Fernández- realmente fascinante: jamás había visto en ninguno de los de su oficio una voluntad tan firme de no pitar penalti pasara lo que pasara. Parecía habérselo tomado como un asunto de amor propio. Hace algunos días oí a otro árbitro, Pérez Burrull, que
leyó ante la Prensa un papel corporativo en el que los de su gremio se
quejaban de que se les acuse de cometer «errores intencionados». Al margen de lo que pueda parecer esa expresión (si la
resolución de un juez es deliberadamente injusta ya no se trata de un error,
sino de algo bastante más grave), me llamó la atención la defensa que hacía
de la torpeza de los de su gremio. Venía a decir: «Bien, aunque nos
equivoquemos mucho y en cosas muy importantes, no nos juzguen mal: es sólo
que somos incompetentes». Pero el asunto es más complejo que eso. Los actos de las
personas no siempre nacen en el terreno de lo consciente. Tampoco los suyos.
No está en cuestión sólo lo que ven o no ven en el desarrollo del juego, sino
también lo que su subjetividad inconsciente les deja o no les deja ver. Me
creo que ninguno de ellos sea capaz de pensar cínicamente: «Me ha parecido
ver que la superestrella Zutanito, superpersonaje superdestacado del
superequipo del superclub que más comentarios de Prensa genera y más
seguidores tiene, ha pegado una patada por detrás a un contrario, pero si lo
expulso del campo a los dos minutos, van a hablar de mí y de mi madre durante
días y más días. ¿Y si además no he visto bien la jugada y me equivoco? Puf.
Lo dejo y a correr». Doy por hecho que no lo razona así. Pero estoy seguro de
que lo siente así. En cambio, si el jugador al que cree haber visto dar la
patada es uno sin demasiado renombre que juega en un equipo discreto, pues lo
manda a la ducha y se queda tan ancho, satisfecho incluso de su rigor a la
hora de impartir justicia. La justicia de los árbitros de fútbol no se diferencia
en gran cosa de la justicia de los tribunales. ¿Alguien cree que en EEUU se
pronuncian tantas penas de muerte contra negros y contra hispanos, y tan
pocas contra blancos acomodados, porque los jueces estadounidenses son
conscientemente racistas? Y que conste que cuando he citado a los blancos
acomodados no estaba pensando en ninguna camiseta. Es copia de la columna publicada en El Mundo el 24 de octubre de 2005 Para
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Sadam Husein, por la brava |
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JAVIER ORTIZ Es lo que les pasó a los organizadores del juicio montado en La Haya contra Slobodan Milosevic. Lo iniciaron con ingente despliegue de medios, como gran espectáculo, pero no tardaron en ponerle sordina, tras comprobar que, si ellos tenían una larga lista de acusaciones que formular contra el ex presidente yugoslavo, a él tampoco le faltaban motivos de vituperio, y no quedaba nada estético verlos expuestos a la luz del día. Washington ha aprendido de la experiencia. El más que
irregular Tribunal Especial que ha montado para juzgar a Sadam Husein no
permitirá un debate sobre la actuación global del ex presidente iraquí. Eso
daría pie a una defensa basada en el vilipendio no menos global del
comportamiento de sus enemigos, lo que resultaría muy poco conveniente. En
consecuencia, ha decidido someterlo a juicio por un crimen comparativamente
menor, pero suficiente para justificar la pena de muerte. Ceñida la acusación
a ese caso específico, cualquier referencia a asuntos más amplios y controvertidos
será considerada improcedente y, por lo tanto, silenciada. Una vez condenado a muerte Sadam Husein y ejecutado por
ese crimen concreto, del resto ya no habrá ni por qué hablar. Asunto
concluido. A por otra cosa. Mi grado de confianza en la sensibilidad de la opinión
pública occidental es más bien limitado, pero me pregunto si se avendrá a
hacer la vista gorda ante el cúmulo de tropelías que se ha puesto en marcha
con este juicio. La primera y principal -por lo menos para mí- es que se
esté planeando dictar y ejecutar una sentencia de muerte. Ya sé que es una
especialidad muy del agrado de George W. Bush, pero a mí por lo menos me
revuelve las tripas. La segunda, que pueda funcionar un tribunal que no se
sabe en nombre de qué autoridad actúa, puesto que su formación ni siquiera ha
sido refrendada por la ya de por sí dudosa Asamblea Nacional transitoria
iraquí. La tercera, que la defensa de Sadam Husein haya sido
encomendada a un abogado que carece de experiencia, al que le han endilgado,
además, un tocho de de 10.000 documentos, que, por mucho que el juicio se
aplace, nunca podrá estudiarse realmente. La verdad es que a mí Sadam Husein me importa un bledo.
