Columnas de Javier Ortiz aparecidas en

            

durante el mes de octubre de 2005

[Se incluyen en orden inverso al de su publicación.

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Penas de usar y tirar

JAVIER ORTIZ

        
Amina Lawal, la de ¡Salvemos a Amina!, vive, pero no se salvó. Se libró de ser lapidada, fue puesta en libertad -excarcelada, mejor dicho: la libertad es otra cosa- y regresó a su pueblo, Kurami, al norte de Nigeria. Allí la volvieron a casar, su nuevo marido la abandonó y malvive, en la miseria y enferma, con dos de sus hijos, sin derecho a moverse y sin medios para darles ni lo más elemental, empezando por el sustento.

Cada nuevo día es otra piedra que le golpea el rostro y la hiere.

Está siendo lapidada a cámara lenta.

No reprocho a Amnistía Internacional que se interesara por Amina Lawal sólo en tanto que posible lapidada y que, una vez evitada la ejecución, se desentendiera por completo de su suerte. Amnistía Internacional se ocupa de las mujeres a las que las autoridades quieren enviar al infierno de golpe y porrazo, no de las que viven en él.

Amina es sólo una de las muchísimas víctimas de la injusticia y la barbarie que merecen la atención general durante algunos días, algunos meses a lo sumo, y luego caen en el olvido. En España sabemos bastante de eso. ¿Qué fue del chaval aquel de Rentería que pegó una patada a una mochila que contenía una bomba y se quedó sin piernas? Durante algún tiempo estuvo en todos los corazones. Y en todos los telediarios. Todo el mundo lloró por él. Pasadas unas cuantas semanas, su caso fue archivado en el desván mental de nuestra sociedad biempensante y autosatisfecha.

Esa víctima ya había dado de sí todo lo que podía dar. Había que buscar una nueva víctima por la que llorar. No cabe eternizarse lamentando sin parar la misma desgracia. Hay que renovarlas.

Para que una víctima se mantenga en la actualidad durante mucho tiempo se requiere que alguien con poder haga lo necesario para que la opinión pública no la olvide. Da igual qué razones, confesables o inconfesables, justifiquen ese empeño. Sin él, las desgracias -y los desgraciados- son como lágrimas de San Lorenzo, que refulgen un rato y se extinguen para siempre. A tal efecto, es lo mismo que se trate de una desdicha individual o de una catástrofe colectiva. ¿A quién importan ya las víctimas de Ruanda, que tan vibrante esfuerzo solidario merecieron hace diez años? ¿Qué ha sido de ellas? ¿Se resolvieron sus problemas de supervivencia? Claro que no. Una vez cumplida su misión enternecedora, salieron de la escena para que su lugar fuera ocupado por otros famélicos y desharrapados, de aquí o de allá. Los sin tierra del Brasil. Los damnificados por el tsunami del año pasado. Los de la América del huracán que no cesa.

No es verdad que la desgracia nos iguale a todos. Hay desgracias que merecen reconocimiento social, homenajes, recuerdos. Otras -la aplastante mayoría- llevan aparejada la pena accesoria de la desmemoria. Del desdén inevitable.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 31 de octubre de 2005

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Ya, ni de broma

JAVIER ORTIZ

         
Recuerdo la envidia que me producía, como vasco, ver, allá por finales de los setenta y comienzos de los ochenta, la capacidad que mostraban los catalanes para hacer chanza de sí mismos y de sus símbolos. Eran los tiempos en que La Trinca era un grupo humorístico-musical catalán y no una bien engrasada máquina de hacer millones con sede en Madrid. Aquellos tres mozos se reían de todo lo que se les ponía por delante, hasta de lo más sagrado (del Barça, por ejemplo) y el público aplaudía con regocijo sus burlas. Yo me decía: «Sale en mi tierra alguien así y lo corren a boinazos por la pradera».

Ese es uno de los cambios culturales más llamativos que ha experimentado Euskadi en el último cuarto de siglo. Ahora es mayoría la gente vasca que ríe las «irreverencias» de los humoristas. Le parece de perlas que no dejen títere con cabeza, lo que da prueba de una sana predisposición a no tomarse demasiado en serio y a distanciarse críticamente de lo propio. El enorme éxito de ¡Vaya semanita!, un programa de la televisión autonómica que hace irrisión de todos los personajes públicos, sin excepción, y de todos los arquetipos sociales y políticos de la sociedad vasca, lo demuestra de manera palmaria. Ni la ikurriña, ni la Ertzaintza, ni el nacionalismo, ni el españolismo, ni el Cristo que los fundó: ya nadie se libra de la trituradora del humor. Se da por hecho que todo va de broma, incluida la propia broma.