No se trata de defenderlo a él, sino de defendernos todos de una gente que
hace y deshace en el mundo entero lo que le viene en gana, sin la menor
preocupación por las normas, las leyes y los derechos. Hoy deciden acabar con Sadam Husein por la brava. Mañana
puede ser el turno de cualquier otro. Es copia de la columna publicada en El Mundo el 20 de octubre de 2005 Para
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Elogio de la audacia |
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JAVIER ORTIZ Claro que Danton no era versallesco. Más bien todo lo contrario. En nuestro actual confortable mundo occidental, la
audacia es tenida por defecto. No se estila. Hasta sus mayores extremos: está
feo incluso atreverse a pensar. Cuanto más pusilánime sea el pensamiento,
tanto mejor. Este pasado fin de semana ha resultado buena muestra de
ello. La simple sospecha de que los jefes de Estado y Gobierno reunidos en
Salamanca pudieran acordar un par de resoluciones un poquitín atrevidas, algo
incordiantes para la superpotencia con sede en Washington, hizo que saltaran
todas las alarmas. ¡Pero, bueno, adónde quiere ir a parar este Zapatero! La política internacional apesta a prudencia babosa por
los cuatro costados. No me asquearía si quienes se echaron las manos a la
cabeza ante los rumores salmantinos lo hicieran porque consideran que es
falso que el Gobierno estadounidense tenga sometida a Cuba a ningún bloqueo.
O porque sostengan que no hay que extraditar a los terroristas, siempre que
sean culpables de matanzas políticamente correctas. Si defendieran eso,
serían muchas cosas, pero no hipócritas. Lo que me subleva es que la mayoría
de ellos, interpelados sobre los asuntos en cuestión, admiten sin problemas
que el bloqueo contra el pueblo de Cuba -porque es el pueblo quien lo sufre-
es injusto, y que tampoco cabe aprobar que Bush dé cobijo a asesinos. Pero lo
opinan «a título particular». A cambio, les parece «irresponsable» que lo
haga un Ejecutivo hecho y derecho. «Tanto más tratándose de un Gobierno que ya ha tenido
anteriores problemas con Washington», añaden. «¿Por culpa de quién?», les
preguntas. Y tuercen el gesto. No, no es tampoco que aprueben la intervención
anglo norteamericana en Irak. Lo que desaprueban es la acumulación de
«imprudencias». Son los mismos realpolitiqueros
que han aplaudido la política de Zapatero sobre (contra) los inmigrantes
de Ceuta y Melilla, pese a admitir, así sea con la boca pequeña, que está suponiendo
una flagrante violación de los Derechos Humanos de los afectados y de la
propia legislación española. ¡Injusto, pero prudente! Se alarman sin motivo. Ya se trate del Estatut, de las invasiones de Washington
o de la barbarie de Mohamed VI, Zapatero siempre acaba manteniéndose en el
redil y portándose como un chico de orden. Porque puede que a veces resulte
un poco atolondrado, pero audaz, realmente audaz, nunca. |
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Es copia de la columna publicada en El Mundo el 17 de octubre de 2005 Para
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Falsos técnicos |
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JAVIER ORTIZ Ahora abundan, por ejemplo, los que sostienen con aire muy docto que Cataluña no puede definirse como nación porque no reúne las características necesarias. Si dijeran que no puede hacerlo porque la Constitución no lo permite, estaríamos en otra discusión, que remitiría al encaje posible o imposible de la idea -tan cara a ciertos federalistas- de la «nación de naciones», o incluso a la pertinencia o no de la reforma de la Constitución. Pero plantear el asunto como una cuestión doctoral es absurdo. Cualquiera que eche una ojeada a las definiciones de nación puestas en circulación por los especialistas en la materia comprobará al punto que las hay muy diversas, e incluso incompatibles. La Academia Española registra tres acepciones para el término «nación», y las tres son aplicables a Cataluña. El término latino natio servía a los romanos para designar realidades sociales muy diversas: pueblos, clases, castas, sectas... En esa línea hablan en EEUU de «la nación india», y a nadie se le caen los anillos. Fingen discutir la validez de un término para eludir el
debate sobre su concepción del Estado. Del mismo género son las críticas que están dirigiendo
al proyecto de Estatut algunos que
aparecen como expertos en economía. Dicen que podría «fragmentar el sistema
financiero español». O sea: los mismos que se quedan tan anchos cuando toman
posiciones en España poderosas entidades financieras foráneas, o cuando
corporaciones financieras españolas hacen arriesgadas incursiones por lejanos
pagos, los mismos que aplaudieron cuando España realizó muy sustanciales
cesiones de soberanía en beneficio de poderes supraestatales incontrolables,