Es en ese contexto en el que debe entenderse un reciente anuncio de la radiotelevisión autonómica vasca, que juega, como en la canción infantil Vamos a contar mentiras, a invertir los términos de la realidad sobreentendida. De la misma manera que por el mar corren las liebres y por los montes las sardinas, tralará, el anuncio presenta a un andaluz soso que llega a un País Vasco convertido en idílico paraíso de la alegría. El spot se atiene a todos los tópicos de rigor, sólo que invirtiéndolos, para sacar más jugo de la paradoja.

Pues bien: el PP andaluz ha montado en cólera. Ha decidido que el anuncio es reflejo del «imaginario colectivo nacionalista, etnicista y excluyente» y ha exigido su «urgente retirada» (lo cual demuestra, ya de paso, lo bien que se ha informado antes de hablar: la campaña publicitaria en cuestión ya había concluido). Reclama igualmente que la radiotelevisión pública vasca entone un mea culpa acorde con la gravedad de los hechos.

Es un asunto menor, sin duda, pero significativo. Revela hasta qué punto los hay que se dedican a la crispación por sistema, siempre dispuestos, como dicen los franceses, a «hacer fuego con cualquier madera». Aunque eso les lleve al ridículo de desmentir indignados que las liebres corran por el mar y por el monte las sardinas, y les mueva a exigir airadamente al autor de la canción infantil que pida perdón sin tardanza alguna.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 27 de octubre de 2005

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Errores inconscientes

JAVIER ORTIZ

        
Me interesa el fútbol. No pretendo justificarlo escudándome en Terencio y su «Nada humano me es ajeno». Me interesa en especial. No sólo disfruto con los partidos cuando son buenos y competidos; también me divierte lo que se mueve a su alrededor. Suele ser como una parodia, a menudo grotesca, de los comportamientos y los conflictos políticos y sociales.

En esa doble línea de interés, el segundo tiempo del Barça-Osasuna del sábado me pareció de perlas. Sirvieron buen fútbol y, como guarnición, un comportamiento -el del árbitro, Muñiz Fernández- realmente fascinante: jamás había visto en ninguno de los de su oficio una voluntad tan firme de no pitar penalti pasara lo que pasara. Parecía habérselo tomado como un asunto de amor propio.

Hace algunos días oí a otro árbitro, Pérez Burrull, que leyó ante la Prensa un papel corporativo en el que los de su gremio se quejaban de que se les acuse de cometer «errores intencionados».

Al margen de lo que pueda parecer esa expresión (si la resolución de un juez es deliberadamente injusta ya no se trata de un error, sino de algo bastante más grave), me llamó la atención la defensa que hacía de la torpeza de los de su gremio. Venía a decir: «Bien, aunque nos equivoquemos mucho y en cosas muy importantes, no nos juzguen mal: es sólo que somos incompetentes».

Pero el asunto es más complejo que eso. Los actos de las personas no siempre nacen en el terreno de lo consciente. Tampoco los suyos. No está en cuestión sólo lo que ven o no ven en el desarrollo del juego, sino también lo que su subjetividad inconsciente les deja o no les deja ver. Me creo que ninguno de ellos sea capaz de pensar cínicamente: «Me ha parecido ver que la superestrella Zutanito, superpersonaje superdestacado del superequipo del superclub que más comentarios de Prensa genera y más seguidores tiene, ha pegado una patada por detrás a un contrario, pero si lo expulso del campo a los dos minutos, van a hablar de mí y de mi madre durante días y más días. ¿Y si además no he visto bien la jugada y me equivoco? Puf. Lo dejo y a correr».

Doy por hecho que no lo razona así. Pero estoy seguro de que lo siente así.

En cambio, si el jugador al que cree haber visto dar la patada es uno sin demasiado renombre que juega en un equipo discreto, pues lo manda a la ducha y se queda tan ancho, satisfecho incluso de su rigor a la hora de impartir justicia.

La justicia de los árbitros de fútbol no se diferencia en gran cosa de la justicia de los tribunales. ¿Alguien cree que en EEUU se pronuncian tantas penas de muerte contra negros y contra hispanos, y tan pocas contra blancos acomodados, porque los jueces estadounidenses son conscientemente racistas?

Y que conste que cuando he citado a los blancos acomodados no estaba pensando en ninguna camiseta.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 24 de octubre de 2005

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Sadam Husein, por la brava

JAVIER ORTIZ

         
Sentar en el banquillo a un sátrapa culpable de crímenes contra la Humanidad no plantea mayores problemas. Salvo que quien formule la acusación haya cometido también crímenes contra la Humanidad. Porque es muy fácil que, en tal caso, se vea en la incómoda circunstancia de que el acusado le responda al celtibérico modo, espetándole: «¡Pues mira que tú!»

Es lo que les pasó a los organizadores del juicio montado en La Haya contra Slobodan Milosevic. Lo iniciaron con ingente despliegue de medios, como gran espectáculo, pero no tardaron en ponerle sordina, tras comprobar que, si ellos tenían una larga lista de acusaciones que formular contra el ex presidente yugoslavo, a él tampoco le faltaban motivos de vituperio, y no quedaba nada estético verlos expuestos a la luz del día.

Washington ha aprendido de la experiencia. El más que irregular Tribunal Especial que ha montado para juzgar a Sadam Husein no permitirá un debate sobre la actuación global del ex presidente iraquí. Eso daría pie a una defensa basada en el vilipendio no menos global del comportamiento de sus enemigos, lo que resultaría muy poco conveniente. En consecuencia, ha decidido someterlo a juicio por un crimen comparativamente menor, pero suficiente para justificar la pena de muerte. Ceñida la acusación a ese caso específico, cualquier referencia a asuntos más amplios y controvertidos será considerada improcedente y, por lo tanto, silenciada.

Una vez condenado a muerte Sadam Husein y ejecutado por ese crimen concreto, del resto ya no habrá ni por qué hablar. Asunto concluido. A por otra cosa.

Mi grado de confianza en la sensibilidad de la opinión pública occidental es más bien limitado, pero me pregunto si se avendrá a hacer la vista gorda ante el cúmulo de tropelías que se ha puesto en marcha con este juicio.

La primera y principal -por lo menos para mí- es que se esté planeando dictar y ejecutar una sentencia de muerte. Ya sé que es una especialidad muy del agrado de George W. Bush, pero a mí por lo menos me revuelve las tripas.

La segunda, que pueda funcionar un tribunal que no se sabe en nombre de qué autoridad actúa, puesto que su formación ni siquiera ha sido refrendada por la ya de por sí dudosa Asamblea Nacional transitoria iraquí.

La tercera, que la defensa de Sadam Husein haya sido encomendada a un abogado que carece de experiencia, al que le han endilgado, además, un tocho de de 10.000 documentos, que, por mucho que el juicio se aplace, nunca podrá estudiarse realmente.

La verdad es que a mí Sadam Husein me importa un bledo. No se trata de defenderlo a él, sino de defendernos todos de una gente que hace y deshace en el mundo entero lo que le viene en gana, sin la menor preocupación por las normas, las leyes y los derechos.

Hoy deciden acabar con Sadam Husein por la brava. Mañana puede ser el turno de cualquier otro.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 20 de octubre de 2005

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Elogio de la audacia

JAVIER ORTIZ

         
Lo cantaba Jacques Brel sobre la tumba de su difunto amigo Jojo en una de sus últimas canciones, casi póstuma (ya sólo le quedaba un pulmón, y apenas): «Los dos sabemos que el mundo sestea por falta de imprudencia.» No reivindicaba el atolondramiento ni la irreflexión. No iba de eso. Defendía la valentía, el atrevimiento. Volvía al viejo lema de su semitocayo Danton: «¡Audacia, más audacia, siempre audacia!».

Claro que Danton no era versallesco. Más bien todo lo contrario.

En nuestro actual confortable mundo occidental, la audacia es tenida por defecto. No se estila. Hasta sus mayores extremos: está feo incluso atreverse a pensar. Cuanto más pusilánime sea el pensamiento, tanto mejor.

Este pasado fin de semana ha resultado buena muestra de ello. La simple sospecha de que los jefes de Estado y Gobierno reunidos en Salamanca pudieran acordar un par de resoluciones un poquitín atrevidas, algo incordiantes para la superpotencia con sede en Washington, hizo que saltaran todas las alarmas. ¡Pero, bueno, adónde quiere ir a parar este Zapatero!

La política internacional apesta a prudencia babosa por los cuatro costados.