se echan las manos a la cabeza ante la posibilidad de que las fuerzas
políticas de Cataluña puedan tener algo más de influencia en las cajas de
ahorro y las mutualidades asentadas en su territorio. Y lo hacen como si la
suya fuera una intervención técnica, sin ninguna motivación política. Resultan cómicos estos «técnicos» que se asoman a los
medios para poner en circulación mercancías perfectamente políticas con aire
de haberlas obtenido en un laboratorio, tras analizar la realidad con
asépticas e incontaminadas fórmulas científicas. Son como los jefes del Fondo
Monetario Internacional, que todos los años pretenden haber realizado un
detallado y muy específico análisis de la coyuntura económica mundial pero
que siempre, siempre, acaban recomendando lo mismo: reducir los salarios y
recortar aún más el Estado de Bienestar. Los dirigentes de los partidos de derechas deberían
denunciar a todos estos «técnicos» por intrusismo profesional. Es copia de la columna publicada en El Mundo el 13 de octubre de 2005 Para
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Seamos realistas, sí |
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JAVIER ORTIZ Me duele que sea así, pero no me sorprende. Sé que la presunta solidaridad de la ciudadanía española hacia las desgracias ajenas es un mito. Lo que aquí funciona bastante bien es la caridad. Se estila dar de vez en cuando alguna limosna para los pobres, al modo del Domund, pero siempre que se trate de pobres que no alteren la tranquilidad de nuestro modo de vida europeo. Quienes criticamos la política gubernamental en relación
con la emigración nos topamos con la descalificación de los presuntos realistas: «El discurso humanitario
queda muy 'políticamente correcto' -nos dicen-, pero seamos realistas. Europa
no puede dejar de proteger sus fronteras. El hambre que padecen millones de
africanos supone un poderosísimo 'efecto llamada' cuyas consecuencias estamos
obligados a atajar». Falso. El hambre no constituye -no podría hacerlo-
ningún «efecto llamada». La «llamada», por definición, no puede originarse
allí; tiene que proceder de aquí. Y lo que genera esa «llamada» no es que
nosotros vivamos muy bien, en términos comparativos, sino que en la Europa
desarrollada existe una demanda importante de mano de obra barata,
eventualmente ilegal, favorecida por la desregulación de los mercados
laborales y por la falta de control de las realidades y las condiciones de
trabajo. Los inmigrantes vienen por eso. Es un asunto de pura
oferta y demanda. Vienen a ofrecer su capacidad de trabajar por muy poco
porque aquí hay muchos empleadores dispuestos a ofrecerles trabajo por muy
poco. Es así de sencillo. Y de crudo. Los estados europeos llevan muchos años aceptando que
sus fronteras estén mal protegidas. No sólo porque saben que no cabe
protegerlas del todo, sino también porque -aunque no lo reconozcan
abiertamente, por razones obvias- son conscientes de que al sistema económico
imperante le conviene que una parte de la población laboral no esté sujeta a
la ley. Es un modo eficaz de rebajar las pretensiones de los trabajadores
autóctonos y de aumentar la competitividad. El problema de los estados es
cómo regular el nivel de permeabilidad de las fronteras para que no se
produzca un flujo excesivo que cree distorsiones, sean económicas, sean
políticas, sean de ambos géneros a la vez. No es fácil. Y lo es menos cuando el territorio en el
que se trata de fijar esa difícil regulación se halla en condiciones tan exóticas
como las de Melilla y Ceuta. Nos piden que seamos realistas. Séanlo ellos. He
mencionado un puñado de datos muy reales que su discurso obvia. Encájenlos. Es copia de la columna publicada en El Mundo el 10 de octubre de 2005 Para
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La cuarta valla |
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JAVIER ORTIZ Una idea común como ninguna otra: puesto que la causa del drama que se está produciendo en Ceuta y Melilla -y en Canarias y en Andalucía, aunque en su caso por otras vías- es la miseria en la que se ha hundido el Africa subsahariana, lo que debe hacerse es favorecer el desarrollo económico y social de los países de los que proceden los inmigrantes sin papeles. El razonamiento es bien sencillo: puesto que huyen de la
miseria, erradiquemos la miseria. Y ya está. Pero no está. Decir eso es como no decir nada. Porque
cualquiera que se tome el trabajo de situar las piezas de ese razonamiento en
la realidad del mundo de hoy se da cuenta inmediatamente de que está
formulando algo muy parecido a un imposible. Para acabar con la miseria en el Africa subsahariana se
necesitaría, ya para empezar, que los países comparativamente ricos
destinaran a ese objetivo enormes cantidades de dinero a fondo perdido.
Primer punto. Y segundo, que cambiaran las estructuras de poder de los países
receptores, para que ese dinero no acabara en un puñado de cuentas corrientes
en Suiza y se utilizara realmente para realizar inversiones productivas. Ninguna de las dos condiciones es cumplible. Si muy
pocos de los estados que sellaron hace ya muchos años el compromiso de
destinar el 0,7% de sus riquezas nacionales a la ayuda al desarrollo del
Tercer Mundo han honrado su palabra, ¿cómo esperar que vayan todos a dedicar
ahora a esa causa fondos aún mayores? En cuanto a la moralización y
adecentamiento de las oligarquías que controlan el poder en buena parte de Africa,
no sé ni si vale siquiera la pena hablar de ello. Cuesta hasta imaginar quién
podría hacer tal cosa, y cómo, y con qué fuerzas, y con qué personal. He dicho antes que este par de requisitos serían
necesarios «para empezar», y así es, porque habrían de reunirse más
condiciones. Se precisaría también acabar con las guerras que desangran buena
parte del continente, para lo cual sería necesario, de manera previa, acabar
con el suculento comercio de venta de armas a los contendientes. Otro
objetivo utópico. «¡Pero es que, o se hace eso, o nos espera un futuro
imposible!», señalan algunos. Ya. En Kioto se dictaminó lo mismo con relación
a nuestro porvenir medioambiental, y ya vemos lo que hemos avanzado. Son imperativos categóricos, pero no los cumplen. El
espacio donde deberían tener el corazón y el cerebro lo ocupa su cartera. ¿Entonces? No sé. Imagino que idearán una cuarta valla
aún más alta. Y así sucesivamente. Es copia de la
columna publicada en El Mundo el 6
de octubre de 2005 Para
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Los verdaderos separatistas |
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JAVIER ORTIZ La vecina de Gervasio es un ejemplo arquetípico de separatista. Conozco muchos separatistas de su estilo. Están, por ejemplo, los que declaran con gran solemnidad
que ellos no compran en una determinada cadena de hipermercados porque sus
dueños, vascos, son -dicen- «malos españoles». En consecuencia, acuden a
comprar a hipermercados franceses, cuyos dueños deben de ser -digo yo-
buenísimos españoles. Están también -es otro ejemplo, aunque de género muy distante-
los que consideran como la cosa más natural del mundo definir la guitarra
como instrumento «españolísimo», pero que pondrían cara de perfecto estupor
si alguien afirmara que la tenora catalana o la alboka vasca son
«españolísimas». Es gente que identifica España con su propio
conglomerado cultural y recela -o abomina, directamente- de cuanto se separa
de las pautas y las señas de identidad que tiene por buenas. (No del todo.
Porque torcerá el gesto si sale en TVE alguien que canta en catalán o en euskara
a traición y sin subtítulos, pero jamás de los jamases protestará porque lo
haga en inglés). Más de una vez he dicho que ejercer de vasco o de
catalán -o de gallego, llegado el caso- en la España fetén, patria única e indisoluble de todos los españoles, viene a
ser como ser zurdo en tierra de diestros. Sólo un zurdo puede calibrar lo
molesto que resulta que casi todo esté previsto para comodidad de los que se
manejan con la mano derecha. Para los diestros no hay problema. Ni reparan en
el asunto: consideran que la vida funciona así porque es lo natural, y ya
está. Esa situación tiene como resultado que los que ejercemos
de periféricos -y de zurdos, que a mí se me junta todo- no nos encontremos
nada a gusto dentro de una supuesta comunidad en la que la mayoría oscila
entre no tenernos en cuenta, desconfiar de nosotros y mirarnos mal. ¿A quién
puede extrañarle que nos sintamos incómodos en semejante compañía? Jamás he tenido vocación separatista. Soy de natural
convivente. Es más: me caen bien -genéricamente- todos los españoles, lo sean
por voluntad propia o por obligación. A decir verdad, me cae genéricamente
bien toda la Humanidad. Pero, para llevarme bien con alguien, me hace falta
que se deje. Es una condición muy elemental, pero imprescindible. Hay algunos que, según se comportan, se diría que
quieren que Euskadi y Cataluña estén en España más que nada para tener con
quién hacer vudú. Son los peores separatistas. En realidad, son los
verdaderos separatistas, porque lo son por gusto, no forzados. Es copia de la columna publicada en El Mundo el 3 de octubre de 2005 Para
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Columnas publicadas con
anterioridad
(desde julio de 2003)
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