No me asquearía si quienes se echaron las manos a la cabeza ante los rumores salmantinos lo hicieran porque consideran que es falso que el Gobierno estadounidense tenga sometida a Cuba a ningún bloqueo. O porque sostengan que no hay que extraditar a los terroristas, siempre que sean culpables de matanzas políticamente correctas. Si defendieran eso, serían muchas cosas, pero no hipócritas. Lo que me subleva es que la mayoría de ellos, interpelados sobre los asuntos en cuestión, admiten sin problemas que el bloqueo contra el pueblo de Cuba -porque es el pueblo quien lo sufre- es injusto, y que tampoco cabe aprobar que Bush dé cobijo a asesinos. Pero lo opinan «a título particular». A cambio, les parece «irresponsable» que lo haga un Ejecutivo hecho y derecho.

«Tanto más tratándose de un Gobierno que ya ha tenido anteriores problemas con Washington», añaden. «¿Por culpa de quién?», les preguntas. Y tuercen el gesto. No, no es tampoco que aprueben la intervención anglo norteamericana en Irak. Lo que desaprueban es la acumulación de «imprudencias».

Son los mismos realpolitiqueros que han aplaudido la política de Zapatero sobre (contra) los inmigrantes de Ceuta y Melilla, pese a admitir, así sea con la boca pequeña, que está suponiendo una flagrante violación de los Derechos Humanos de los afectados y de la propia legislación española. ¡Injusto, pero prudente!

Se alarman sin motivo. Ya se trate del Estatut, de las invasiones de Washington o de la barbarie de Mohamed VI, Zapatero siempre acaba manteniéndose en el redil y portándose como un chico de orden. Porque puede que a veces resulte un poco atolondrado, pero audaz, realmente audaz, nunca.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 17 de octubre de 2005

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Falsos técnicos

JAVIER ORTIZ

        
Un tipo de personaje que frecuenta cada vez más nuestra actualidad política es el del supuesto experto en una determinada materia que expresa opiniones políticas presentándolas como juicios científico-técnicos inapelables.

Ahora abundan, por ejemplo, los que sostienen con aire muy docto que Cataluña no puede definirse como nación porque no reúne las características necesarias. Si dijeran que no puede hacerlo porque la Constitución no lo permite, estaríamos en otra discusión, que remitiría al encaje posible o imposible de la idea -tan cara a ciertos federalistas- de la «nación de naciones», o incluso a la pertinencia o no de la reforma de la Constitución. Pero plantear el asunto como una cuestión doctoral es absurdo. Cualquiera que eche una ojeada a las definiciones de nación puestas en circulación por los especialistas en la materia comprobará al punto que las hay muy diversas, e incluso incompatibles. La Academia Española registra tres acepciones para el término «nación», y las tres son aplicables a Cataluña. El término latino natio servía a los romanos para designar realidades sociales muy diversas: pueblos, clases, castas, sectas... En esa línea hablan en EEUU de «la nación india», y a nadie se le caen los anillos.

Fingen discutir la validez de un término para eludir el debate sobre su concepción del Estado.

Del mismo género son las críticas que están dirigiendo al proyecto de Estatut algunos que aparecen como expertos en economía. Dicen que podría «fragmentar el sistema financiero español». O sea: los mismos que se quedan tan anchos cuando toman posiciones en España poderosas entidades financieras foráneas, o cuando corporaciones financieras españolas hacen arriesgadas incursiones por lejanos pagos, los mismos que aplaudieron cuando España realizó muy sustanciales cesiones de soberanía en beneficio de poderes supraestatales incontrolables, se echan las manos a la cabeza ante la posibilidad de que las fuerzas políticas de Cataluña puedan tener algo más de influencia en las cajas de ahorro y las mutualidades asentadas en su territorio. Y lo hacen como si la suya fuera una intervención técnica, sin ninguna motivación política.

Resultan cómicos estos «técnicos» que se asoman a los medios para poner en circulación mercancías perfectamente políticas con aire de haberlas obtenido en un laboratorio, tras analizar la realidad con asépticas e incontaminadas fórmulas científicas. Son como los jefes del Fondo Monetario Internacional, que todos los años pretenden haber realizado un detallado y muy específico análisis de la coyuntura económica mundial pero que siempre, siempre, acaban recomendando lo mismo: reducir los salarios y recortar aún más el Estado de Bienestar.

Los dirigentes de los partidos de derechas deberían denunciar a todos estos «técnicos» por intrusismo profesional.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 13 de octubre de 2005

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Seamos realistas, sí

JAVIER ORTIZ

         
Es terrible la implícita anuencia que ha mostrado la ciudadanía española ante la decisión del Gobierno de Zapatero de desproveer a los inmigrantes llegados a Ceuta y Melilla de cualquier garantía jurídica y de expulsarlos a Marruecos para que las autoridades de Rabat hagan con ellos lo que les plazca. (Y ya hemos visto lo que les place.)

Me duele que sea así, pero no me sorprende. Sé que la presunta solidaridad de la ciudadanía española hacia las desgracias ajenas es un mito. Lo que aquí funciona bastante bien es la caridad. Se estila dar de vez en cuando alguna limosna para los pobres, al modo del Domund, pero siempre que se trate de pobres que no alteren la tranquilidad de nuestro modo de vida europeo.

Quienes criticamos la política gubernamental en relación con la emigración nos topamos con la descalificación de los presuntos realistas: «El discurso humanitario queda muy 'políticamente correcto' -nos dicen-, pero seamos realistas. Europa no puede dejar de proteger sus fronteras. El hambre que padecen millones de africanos supone un poderosísimo 'efecto llamada' cuyas consecuencias estamos obligados a atajar».

Falso. El hambre no constituye -no podría hacerlo- ningún «efecto llamada». La «llamada», por definición, no puede originarse allí; tiene que proceder de aquí. Y lo que genera esa «llamada» no es que nosotros vivamos muy bien, en términos comparativos, sino que en la Europa desarrollada existe una demanda importante de mano de obra barata, eventualmente ilegal, favorecida por la desregulación de los mercados laborales y por la falta de control de las realidades y las condiciones de trabajo.

Los inmigrantes vienen por eso. Es un asunto de pura oferta y demanda. Vienen a ofrecer su capacidad de trabajar por muy poco porque aquí hay muchos empleadores dispuestos a ofrecerles trabajo por muy poco. Es así de sencillo. Y de crudo.

Los estados europeos llevan muchos años aceptando que sus fronteras estén mal protegidas. No sólo porque saben que no cabe protegerlas del todo, sino también porque -aunque no lo reconozcan abiertamente, por razones obvias- son conscientes de que al sistema económico imperante le conviene que una parte de la población laboral no esté sujeta a la ley. Es un modo eficaz de rebajar las pretensiones de los trabajadores autóctonos y de aumentar la competitividad. El problema de los estados es cómo regular el nivel de permeabilidad de las fronteras para que no se produzca un flujo excesivo que cree distorsiones, sean económicas, sean políticas, sean de ambos géneros a la vez.

No es fácil. Y lo es menos cuando el territorio en el que se trata de fijar esa difícil regulación se halla en condiciones tan exóticas como las de Melilla y Ceuta.

Nos piden que seamos realistas. Séanlo ellos. He mencionado un puñado de datos muy reales que su discurso obvia. Encájenlos.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 10 de octubre de 2005

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La cuarta valla

JAVIER ORTIZ

        
Los constantes y sangrientos incidentes provocados por quienes pretenden entrar en Ceuta y Melilla saltando o derribando las vallas que separan Marruecos de los dos enclaves españoles en tierra africana han suscitado muchas opiniones divergentes, pero también algunas reflexiones que casi nadie discute, ni en Marruecos ni en España.

Una idea común como ninguna otra: puesto que la causa del drama que se está produciendo en Ceuta y Melilla -y en Canarias y en Andalucía, aunque en su caso por otras vías- es la miseria en la que se ha hundido el Africa subsahariana, lo que debe hacerse es favorecer el desarrollo económico y social de los países de los que proceden los inmigrantes sin papeles.

El razonamiento es bien sencillo: puesto que huyen de la miseria, erradiquemos la miseria. Y ya está.

Pero no está. Decir eso es como no decir nada. Porque cualquiera que se tome el trabajo de situar las piezas de ese razonamiento en la realidad del mundo de hoy se da cuenta inmediatamente de que está formulando algo muy parecido a un imposible.

Para acabar con la miseria en el Africa subsahariana se necesitaría, ya para empezar, que los países comparativamente ricos destinaran a ese objetivo enormes cantidades de dinero a fondo perdido. Primer punto. Y segundo, que cambiaran las estructuras de poder de los países receptores, para que ese dinero no acabara en un puñado de cuentas corrientes en Suiza y se utilizara realmente para realizar inversiones productivas.

Ninguna de las dos condiciones es cumplible. Si muy pocos de los estados que sellaron hace ya muchos años el compromiso de destinar el 0,7% de sus riquezas nacionales a la ayuda al desarrollo del Tercer Mundo han honrado su palabra, ¿cómo esperar que vayan todos a dedicar ahora a esa causa fondos aún mayores? En cuanto a la moralización y adecentamiento de las oligarquías que controlan el poder en buena parte de Africa, no sé ni si vale siquiera la pena hablar de ello. Cuesta hasta imaginar quién podría hacer tal cosa, y cómo, y con qué fuerzas, y con qué personal.

He dicho antes que este par de requisitos serían necesarios «para empezar», y así es, porque habrían de reunirse más condiciones. Se precisaría también acabar con las guerras que desangran buena parte del continente, para lo cual sería necesario, de manera previa, acabar con el suculento comercio de venta de armas a los contendientes. Otro objetivo utópico.

«¡Pero es que, o se hace eso, o nos espera un futuro imposible!», señalan algunos. Ya. En Kioto se dictaminó lo mismo con relación a nuestro porvenir medioambiental, y ya vemos lo que hemos avanzado.

Son imperativos categóricos, pero no los cumplen. El espacio donde deberían tener el corazón y el cerebro lo ocupa su cartera.

¿Entonces? No sé. Imagino que idearán una cuarta valla aún más alta. Y así sucesivamente.

 Es copia de la columna publicada en El Mundo el 6 de octubre de 2005

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Los verdaderos separatistas

JAVIER ORTIZ

         
A mi buen amigo Gervasio Guzmán se le instaló hace poco, puerta con puerta, una nueva vecina que, a la segunda conversación que tuvieron, y tal vez mosqueada por su acento, lo miró ceñuda y le dijo: «Usted no será ni vasco ni catalán, ¿verdad? Porque yo con vascos y con catalanes no quiero saber nada».

La vecina de Gervasio es un ejemplo arquetípico de separatista.

Conozco muchos separatistas de su estilo.

Están, por ejemplo, los que declaran con gran solemnidad que ellos no compran en una determinada cadena de hipermercados porque sus dueños, vascos, son -dicen- «malos españoles». En consecuencia, acuden a comprar a hipermercados franceses, cuyos dueños deben de ser -digo yo- buenísimos españoles.

Están también -es otro ejemplo, aunque de género muy distante- los que consideran como la cosa más natural del mundo definir la guitarra como instrumento «españolísimo», pero que pondrían cara de perfecto estupor si alguien afirmara que la tenora catalana o la alboka vasca son «españolísimas».

Es gente que identifica España con su propio conglomerado cultural y recela -o abomina, directamente- de cuanto se separa de las pautas y las señas de identidad que tiene por buenas. (No del todo. Porque torcerá el gesto si sale en TVE alguien que canta en catalán o en euskara a traición y sin subtítulos, pero jamás de los jamases protestará porque lo haga en inglés).

Más de una vez he dicho que ejercer de vasco o de catalán -o de gallego, llegado el caso- en la España fetén, patria única e indisoluble de todos los españoles, viene a ser como ser zurdo en tierra de diestros. Sólo un zurdo puede calibrar lo molesto que resulta que casi todo esté previsto para comodidad de los que se manejan con la mano derecha. Para los diestros no hay problema. Ni reparan en el asunto: consideran que la vida funciona así porque es lo natural, y ya está.

Esa situación tiene como resultado que los que ejercemos de periféricos -y de zurdos, que a mí se me junta todo- no nos encontremos nada a gusto dentro de una supuesta comunidad en la que la mayoría oscila entre no tenernos en cuenta, desconfiar de nosotros y mirarnos mal. ¿A quién puede extrañarle que nos sintamos incómodos en semejante compañía?

Jamás he tenido vocación separatista. Soy de natural convivente. Es más: me caen bien -genéricamente- todos los españoles, lo sean por voluntad propia o por obligación. A decir verdad, me cae genéricamente bien toda la Humanidad. Pero, para llevarme bien con alguien, me hace falta que se deje. Es una condición muy elemental, pero imprescindible.

Hay algunos que, según se comportan, se diría que quieren que Euskadi y Cataluña estén en España más que nada para tener con quién hacer vudú.

Son los peores separatistas. En realidad, son los verdaderos separatistas, porque lo son por gusto, no forzados.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 3 de octubre de 2005

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